Una profesora de campo muere tras un accidente en su escuela-casa. Reencarna en Arlette, la protagonista de una historia donde la verdadera villana es ella. pero ella no seguirá la trama y creará a su propio villano para protegerla
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capitulo 10: Everest.
Arlette empujó suavemente la puerta del baño, el aire impregnado de un leve olor a desinfectante y aceite lleno de aroma a rosa y canela, que solo podía ser el rastro de dolor y sufrimiento que emanaba de la figura que se encontraba en su interior. Su corazón latía con fuerza mientras se preparaba para enfrentar lo que había estado evitando. El criado que encargó, se detuvo a su lado, su mirada era un reflejo de la preocupación que sentía por el estado del hombre que había traído como esclavo.
— recibió medicamentos en forma de ungüento —dijo el criado, su voz era grave y resonaba con un tono de advertencia— pero se pone rabioso y no me dejó colocárselo. Las heridas son muy profundas y podrían crear una infección.
Las palabras del criado pesaron. Arlette sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero su determinación se reafirmó. Sin importar la desnudez del hombre, sin importar las circunstancias que habían llevado a su sufrimiento, no podía dar la espalda a su dolor. Con un gesto decidido, cruzó el umbral y entró en el baño.
Instintivamente, levantó la vista, enfocándose en el techo para evitar la incomodidad de observar su intimidad. Aunque se desvío hacia abajo en un momento lo volvió a subir al notar algo sobresaliente entre sus piernas. Sin embargo, sus ojos se encontraron con los de él. Un carmesí profundo, como si el fuego ardiendo en su interior estuviera reflejado en su mirada. Aquel encuentro visual fue un momento de conexión silenciosa.
— como no tienes nombre, he decidido darte uno —dijo Arlette, tratando de romper el hielo que se había formado entre ellos— Everest. Sí, si no te gusta, puedes elegir otro.
— está bien... ese nombre —respondió él, su tono era áspero, pero había una aceptación en su voz que sorprendió a Arlette.
Sentía una satisfacción inesperada al escuchar su respuesta. La imposición de un nombre le otorgaba una identidad, un sentido de pertenencia que parecía haberle sido negado. La idea de que podía ofrecerle algo tan simple, pero tan significativo, la llenó de una extraña alegría.
— y quiero que me dejes colocarte el ungüento, por favor... Las heridas deben ser graves. Déjame ver... —insistió, con una mezcla de dulzura y firmeza en su tono.
Everest dudó, su expresión era una mezcla de desconfianza y resignación. Pero, al final, se dejó llevar por la insistencia de Arlette, permitiendo que se acercara a él. Al ver las heridas, su asombro fue inmediato. Eran profundas y desgarradoras, como si la vida misma le hubiera infligido un castigo cruel y despiadado.
— Esto... esto es grave. Estás son recién... Ese maldito bastardo.—murmuró, sin poder evitar que su voz se quebrara ante la visión del sufrimiento que tenía frente a ella. Everest la miró de reojo por la grosería que dijo. Arlette se excusa.— estoy molesta... No contigo. Tienes que ponerte una bata —le dijo, consciente de que la desnudez de él la desconcertaba un poco— déjame colocar el ungüento, por favor.
Aquel momento de vulnerabilidad y confianza se transformó en un rato en el ambos pudieron sentirse tranquilos. Everest, sorprendentemente, obedeció, cubriéndose con la bata que Arlette le ofreció. Ella se concentró en su tarea, aplicando el ungüento en cada una de las heridas, siendo meticulosa para evitar tocar los músculos tonificado que se asomaban por los leves movimientos.
Mientras trabajaba, sus pensamientos formulan en su mente. Le preguntó si quería quedarse en la casa por un tiempo, hasta que se recuperara por completo. Él no respondió, pero su silencio fue suficiente para que Arlette interpretara que, aunque no estaba segura. Tomó su silencio como un "sí", aunque sabía que la respuesta podría ser más complicada de lo que parecía.
La atmósfera en el baño se llenó de un aire de intimidad compartida. Mientras Arlette terminaba de aplicar el ungüento, un suave murmullo se escuchó desde el pasillo. La puerta se abrió con un ligero crujido, y una sirvienta se presente.
— mi lady. Madame Leticia ha llegado.
— ya llegó. Iré de inmediato.— la sirvienta se marcha y ella vuelve a Everest.— terminé en las heridas más profundas. Te enviaré más medicina.
— no es necesario... Ya no gastes más... En mí.
— te estoy ayudando a Everest. —respondió Arlette, sin quitar la vista de él, notando cómo las sombras de su sufrimiento seguían presentes, incluso con la llegada de la tía.— entiendo que te sientas como te han tratado. Pero solo por eso te he traído aquí. Everest, me encargaré de quitarte ese collar horrible. El herrero de mi padre está enfermo y por eso no pudo venir antes... Un paso a la vez, y será seguro de que te liberaré de eso.
— ¡Arlette!— gritó una mujer en planta baja.
La joven miró a Everest y se levantó. Prometió que enviará al mayordomo Willow para que duerma en una habitación, y que pudiera descansar.
Al irse, él solo podía percibír la calidez de los dedos de Arlette, ni siquiera el frío del ungüento, ni el ardor de la herida, solo el leve roce de su piel.
Al bajar, Arlette observaba que Alejandra se sentía acorralada por la mujer elegante, de figura un poco rellenita, que entró con una energía que iluminó el ambiente. Era la tía de las hermanas, una mujer que siempre parecía llevar consigo un halo de alegría.
— ¡Oh, Arlette! ¿Qué estabas haciendo que no bajabas? —preguntó, su voz melodiosa resonando en el espacio.
Arlette sintió que la tensión del momento se desvanecía un poco, aunque las circunstancias seguían siendo delicadas. La tía, con su naturaleza amable y su risa contagiosa, parecía un soplo de aire fresco en medio de la carga emocional que había estado soportando.
La mujer se acercó, su mirada curiosa pero comprensiva. La abrazo y le ofreció una sonrisa cálida.
Arlette, aún concentrada en la imagen de Everest, sintió que la presencia de su tía aportaba una nueva impresión a la situación.
— ¿Y bien?... Muéstreme la casa que está tan cambiada.
La mujer caminó por delante de ellas. Alejandra se acerca a Arlette y le dice asqueada.
— no dejó de darme besos ni abrazos... No soporto su melosidad... Guacala.