Preguntas y sospechas

La princesa se apoyó en la puerta. Miró a su sirvienta esperando una explicación, aunque sabía que no podía hablarle. No sabía nada sobre cómo se vestía una noble de Tarek en un evento familiar. El padre desconocía eso, o se le había olvidado decírselo, siempre que lo veía estaba nervioso, así que al final, después de un par de minutos, ordenó.

- Dame todo para prepararme para conocer a la hermana del rey. – dijo

La joven sirvienta sonrió. La acompañó a un baño, le puso uno de los trajes que le habían hecho a su llegada, la perfumó y soltó su pelo. Luego sólo con la parte de arriba le hizo un recogido y en él puso un velo de color del vestido, para que ocultara su cara. Cierto, no podía verle.

Recordó de golpe el cuento tarsiano de la princesa que había oído de pequeña, escondida entre las brasas. Hablaba de que la hermana venía de visita y la princesa se reía cuando la llamaba fea, no era posible verle la cara. Mientras fuera la prometida, y no la esposa, ningún familiar podía verle sin velo. Nunca se imaginó que ella llegaría a ser una de esas nobles.

Dio las gracias a la joven y sacó de su mesilla un pequeño regalo esculpido por ella misma. Se lo mostró a la sirvienta por si no le parecía adecuado, pero asintió sin problema.

El joven rey la vio con la cara tapada, y sospechó de la sirvienta. Pero era cierto que hasta ahora no había habido problemas con ella, a parte de algún que otro intento de despistar a las doncellas. Odiaba tener que decidir su mujer por pruebas, pero su hermana quería conocer a la única que parecía pasarlas todas. A él le daba igual. Casarse era una formalidad para tener descendencia.

La condujo en silencio hasta un pequeño patio donde una mujer esperaba tranquila en un banco de piedra. Miraba interesada a la mujer que acompañaba a su hermano, y reconoció a Manzanilla detrás. Parecía caerle bien.

Adoraba a su hermano. Le había devuelto una vida que jamás había podido soñar, y confiaba en su juicio. Aunque la joven que veía ahí seguía superando pruebas, su primera impresión no fue buena. Parecía perdida, como si aún no entendiera bien su posición, y luego estaba todo aquello que desconocía. No se comportaba como una noble tampoco. No era brusca y tajante con los sirvientes y ni siquiera fue seca y cruel con el galeno. Y no sabía nada de su existencia hasta hacía solo un mes.

Aunque se demostró que realmente era la primogénita del rey y que por tanto era la única descendiente de las Sombras, antes de eso, parecía no tener rastro. Nadie conocía a Saundarya ni había visto su evolución como princesa, incluso pensaban que había muerto. Si algo sabía ella, es que en los tiempos que corrían no se podía fiar. Esperó a que llegara.

- Encantada de conocerte – sonrió. Luego miró a su hermano. – deberías irte, si no, no podremos hablar tranquilamente.

El hermano la miró, sonrió y se fue sin más. La verdad es que no le interesaban en absoluto sus conversaciones.

- No tengo nada en su contra, pero él no puede saber tu nombre hasta que seas expulsada o por el contrario elegida.

- Saundarya.

- No he oído de ti. Y no me fío de lo que dicen.

- Pregunta

- ¿Cómo es que la primogénita es casi desconocida?

- Tuve la mala suerte de ser separada de mi padre hasta hace muy poco.

- Me han dicho que sabes pelear.

- Es cierto.

La hermana levantó la pierna y se dio impulso, decidida a tirarla. Desde los seis años había estado entrenando. Sabía que el general era bueno, pero solía subestimar a las mujeres. Seguro que le había pillado por eso. Ella no sería tan cauta. Saundarya evitó el golpe con calma. Y así los siguientes. No quiso ofender a la mujer que tenía delante, así que la golpeó.

La hermana se quedó completamente asombrada. ¿Cómo?

- Si me disculpa- ella asintió tocándose el hombro. Saundarya volvió a su cuarto, donde esperaba Manzanilla. El hermano no andaba lejos, y pronto ella se encontró con él.

- No lo entiendo, ha podido conmigo.

- Si, ya lo sé. Creo que es una Gunidani. – la hermana se asombró. ¿acababa de atacar a una Gunidani? Era una inconsciente. Pero, ¿cómo podía ser una Gunidani princesa? Algo no cuadraba. Las Gunidani eran guerreras legendarias, no nobles.

- Todavía queda una semana. Si todo sale bien, será mi esposa. ¿A que es interesante?

Su hermano era un hombre muy inteligente. Todos creían que era un cruel, un sádico sin piedad, pero eso era sólo en la guerra. Era tenaz, nunca paraba cuando decidía algo, era increíblemente intuitivo, rápido y nadie había conseguido jamás amilanarle desde hacía años. Pero jamás le había visto de esa forma. Normalmente era serio, hasta con ella y poco hablador. Pero estaba claro que Saundarya se había ganado el apelativo de interesante.

- ¿Qué prueba le falta?

- Es decisión de mi hermano de armas – dijo serio.

El joven tenía una mente brillante. El día anterior había habido un delito. Era cierto que aun no era la mujer del rey, pero debía castigar según la pena y el segundo quería saber si tenía coraje. La llevó a la pequeña mazmorra situada en un sótano del castillo.

- Este hombre es un delincuente. Ha robado a una noble. Además, ha dañado en la huida a uno de los hombres del joven rey en la huida. – la princesa esperó. – debes decidir su sentencia, y exponerla mañana. – la mujer asintió, mirando con desprecio al hombre ahí encerrado. Sabía los castigos en su reino y en otros, ella misma había sufrido alguno.

- ¿Qué hizo al hombre del rey? - preguntó

- Le ha roto la pierna.

Al día siguiente en la sala, el rey esperaba de pie a la llegada de la prometida. Como era costumbre él no la vería, sólo escucharía su propuesta, y decidiría en consecuencia. Y así para ella igual. No sabía que el rey la estaría escuchando. Se había pasado la tarde anterior buscando los castigos que se exponían en el reino, pero algo de la confesión no le cuadraba.

- ¡Quiero que lo maten! Estoy cojo de por vida por ese perro asqueroso. ¡Incluso insultó a…!- le mandaron callar.

El castigado estaba tirado en el suelo, esposado. Robó a alguien de la corte y herida grave a un miembro del círculo del rey. Miró hacia el segundo.

- Este hombre ha cometido un acto imperdonable. Debe ser castigado con 100 latigazos en la espalda- expuso esperando.

- ¡Es ridículo! ¡Merece la muerte! – le volvieron a mandar callar.

- Explícate.

- Un hombre necesitado roba y pierde la mano. Un hombre que roba y huye con tanta desesperación no es pobre ni necesitado, oculta algo más grave. 100 latigazos le harán hablar de lo que oculta.

- Aquí no es costumbre dar latigazos en público.

- No pretendía ofender al rey de Tarek- dijo hablando de repente en Tarsiano - los latigazos no los propongo públicos, como pena, sino como herramienta- dijo otra vez en la lengua de su país- Una vez se descubra la pena, será decisión del rey qué castigo se adecúa. – terminó con calma. Hizo una inclinación leve hacia el hombre que la evaluaba, y esperó.

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