Siempre pensé que mi destino lo elegiría yo. Desde que era niña había sido un espíritu libre con sueños y anhelos que marcaban mi futuro, hasta el día que conocí a Marcelo Villavicencio y mi vida dio un giro de ciento ochenta grados.
Él era el peligro envuelto en deseo, la tentación que sabía que me destruiría, y el misterio más grande: ¿Por qué me había elegido a ella, la única mujer que no estaba dispuesta a rendirse? Ahora, mí única batalla era impedir que esa obligación impuesta se convirtiera en un amor real.
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Capitulo IX Noche difícil
Punto de vista de Marcelo
Salí del baño usando solo una toalla envuelta en mi cintura. Quería empezar a provocar, a tentar a Diana. Ella era igual a cualquier otra mujer y tarde o temprano caería en mis redes.
—Tápate, que te vas a resfriar —dijo Diana, lanzándome una manta sin mirarme.
—¿Preocupada por tu futuro esposo? —pregunté con cinismo, secándome el cabello con la toalla.
—Obvio que no. Solo temo que mi jefe enferme y muera antes de firmar el certificado de matrimonio —respondió, y en su tono no había más que pragmatismo frío—. Si eso sucediera, me quedaría en la calle.
Su respuesta me sorprendió. Diana era realmente asombrosa; había convertido su dolor en un escudo de hierro. Aunque este juego era mío y no dejaría que ella ganara.
—Pensé que te preocupaba quedarte sin tu luna de miel —caminé hasta ella, acorralándola en el gran sillón. La sombra de mi cuerpo la cubrió.
Sus manos se posaron sobre mis pectorales, no en un gesto de seducción, sino de defensa. En sus ojos no podía ver nada más que desprecio.
—Aléjate de mí. Entiende que no me interesa ninguna relación con ningún hombre. Todos son iguales: mentirosos y traicioneros. —Había dolor y rencor palpables en sus palabras; la traición del tal Sergio realmente la había marcado a fuego.
—Tampoco quiero tu amor, Diana —repliqué, bajando mi voz—. Por ahora me conformo con tu cuerpo.
Diana me empujó con todas sus fuerzas. Su intento solo me movió un centímetro. Su fuerza no se comparaba con la mía, por lo que para mí solo fue una caricia, una suave presión que me recordó su fragilidad.
—Vamos, es hora de irnos a dormir —me levanté, extendiendo la mano hacia ella. Mi tono ya no era seductor, sino de orden.
—Yo dormiré aquí, gracias —dijo, sin moverse del sillón, aferrándose a la manta como su último bastión.
Me reí, un sonido áspero. —No. Mañana te casas con el hombre más rico del país. No dormirás arrugada como una sirvienta en un sillón.
Me agaché, la tomé de la cintura y la levanté sin esfuerzo. Soltó un grito ahogado de sorpresa.
—¡Bájame, Villavicencio! —protestó, golpeando mi hombro.
—Ni se te ocurra volver a alzarme la voz, Diana —Mi paciencia se había agotado. La deposité, con suavidad deliberada, en medio de la inmensa cama.
Me subí a mi lado, la toalla resbaló, pero no me importó. El miedo en sus ojos se intensificó, pero su desafío no disminuyó. Se arrastró hasta el borde, dándome la espalda.
—No te atrevas... —susurró.
—Tranquila —susurré, apagando la luz de la mesita—. Te he dicho que no quiero tu amor, ni voy a forzarte. Pero eres mi esposa, y debes dormir a mi lado. Tendrás un lado de la cama, y yo el otro. No cruces la línea, y yo no cruzaré la tuya. A menos que me lo pidas.
Cerré los ojos, sintiendo la tensión en cada músculo de mi cuerpo. El odio de Diana Vega era palpable, pero su presencia en mi cama era la victoria que había anhelado. La guerra por su mente había comenzado, pero la batalla por su cuerpo ya era una urgencia que me consumiría lentamente. Dormir a centímetros de ella, sin tocarla, era la tortura autoimpuesta que merecía por atreverme a desearla.
Fue una noche difícil para mí, porque Diana durmió como si fuera un bebé. Tanto así que se abrazó a mí, colocando su pierna por encima de mi cintura. Un acto de provocación inconsciente que me hizo perder el control. Giré sobre mi propio cuerpo, quedando a pocos centímetros de sus suaves labios: una invitación a cruzar la línea que habíamos establecido. Sin poder controlar mis instintos, la besé. Al principio, ella correspondió a mis besos y caricias, pero cuando entró en razón, se separó de mí de manera abrupta.
—¿Qué se supone está haciendo? —preguntó asustada.
—Lo que tú deseabas, ¿o acaso me negarás que lo estabas buscando al abrazarte a mí? —la culpé de haberme provocado, sabiendo que era una excusa barata.
—¡Estás loco! Mejor aléjate y no vuelvas a intentar nada, o este trato queda roto.
La vi levantarse de la cama, furiosa o excitada; la verdad, no pude descifrar sus sentimientos. Lo que sí sé es que ahora quedé con más ganas de ella. Ese beso que nos dimos fue adictivo, y sé que pronto caería en mis redes.
Esperé paciente a que saliera del baño. Me senté al borde de la cama, revisando mi móvil. Mi abogado tenía todo listo para que firmáramos el certificado de matrimonio; las cosas se estaban dando más rápido de lo que pensaba.
Poco tiempo después, Diana salió de la ducha. Se veía tan sensual envuelta en esa bata de baño, y mi mente empezó a imaginar las mil maneras en las que podía reclamar ese cuerpo perfecto. El juego de la seducción empezaría una vez firmara el certificado de matrimonio. Una vez fuera mi esposa, haría que se volviera loca por mí y de esa manera ganaría una vez más.
—Cuando salga del baño, debes estar lista. Tenemos una cita con el juez —Mi voz, más ronca de lo habitual, mantuvo la frialdad.
—Como digas. Solo espero que sepas lo que estás haciendo —sus palabras, cargadas de resignación, eran su último acto de desafío.
—Nunca me equivoco cuando de negocios se trata. —Entré al baño, cerrando la puerta con firmeza. Lo del contrato de un año fue más por mi protección que por la de ella.