Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
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Capítulo 9: Lo que nunca dije en voz alta
Los días pasaban y, aunque intentaba convencerme de que estaba mejor sin Fernanda, la verdad era que una parte de mí seguía esperando algo. Un mensaje, una disculpa, una señal de que al menos había pensado en mí después de todo. Pero nada. Ni un gesto, ni una mirada. Nada que me hiciera sentir que, en algún momento, le importé de verdad.
Eso me dolió más que la traición en sí.
Con Joel era diferente. O tal vez solo lo hacía diferente en mi cabeza. Porque aunque no me hablaba en público, aunque parecía siempre rodeado de personas que no incluían mi nombre, seguía teniendo esos momentos en los que parecía buscarme, como si algo en él también se negara a soltarme del todo.
En clase, cuando nadie prestaba atención, se giraba para hablarme en voz baja. Su tono se volvía más cálido, su risa más fácil. A veces, cuando me distraía en mis pensamientos, sentía su mirada sobre mí. Y cuando levantaba la vista, él ya había desviado la suya.
Esos instantes me hacían cuestionar todo. Porque, si no le importaba en absoluto, ¿por qué hacía eso? ¿Por qué no me ignoraba completamente, como hacía con las personas que no le interesaban?
Pero luego salíamos del aula y volvía a ser como siempre. Distante. Despreocupado. Como si lo que pasaba entre nosotros dentro de esas cuatro paredes no significara nada fuera de ellas.
Era un ciclo del que no sabía cómo salir.
Me lo repetía una y otra vez: Él no te quiere de la misma manera en que tú lo quieres. No está aquí por ti. No esperes más.
Y sin embargo, cada vez que él hacía algo, por pequeño que fuera, mi corazón me decía lo contrario.
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El viernes, la profesora nos puso en parejas para terminar un trabajo que llevábamos semanas postergando. Para bien o para mal, me tocó con Joel.
Nos sentamos en la última fila del salón, lejos de los demás. Al principio, trabajamos en silencio. Yo anotaba, él revisaba su teléfono. Nada nuevo. Pero en algún momento, sin darme cuenta, solté un suspiro cansado. Uno de esos suspiros que salen cuando llevas demasiado tiempo guardándote algo.
—¿Estás bien? —preguntó él de repente.
Su voz tenía esa suavidad que siempre me desarmaba. No la frialdad con la que me hablaba frente a los demás, ni el tono despreocupado con el que se dirigía a sus amigas. Era un tono bajo, casi íntimo, como si de verdad quisiera saberlo.
Mi instinto fue decir "sí". Fingir que todo estaba bien, que su frialdad no me dolía, que no pasaba horas intentando descifrarlo.
Pero por primera vez, me callé.
Lo miré, buscando en sus ojos alguna señal de que su pregunta era genuina. Que no era solo cortesía o costumbre.
—No sé —admití finalmente.
Joel frunció el ceño, como si mi respuesta lo confundiera. Como si no entendiera qué parte de todo esto podía estar doliéndome.
—¿Es por Fernanda?
Negué, aunque en parte sí lo era. Pero no solo por ella.
—Es por todo.
Él se quedó en silencio.
No intentó consolarme ni preguntar más. Solo me miró un momento, y luego desvió la vista hacia la mesa, como si no supiera qué hacer con lo que acababa de decir. Como si mis sentimientos fueran un idioma que no entendía.
Y en ese silencio, entendí más de lo que habría querido.
No iba a cambiar. No iba a darme respuestas, ni a aliviar el peso de lo que sentía. Porque para él, todo esto no tenía la misma importancia.
Y ese pensamiento, más que cualquier ausencia o indiferencia, fue lo que realmente me rompió un poco más.
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Esa noche, en mi cuarto, pensé en todas las veces que había querido decirle lo que sentía y me lo había guardado. En los mensajes que nunca envié. En las palabras que escribí y borré porque sabía que no iban a cambiar nada.
Me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo esperando algo que, en el fondo, ya sabía que nunca iba a llegar.
Porque si a alguien le importas, no tienes que estar descifrando sus señales. No tienes que preguntarte si hoy será el día en que finalmente te elija.
Simplemente lo hace.
Y Joel nunca me había elegido.
No por encima de los demás, no por encima de su orgullo, no por encima de su comodidad.
Tal vez, en algún rincón de su corazón, me tenía un cierto aprecio. Pero no lo suficiente como para hacerlo notar. No lo suficiente como para hacerlo valer.
Me aferré a las pocas veces que me miró como si yo fuera especial. A las pocas palabras dulces que soltó sin darse cuenta. Pero esas migajas no eran amor.
Eran solo eso. Migajas.
Y yo llevaba demasiado tiempo tratando de hacer una cena completa con ellas.
Por primera vez en meses, me permití aceptar la verdad. No la que quería escuchar, sino la real.
Dolió.
Pero, al mismo tiempo, algo en mí se sintió… más liviano.
Como si, al fin, después de tanto tiempo, estuviera empezando a soltarlo.