Gianna:
Estuve despierta toda la noche. No pude deducir nada, pero tampoco descansar. El domingo fui a trabajar y no me fue tan bien como el día anterior, porque estaba demasiado cansada. Mi papá estuvo todo el día en el trabajo, según me dijo mi mamá. Era domingo, así que era inusual, y cuando llegué por la noche él todavía no estaba en casa. Gracias a Dios, porque no era capaz de enfrentarlo, no podía mirarlo, tenía muchas preguntas, pero no sabía si debía hacerlas o si quería siquiera.
El lunes por la mañana, al entrar a clases, me sorprendió ver a Abby sentada en su lugar. Parecía tranquila, pero no animada como normalmente estaba.
—Hola, Abby —la saludé con dulzura y ella sonrió.
—Hola, Gia.
Solo verla a ella me hacía pensar en mi padre y en lo que había dicho sobre Bill. Pero no podía decir nada, porque no sabía ni siquiera lo suficiente. El profesor Morris entró al aula y su semblante era diferente; parecía mucho más enojado y tenso que nunca. Detrás de él venía Dylan, quien ni siquiera intentó voltear a mirarme y únicamente se sentó en su asiento. ¿Qué sucedía? Tal vez habían tenido una discusión. No le di mucha importancia; ya tenía suficientes problemas por mí misma como para preocuparme por los demás. Me esforcé por prestar atención a la clase, pero mi cabeza tambaleaba y mis ojos se cerraban involuntariamente.
—Si mi clase es tan aburrida, ahí está la puerta señorita Roberts —esa voz molesta me despertó de golpe.
—Lo siento tanto, señor Morris —me apresuré a decir.
Él suspiró y cerró los ojos un segundo.
—Está bien, solo... manténgase atenta, por favor —replicó con voz más suave antes de continuar con la clase.
En ese momento, Dylan se dignó a mirarme por un instante y luego alternó la mirada hacia su hermano. Frunció el ceño con extrañeza y luego volvió a centrarse en sus apuntes. Tenía tanto sueño que no podía deducir cosas, así que me acomodé en el asiento y volví a mirar fijamente al tablero intentando entender.
Ese día no tuve ganas de almorzar en la cafetería y junto con Lily y Abby decidimos comer en un lugar cerca de la universidad. Abby casi no hablaba; se limitaba a asentir con la cabeza y a comer.
—¿Cómo te has sentido, Abby? —preguntó Lily al verla tan ausente.
—Hmm, bien —mintió.
Era difícil hablar con ella; no sabíamos qué decir, todo sonaba inapropiado.
—¿Te gustó la comida? —pregunté tontamente. Ella asintió y supimos que eso era todo lo que íbamos a poder obtener de su parte.
—Bueno... Creo que ya es hora de irnos —anunció Lily al ver su reloj y lo incómodo de la situación.
Nos levantamos y nos fuimos del lugar directo a nuestras otras clases. El día continuó tranquilo aunque mi mente era un desastre. De camino a casa de repente comencé a notar que el indicador de temperatura del motor de mi auto empezaba a subir rápidamente y percibí un olor a quemado junto con vapor saliendo del capó.
—¡Mierda! —mascullé mientras me detenía en el arcén de la carretera. Apagué el motor y descendí del auto.
Mi papá supuestamente lo había llevado "a un buen mecánico", y ahora me encontraba varada. Esto era lo último que necesitaba, pensé mientras pasaba mis manos por mi rostro. Además, ya estaba oscureciendo y no sabía nada de autos; mi papá siempre se encargaba de las reparaciones por mí, y justo en ese momento era la última persona a la que quería llamar.
Abrí el capó para señalar ayuda a quien pudiera pasar. Esperé unos cinco minutos y nadie apareció. Estuve tentada a llamar a mi padre, hasta que finalmente un auto se estacionó detrás de mí y un hombre anciano bajó y me miró.
—Hola, jovencita. ¿Necesita ayuda? —su voz era cálida y denotaba preocupación. Tenía un acento que no pude identificar.
—Hola, sí —admití apenada—. La verdad es que no sé mucho de autos. Empezó a echar humo, no sé qué hacer.
—Debe ser un sobrecalentamiento del motor, querida. Déjame ver —se acercó a mi auto—. Sí, efectivamente lo es. Solo debes esperar unos minutos para que se enfríe. Aprovecha para revisar si hay suficiente líquido refrigerante en el depósito... parece que sí lo hay —explicó, y sentí como si hablara en otro idioma, pero fingí entender—. Creo que no hay ningún otro problema visible.
—¿Puedo arrancar entonces en unos minutos? —pregunté, y él asintió—. Muchas gracias, ¿señor...?
—Hans —completó él por mí—. Hans Granger —y sonrió. En ese momento algo en él me resultó familiar; tal vez era su tipo de sonrisa y mirada, no estaba segura.
—Mucho gusto, señor Granger, soy Gianna —extendí mi mano—. Muchas gracias.
Él apretó mi mano con firmeza y sus ojos brillaron.
—Un placer conocerte, Gianna.
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