Capítulo 9: Es divino.

—¿Puedes dejar de reírte, Dylan? —le pregunté en un susurro.

—No, no, no, eso es imposible —contestó, entre risas

—La gente nos mira —musité.

Estábamos debajo de un árbol del campus, le había contando lo que había sucedido con el señor Morris en casa, y ahora no paraba de reírse y estremecerse en el césped.

—¡Es que es tan dramático!

—¿Siempre lo ha sido? —pregunté, ahora también riendo un poco.

—Cuando éramos niños, una vez encarceló a una hormiga porque le pico —contó, haciendo que una muy buena carcajada saliera de mi garganta—. Como sea, lo más probable es que inocentemente tu padre haya herido su ego.

—Sí, de hecho mis padres piensan mandarle frutas o algo así. Ya sabes para pedirle perdón por algo malo que hicieron que ni siquiera estan seguro de qué es.

—Es buena idea, solo que, Lucas está tan loco que es muy capaz de botar toda la cesta de fruta creyendo que están envenenadas —dijo, riendo.

Aún no me había acostumbrado a que Dylan se refiriera al señor Morris como Lucas. Se sentía extraño.

—¿Llega a ese punto, es capaz de hacerlo? —pregunté, sorprendida.

—Um... —pensó un momento—. Sí, es todo un rarito.

Respiré hondo, con una risita, y mire al frente, mientras negaba con la cabeza. Cuando sentí el peso de sus ojos y supe que él me miraba fijamente.

—¿Qué? —le pregunté, nerviosa.

—Nada —desvío la mirada, y creí ver en sus mejillas un ligero tono carmesí.

Baje mi cabeza apenada por las ilusiones que se hacían mi mente, e hice un ademán de levantarme del césped, pero inmediatamente él me tomó con suavidad del brazo, impidiéndomelo.

—¿A donde vas? —preguntó, con el ceño fruncido.

—Tengo que irme —le informe, él me miró confundido—. De hecho ambos deberíamos ir a la biblioteca para estudiar, y sacar unos buenos apuntes de ese libro que ha mandado el señor Morris —le recordé, él volteó los ojos con fastidio y negó con la cabeza.

—¿Acaso no podemos hacerlo después? —sugirió, empujándome con un dedo en la frente.

Me quedé mirándolo un momento, pensativa, y él sonrió angelicalmente, al tiempo que súplicaba en un gracioso hilo de voz:

—¿Sí...?

En ese momento tuve una extraña sensación al darme cuenta como poco a poco él empezaba a ejercer tanto poder sobre mí. Como empezaba a ceder a sus caprichosos con una simple mirada. Antes jamas hubiera accedido a no estudiar, o a no entrar a clases. Pero él... Por extraño que fuese, deseaba complacerlo.

—Esta bien —accedí, el sonrió dichoso y me jalo acercándome mucho más a él.

—Ahora bien... —comenzó a decir, mientras tronaba sus dedos—. ¿Nos seguimos burlando de mi hermano, o hablamos de cosas más interesantes?

—La segunda opción me atrae más.

—Vale, entonces...

—Espera —le interrumpí antes de que pudiera decir algo más—. No vayamos a hablar solo sobre mí. Siento que soy la única que se exhibe.

—¿¡De qué hablas!? Si la última vez te conté sobre mí...

—Solo fueron un par de cosas —protesté.

—Ugh —gesticuló—. Esta bien.

Sonreí y procedí a incorporarme de forma más cómoda a su lado.

—¿Los últimos días que no viniste, estuviste en el bar... O en algún otro lugar? Y si fue así, ¿donde estabas? —solté de primera, porque ya la pregunta me picaba en la garganta.

Él me sonrió, mientras relamía sus labios. Parecía ligeramente sorprendido por mi descaro.

—Querida, la curiosidad mató al gato.

Pero murió sabiendo.

—¡Ay, vamos! No es para tanto, solo es un poco de fisgoneo.

—Aja —resopló, y volcó los ojos—. Solo estuve enfermo —explicó, y lo mire con los ojos entrecerrados, con una ligera desconfianza.

—¿Enfermo? —repetí.

—Sí, los guapos también enfermamos.

Su contestación no fue muy tranquilizadora, y no sació mi curiosidad. Pero por delicadeza fingí que sí. Al menos de momento.

—Bueno —me conforme, encogiéndome de hombros.

Él entrecerró los ojos, y me miró sonriendo, sabía que no había sido suficiente su respuesta. Pero aún así, no añadió nada más. Sino que empezó a hacerme preguntas:

—¿Y por qué elegiste estudiar literatura? Por favor no me digas que es porque no sabías que más estudiar...

—No, no, no —me apresuré a contestar—, bueno... sí —admití.

Él volcó los ojos, y suspiró con disgusto.

—No, pero no me malinterprete —me excusé—. O sea, sí amo la literatura, solo que mi plan no era estudiar en la universidad tan pronto. Así que fue una decisión de último momento.

—¿Cómo así? —parecía más interesado.

—Mi verdadero plan, al terminar la preparatoria, era tener un tiempo para mí, quería no se, viajar, hacer cursos, ¿sabes? Aprender un poco más de la vida antes de elegir una carrera.

—¿Y qué fue lo que te hizo cambiar de parecer?

—Mis padres —confesé—. Amm... Ellos dijeron que esas cosas de años sabáticos para descubrirse son puras tonterías, y que eran sólo excusas para ser una holgazana.

—Pensé que habías dicho que tenías buenos padres —dijo, con expresión dura.

—Y los tengo, son buenos, solo que... Se preocupan por mí, por mi futuro...

—No, no lo son —me interrumpió negando con la cabeza—. Te hacen seguir sus propios deseos, no los tuyos; si lo piensas bien son solos deseos prestados, no te pertenecen. Acepta eso y vas a poder ser feliz.

—¿Cuándo he dicho que no soy feliz? —repliqué, con el ceño fruncido.

—No tienes que decírmelo, nadie puede ser feliz mientras no esta haciendo lo que en verdad quiere.

No refuté nada, porque no sabía que responder.

—Tal vez en quince o más años... —continuó—. Cuando tengas una familia, y una carrera, cuando se supone que lo tienes todo, y que deberias ser feliz: te arrepientas de todo lo que no hicistes, probablemente tus padres en ese momento estén diez metros bajo tierra, o a punto de estarlo, y ya todo en los que les complacistes no importará. Y tu vida habrá sido una pérdida de tiempo.

Me puse seria y mi mandíbula tensa, baje la mirada y negué con la cabeza.

—No me motivas mucho.

—No pensaba hacerlo —repuso.

Luego, casi inmediatamente, chasqueó con una sonrisa lobuna, y empezó a decir:

—Pero, ¿sabes qué? Puedes ser una abuelita cool, cuando ya tus padres se mueran, te puedes pintar el cabello de rosa, hacerte tatuajes en tu arrugada piel, y viajar a todos los lugares que querías, con suerte no te morirás en el avión, y mandaras fotos a tus nietos mientras estés en Dubai.

—Wow, gracias —dije sarcástica—. Nunca había estado tan ansiosa de ya ser una anciana.

Ambos reímos y nos lanzamos más en el césped. La sensación era agradable, la sombra debajo del árbol, junto con la brisa, y las voces de fondo, que se disipaban porque ya empezaban a entrar a clases.

—¿Sabés mucho de la felicidad? —le pregunté de repente, mientras repiqueteaba con mis dedos en mi estómago.

Evidentemente le tomó por sorpresa, me miró de reojo, y respiró hondo antes de contestar:

—Sé de la ausencia de ella.

Me giré hacia él, y lo mire con el ceño fruncido, él me imitó y también se giró hacia mí. Estábamos frente a frente.

—¿Qué? —preguntó, mirándome con una ligera sonrisa, como ansioso y emocionado de que dijera lo que pensaba.

—¿Entonces no eres feliz?

Tuve la sensación de estar diciendo una estupidez, pero era la primera pregunta que se me había venido a la mente.

—No me gusta definir mi vida, creo que eso es limitante —contestó—. Pero sí estoy seguro que no soy feliz —sonrió como si fuera obvio—, al menos no todo el tiempo; en realidad nadie lo es totalmente, y eso es divino, porque no hay nada más bello que sufrir cada cierto tiempo.

—¿Creés que el sufrimiento es bello? —le pregunté, horrorizada.

Él ladeó la cabeza, y me miró como si me estudiará. Tras unos segundos de silencio contestó:

—Sí, ¿no creés eso también? Si todo fuera felicidad y amor, no supiéramos que lo son, porque no tendríamos con qué comparar. El sufrimiento es precioso porque hace al amor más interesante, si no fuera por él jamás lo anhelaríamos.

—Eres la primera persona que conozco, que hace que el sufrimiento parezca magnífico —admití, y él sonrió al tiempo que mordía su labio inferior.

—Lo tomaré como un cumplido —dijo, guiñando un ojo.

Reí y negué con la cabeza.

—No. No lo es.

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