Cristina

Camino por el largo pasillo ida y vuelta, una y otra vez sin detenerme. Si me detengo la ansiedad me comerá viva. De reojo veo a Cristóbal, que también camina en un círculo pequeño, ansioso y asustado. Al igual que yo.

Llevamos casi una hora esperando por los resultados, y con cada segundo que pasa mi niña se aleja más de mí.

No puedo seguir soportando esta angustia un minuto más, sin saber si volveré a ver a mi pequeña…

Miro a mi hijo, y sé que este dolor no es nuevo para mí. He vivido años sufriendo por haberme alejado de mis pequeños. Los primeros años fueron los peores, porque aparte del terror que me daba que César cambiara de opinión y me buscara para matarme, sufría por el daño que les ocasioné a mis pequeños. Los veía mirando la puerta, preguntándose cuando su mamá volvería a su lado… Ahogo un sollozo. Afirmo mi espalda en la pared y me dejo caer al suelo cuando mis piernas ya no pueden sostenerme. Abrazo mis rodillas y dejo el dolor salir, luego me recompondré y seré la madre que mi Betty necesita, pero ahora no puedo.

–Beatriz estará bien –masculla Cristóbal.

Levanto mi mirada y lo veo de pie frente a mí, luciendo fastidiado por tener que dirigirme la palabra. Ahogo otro sollozo al ver tanto odio y resentimiento en los ojos de mi pequeño. Luego asiento y me pongo de pie.

Debo ser fuerte. Betty no merece menos.

–Pueden pasar –nos dice una enfermera.

Corro a la oficina de Román, seguida por Cristóbal. Entramos y éste está mirando un informe en el computador.

–Siéntense –nos pide.

Yo lo hago, sin embargo, mi niño no. Se afirma en la puerta y mira al doctor seriamente.

–Los resultados no son tan buenos como estábamos esperando –empieza, y siento mi sangre congelarse–. Los HLA de ambos, a pesar de compartir algún grado de compatibilidad, no son los necesarios para arriesgarnos. Hablé con la Clínica Alemana de Santiago, y ellos están de acuerdo con mi diagnóstico. Lo siento, Cristina, pero no nos podemos arriesgar a que Betty desarrolle la enfermedad de injerto contra huésped.

Las lágrimas salen de mis ojos con desesperación. Me convencí de que Cristóbal era la respuesta a mis plegarias, pero me equivoqué.

No podré ayudar a mi pequeña.

–¿Y en el Banco de médulas? –pregunto en un susurro.

–No hay ninguna compatible con Betty aún. Estamos revisando todos los días.

–¿No hay nada que pueda hacer? No sé, yo podría tomar medicamentos… Lo que sea que haga el trasplante menos peligroso para Beatriz.

Román mira a mi hijo y niega con la cabeza. –Lo siento, pero no hay nada que podamos hacer.

Mi hijo se acerca, furioso. –Entonces la dejamos morir, ¿no? ¿Es eso lo que estás tratando de decirnos?

Escucho discutir a ambos y me abrazo a mí misma. Siento frío. Más frío que el día que murió Diego, porque a pesar de estar hecha pedazos tenía a mi pequeña conmigo. Mi Betty… Tan parecida a su padre… tan parecida a…

–Claudio –digo y ambos me miran–. Claudio será compatible con Betty.

–¿Quién es Claudio? –pregunta Román, pero yo sólo puedo mirar a Cristóbal.

–Acordamos que lo dejaríamos fuera de esto –masculla.

Asiento. –Lo sé, pero el salvará a mi pequeña. Estoy segura –digo mirando a Román–. Él si será compatible con Betty.

Román niega con la cabeza. –La posibilidad de ser compatible decrece con hijos de distintos padres, Cristina, lo sabes.

Niego y comienzo a llorar, desesperada. –Él será compatible. –Me giro hacia Cristóbal–. Por favor, te lo ruego… Salva a mi pequeña, habla con Claudio. –Tomo sus hombros y siento su tensión y rechazo–. Claudio es la última esperanza de Betty.

–¿Y si no son compatibles? –pregunta molesto.

–¡No! Ellos lo serán, te lo juro.

–¿Cómo demonios puedes estar tan segura? –sisea.

–Lo estoy. Debes creerme, Claudio y Beatriz lo son.

Toma mis hombros con brusquedad y me zamarrea violentamente. –¿Qué quieres decir?

Me tenso e intento retroceder, pero no me deja. –Yo… no…

–¡Di la verdad aunque sea una puta vez en tu vida! –espeta furioso antes de soltarme. Comienza a respirar con dificultad y veo sus puños tensarse.

Retrocedo con miedo, se ve igual a su padre antes de golpearme.

–Cálmense, ¿sí? –nos pide Román.

–¡HABLA! –grita Cristóbal, sobresaltándome–. Dime por qué estás tan segura. –Cuando ve que no digo nada se acerca y me mira con tanto odio y asco que mi corazón duele–. Dime la verdad –sisea–. ¿No crees qué es lo mínimo que me debes?

En sus ojos, por un momento, veo tanto dolor, que alejo mi mirada para no seguir viendo el daño que le provoqué a mi pequeño.

Asiento y respiro profundamente. –Claudio… Claudio no es hijo de César. –Mi pequeño jadea, y veo el daño que le provocan mis palabras–. Es hijo de Diego,  igual que Betty.

Increíblemente, siento un peso menos cuando pronuncio las palabras. Ese secreto que quemaba en mi corazón y angustiaba mi alma, por fin está fuera de mí.

Y maldita sean las consecuencias.

Mi niño me toma por los brazos con violencia. Román se pone de pie.

–No te atrevas a entrometerte –sisea Cristóbal mirando a mi amigo–. Esto es entre esta mujer y yo. –Vuelve su mirada perturbada a mí–. Esto no te lo voy a perdonar en la vida, ¿me escuchaste? Nunca.

–Yo…

–Cállate –espeta–. No puedo creer que le mentiste a mi padre.

–Pero él…

–Cállate. No te atrevas a dirigirme la palabra –masculla–. Hablaré con Claudio, pero pobre de ti que le digas la verdad. –Me sacude una vez más–. Si lo haces te mato, te juro que lo hago –sisea antes de soltarme y salir por la puerta.

Mi impulso es correr tras él, y caer a sus pies y rogar por su perdón, pero me contengo. Le prometí que nunca lo haría, ni siquiera merezco el perdón de mis hijos.

–¿Estás bien? –Me giro hacia Román y niego con la cabeza–. ¿Diego tenía otro hijo? –pregunta y yo asiento–. ¿Lo sabía?

Los recuerdos vienen a mí con fuerza, como si de una avalancha se tratara. Trato de esquivarlos, pero no puedo…

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