Romina Bruce, hija del conde de Bruce, siempre estuvo enamorada del marqués Hugo Miller. Pero a los 18 años sus padres la obligaron a casarse con Alexander Walker, el tímido y robusto heredero del ducado Walker. Aun así, Romina logró llevar una convivencia tranquila con su esposo… hasta que la guerra lo llamó a la frontera.
Un año después, Alexander fue dado por muerto, dejándola viuda y sin heredero. Los duques, destrozados, decidieron protegerla como a una hija.
Cuatro años más tarde, Romina se reencuentra con Hugo, ahora viudo y con un pequeño hijo. Los antiguos sentimientos resurgen, y él le pide matrimonio. Todos aceptan felizmente… hasta el día de la boda.
Cuando el sacerdote está a punto de darles la bendición, Alexander aparece. Vivo. Transformado. Frío. Misterioso. Ya no es el muchacho tímido que Romina conoció.
La boda se cancela y Romina vuelve al ducado. Pero su esposo no es el mismo: desaparece por las noches, regresa cubierto de sangre, posee reflejos inhumanos… y una nueva y peligrosa obsesión por ella.
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Noche de bodas
Romina se acercó lentamente. Alexander caminó hacia ella nervioso y, antes de llegar, casi tropieza con la alfombra.
Romina se asustó.
—¿Estás bien? —preguntó.
—S-sí… esposa —respondió él.
Romina mordió su labio, nerviosa.
—No sé cómo hacer esto —admitió.
—Yo… yo sí —dijo tartamudeando Alexander—. Nos enseñan a los hombres estas cosas cuando somos adultos.
Romina asintió.
—¿Y qué hacemos? Supongo que nos acostamos en la cama.
—Sí… así se comienza —respondió él con timidez.
Romina caminó hacia la cama y, nerviosa, se quitó la bata, dejándola a un lado. Quedó solamente con su camisón.
Alexander se quedó mirando su silueta curvilínea, sus hombros, su piel blanca. Cuando Romina notó su mirada, se tapó con las manos.
Alexander dio la vuelta.
—Lo… lo siento.
—No hay problema —respondió Romina.
Ella se acostó en la cama y se cubrió hasta la cintura con la cobija.
—Estoy lista.
Alexander se giró, caminó hacia la cama y se metió bajo las cobijas.
—¿Y ahora? —preguntó Romina.
—Debo… debo estar encima de ti —dijo él mirándola.
Romina asintió. Alexander se acercó, y ella apretó las sábanas con sus manos.
Pero Alexander se detuvo.
—No lo haremos hoy —dijo de pronto.
Romina abrió los ojos sorprendida. Alexander se levantó de la cama y caminó hacia una mesa. Se sentó mirando un tablero de ajedrez.
Confundida, Romina tomó su bata, se levantó y se acercó a él.
—¿No te gusto? ¿Te parezco desagradable?
Alexander levantó la vista, tomó la mano de Romina y dijo:
—No, esposa. Yo te deseo… mucho. Eres la mujer más hermosa que he visto. Pero yo… yo quiero que tú estés segura. Que lo disfrutes.
—¿Que lo disfrute como quién? —preguntó Romina.
Alexander tragó saliva.
—Bueno… cuando los hombres llegamos a cierta edad, los padres nos llevan con ciertas señoritas para que tengamos experiencia… íntima. Ellas nos enseñan cuándo una mujer disfruta y cuándo no. Dicen que si no disfruta puede ser muy doloroso… incluso traumático.
Romina lo miró sorprendida.
—¿Les enseñan esas cosas?
—Sí, esposa. Es importante. Sobre todo para saber si nuestra esposa es pura o no. Dicen que no importa si ellas disfrutan. Pero yo… yo quiero que tú disfrutes.
Romina se llevó la mano al pecho.
—¿Y cuántas veces van con esas señoritas?
—Depende del hombre. Algunos… siempre están aprendiendo.
—¿Y tú sigues aprendiendo?
—No, esposa. Solo fueron dos veces… bueno, tres. Hace mucho. Iba a ir una cuarta vez, pero mi madre me dijo que tu padre había aceptado el cortejo. Y no quise. No sería digno ni decente estar con otra mujer mientras te cortejaba a ti. Te juro que desde que se aceptó el cortejo, no he mirado a otra mujer de forma indecente. Jamás te he engañado. Ni con el pensamiento. Lo juro por la vida de mis padres.
El pecho de Romina se contrajo. Recordó cuando ella había besado a Hugo en el campo… y lo que casi hicieron aquella noche. Recordó que ella sí había cruzado una línea.
Alexander se acercó más a ella, con esos ojos azules enormes.
—Te digo la verdad, esposa. Créeme.
—Te creo —respondió Romina.
—¿En serio? No miento.
—Lo sé.
Romina tocó su rostro y le dio un beso suave. Alexander lo correspondió.
—Esposa… no te preocupes. Te lo prometí: serás feliz.
Romina lo miró a los ojos.
—Quiero hacerlo. Solo guíame.
—¿Qué? —preguntó él sorprendido.
—Quiero ser tu mujer. No sé cómo empezar… pero sé que lo disfrutaré.
—¿Estás segura?
—Sí. ¿Tú quieres?
—Sí —respondió él, casi sin aire.
—Entonces guíame, Alexander. Y no apartes tus ojos de mí.
Alexander tomó su rostro entre sus manos y la besó. Romina le correspondió.
Él deslizó los tirantes del camisón, que cayó suavemente al suelo. Romina se cubrió los senos, avergonzada.
—¿Es feo? —preguntó ella.
—Tienes el cuerpo más hermoso que he visto. Eres una diosa —dijo él con absoluta sinceridad.
Romina sonrió. Él besó su cuello, su espalda, y luego acarició sus senos con una delicadeza temblorosa.
La llevó hasta la cama y se quitó la bata. Romina desvió la mirada, sonrojada.
—¿No te gusta mi cuerpo? —preguntó Alexander.
—No es eso. Es que nunca he visto a un hombre… sin ropa. Me da pena.
Alexander tomó su rostro.
—Eres mi esposa. No tienes que tener pena.
Ella pasó sus manos por sus hombros y brazos fuertes.
—Tus ojos son hermosos… como el cielo —murmuró Romina.
Él sonrió y volvió a besarla.
Alexander subió sobre ella. Romina sintió su peso, su calor, su piel contra la suya.
Cuando las manos de él llegaron a sus piernas, ella se tensó un momento.
—¿Estás bien?
—Sí… solo no estoy acostumbrada a tanta intimidad.
—Si quieres, paro.
—No, Alexander.
Él acarició sus muslos con suavidad. Romina sintió un hormigueo desconocido en su vientre.
—Esposa… debo separarte las piernas y ponerme en medio para hacerte mi mujer. ¿Puedes abrirlas?
—Claro… —respondió ella en un hilo de voz.
Romina abrió las piernas, nerviosa y extrañamente ansiosa.
Alexander se acomodó y volvió a besarla.
—Abrázame. Y si quieres que me detenga, me lo dices.
—Sí —susurró ella.
Romina lo abrazó. Sintió presión en su intimidad, un ardor leve, incomodidad… y deseo.
Su cuerpo respondió solo; sus caderas se movieron hacia él, dándole acceso completo.
Ambos soltaron un gemido suave, mirándose a los ojos.
Alexander comenzó a moverse con lentitud.
Los jadeos de Romina llenaron la habitación. Sus uñas se clavaron en los brazos de él.
La danza se volvió más intensa, más profunda, más íntima.
Romina sintió su cuerpo arquearse. Su mente se borró en blanco. Solo quedó el placer, los cuerpos chocando, el calor, la entrega absoluta.
Un gemido ahogado escapó de sus labios mientras su cuerpo se contraía.
Alexander también llegó, temblando sobre ella.
Ambos quedaron jadeando, aún unidos.
—Esposa… ¿te gustó? —preguntó él, agitado.
—Nunca había hecho algo tan delicioso —respondió Romina.
Alexander dejó su cabeza sobre su hombro.
Romina sintió otra vez ese hormigueo intenso…
Y Alexander volvió a reaccionar dentro de ella.
—¿Lo hacemos otra vez, esposa? —preguntó él.
—Sí, Alexander —dijo ella con la voz temblorosa.
Y la noche apenas comenzaba.
aunque sea feo, la condesa tiene total razón, Romina creció en todo lo bello, pero lo cruel de la sociedad no lo vivió, no lo ha sentido en carne, así que es mejor así.
Y es mejor que Romina se mantenga al margen xq así evitarás que se mal entienda su compadrajo