Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capitulo 8
A Marina la reconfortó ver la incomodidad que mostraba el guapo rostro del español. Habría preferido un empleo y un techo sobre su cabeza, pero eso era mejor que nada. Cuando Anna se acercó en la silla de ruedas y le dijo que podía quedarse con un perrito de la siguiente camada, Marina casi sonrió al ver su expresión atónita.
–Bella es muy lista y todo el mundo quería un perrito suyo la última vez, pero esta vez creemos que el padre es... No importa, aquí hay mucho sitio y tiene pinta de que le gustan los perros.
Perdido por una vez en su vida, el hombre con pinta de que le gustaran los perros tragó saliva, preguntándose si el pueblo entero estaba loco.
–Gracias a los dos... –Cleo, burbujeante de alegría, tomó la mano de Marina y luego la del hombre al que consideraba su benefactor, las unió y las cubrió con la suya.
Marina, con una sonrisa helada, tuvo que luchar contra el deseo de liberar su mano de un tirón. Lo único bueno de la situación era que a él tenía que desagradarle tanto como ella.
–Conseguimos nuestro objetivo, ¡así que no tendrás que afeitarte la cabeza!
Marina, olvidando sus problemas un instante, sonrió con alegría.
–¡Oh, Cleo, eso es fantástico! ¿Hay bastante para que os acompañe Jonás?
–No del todo –concedió la mujer–. Pero tampoco podría faltar tanto tiempo al trabajo. Y tendremos mucho que contarle a papá cuando volvamos a casa, ¿verdad, Anna? –soltó las dos manos y se inclinó hacia su hija, dejando a Marina con la suya entre los largos dedos de Alessandro Belluci.
Mientras Cleo besaba a su hija, el párroco se quitó las gafas para estudiar uno de los cuadros. Marina aprovechó la oportunidad para liberar su mano y lanzar una mirada venenosa a su exjefe.
–Marina, ¡has trabajado tanto! Nunca podremos agradecértelo lo suficiente. Mañana a primera hora vendremos a recogerlo todo –la besó en la mejilla–. Quería que fueras la primera en saberlo. Ahora deberíamos ir a decírselo a los demás.
–Desde luego –corroboró el párroco–. Señor Belluci , su colección de arte es excepcional –apretó la mano del joven con entusiasmo antes de salir de la habitación tras Cleo. Marina lo siguió.
–Señorita Holler, si me concede un momento...
Marina, aunque habría preferido irse, le prometió a Cleo que se reuniría con ella después. Era inevitable que su amiga se sintiera responsable por su despido pero no quería que eso oscureciera ese momento de felicidad para la familia.
Él pasó a su lado y cerró la puerta.
–¿Y entonces?
–¿Qué? –ella se encogió de hombros.
–¿Podría explicarme de qué iba todo eso?
–Lo he intentado antes.
Alessandro apretó la mandíbula. Lo enfurecía que lo hubieran tratado como a una especie de héroe sin saber por qué. Y su ira se centraba en la persona a la que consideraba responsable de todo.
–Pues explíquelo ahora.
–La recaudación de fondos era para Anna.
–¿La niña de la silla de ruedas?
–A Anna la operaron para quitarle un tumor de la espina dorsal. La operación fue un éxito, lo quitaron todo, pero la presión en la médula espinal provocó lesiones y no puede andar. Los médicos de aquí no pueden hacer nada, pero Cleo, su madre, encontró un hospital en Boston que podría ayudarla. Es un tratamiento experimental, pero de momento está teniendo buenos resultados.
–¿Y todo lo de hoy era para esa causa?
Ella asintió. Las cejas de él se juntaron formando una línea recta sobre su nariz aguileña.
–¿Y se puede saber por qué no me lo ha dicho desde el principio?
Ella lo miró atónita. El descaro de ese hombre no tenía precio.
–¿Porque no me ha dado esa oportunidad?
Antes de que él pudiera responder, llamaron a la puerta y Cleo asomó la cabeza.
–Casi se me olvida, mañana celebramos una fiesta en casa. Por favor, venga, señor Belluci.
–Alessandro.
–Alessandro–ella sonrió–. Estoy segura de que Marina conducirá si le apetece beber algo –sugirió con calidez–. Siendo abstemia como es.
Marina avergonzada, se tensó esperando un rechazo total a la invitación. Pero él la sorprendió.
–Eres muy amable por invitarme.
–Fantástico, os esperamos a los dos a las siete –la puerta se cerró.
–No se preocupe, me disculparé en su nombre. Ahora que sabe que no soy una embaucadora, espero que me permita trabajar el periodo de preaviso. No lo pido por mí, pero los niños...
–Todos parecen creer que di el visto bueno a este... este...
–Día de Diversión para recaudación de fondos.
–¿Diversión?
Él esbozó una sonrisa sarcástica que hizo que Marina deseara clavarle un alfiler. Apretó los dientes.
–Se me fue de las manos.
–Parece que tiene problemas para decir que no –miró su boca y se la imaginó diciendo «sí» a muchas cosas. «Sí» y «por favor»–. ¿No se le ocurrió decirme de qué iba todo esto?
–¿Y a usted no se le ocurrió decirme quién era? –le devolvió ella, alzando la barbilla.
–Me ha puesto en una situación imposible –rezongó él con el ceño fruncido.
La lógica le decía que tenía las manos atadas.
Si la despedía pasaría de ser un héroe a un villano en un suspiro, y aunque no le importaba mucho lo que pensaran los lugareños de él, lo preocupaba que la prensa se enterase…