En las áridas tierras de Wadi Al-Rimal, donde el honor vale más que la vida y las mujeres son piezas de un destino pactado, Nasser Al-Sabah llega con una misión: investigar un campamento aislado y proteger a su nación de una guerra.
Lo que no esperaba era encontrar allí a Sámira Al-Jabari, una joven de apenas veinte años, condenada a convertirse en la segunda esposa de un hombre mucho mayor. Entre ellos surge una conexión tan intensa como prohibida, un amor que desafía las reglas del desierto y las cadenas de la tradición.
Mientras la arena cubre secretos y el peligro acecha en cada rincón, Nasser y Sámira deberán elegir entre la obediencia y la libertad, entre la renuncia y un amor capaz de desafiar al destino.
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Los golpes del desierto
Samira seguia arañando al secuestrador, las facciones de el eran duras como el perfil de una roca modelada por los vientos del desierto. Aunque llevaba la cabeza cubierta, intuía que su cabello sería negro, hasta el cuello quizá, tal vez más corto. Tenía hombros anchos y brazos fuertes como si estuviese acostumbrado a soportar la carga de mucho peso.
— ¿Me dirás quien eres?, pregunto él mientras tomaba se quitaba el pañuelo y le ataba las manos.
— Oye, no es necesario esto exclamó Sámira.
— Eso pienso yo, pero no has parado de golpearme.
¿ Qué clase de monstruo era su secuestrador?. Un monstruo del desierto. La clase de monstruo que veía a las mujeres como meros objetos. Sintió que le picaban los ojos, pero se negaba a llorar. Ella nunca se mostraba vulnerable. ¿Para qué? De modo que se juró resistir. Con la misma tela también le ato los tobillos y comenzó a caminar hacia donde había fuego, ¿ como no lo había visto?
— No puedes dejarme así, aquí.
— ¿Asi que aparte de arañar hablas?, pregunto Nasser . Estupendo mi noche se pone más interesante comento, mientras se agachaba junto al fuego. Nasser levantó la vista y la miro la cabra se había colocado junto a ella.
El olor de la comida comenzó a llegar hacia ella. Sintió un retortijón en el estómago y deseó haberse quedado en su casa mientras cerraba los ojos para no llorar. De acuerdo; su padre era un monstruo y sus hermanos la trataban como a una criada, pero habia pequeñas compensaciónes como sus hermanas y su madre que siempre era cariñosa.
Tal vez Laila no comprendiera como se sentía ella, pero estaba segura que la quería
Entonces abrió los ojos y vio a su secuestrador frente a ella. Se había quitado el manto que le cubría la cabeza. Con unos simples pantalones de algodón y una túnica, no debería haber parecido tan formidable. Se cernía sobre ella como un dios y su silueta se recortaba contra un bonito cielo negro lleno de estrellas. Pero no eran esas luces titilantes lo que más le llamaba la atención esa noche. Sino un hombre alto, de pelo negro, corto. A pesar de que era de noche, apreció un destello de dientes blancos cuando él le sonrió.
— Me llamo Nasser ¿ tu como te llamas?, pregunto.
Sámira dudo.— Laila mintió ella. ¿Puedes soltarme?, no voy a escapar.
— ¿Laila?. No se, no pareces muy confiable. ¿Qué haces en el desierto sola?, ni comida llevas.
El estómago de ella comenzó a rugir y en el rostro de Nasser apareció una enorme sonrisa.—Eso podría devorarse un camello.
Samira se sintió humillada, y llego a la conclusión de que ese hombre era un idiota.
— Ahorrese sus comentarios, no me interesa su opinión.
— Pues deberías comenzar a escuchar las opiniones, no parece que tengas mucho sentido común.
— Aunque no lo crea tengo sentido común, agua y comida. Allí en la bolsa qué solté junto a la cabra.
—¿Y qué me dices del sentido común de estar sola en el desierto? —dijo él mientras se ponia de pie y buscaba la bolsa que había soltado.
— Eso es mío grito Samira al ver que el desvergonzado metía la mano.
Nasser comenzó a reír, con estruendosas carcajadas.
— Creo que me haré rico vendiendo tus provisiones exclamó burlón al tocar un par de dátiles y el odre con agua qué había quedado en el suelo.
Nasser regreso junto al fuego y revolvío la cacerola.
Samira cerró los ojos una vez mas y volvió a apoyar la cabeza sobre sus rodillas.
—Tienes sed—murmuró.
Samira, abrio los ojos y lo miro estaba junto a ella y sin pensar le dio un sorbo de la taza que el hombre le sostenía. El agua estaba fresca y limpia. Tragó con avidez el líquido vital. Jamás le había sabido nunca tan rico, tan perfecto. Cuando terminó, Nasser dejó la taza en el suelo y levantó el plato.
Samiró los trozos de carne y las verduras, miró las manos del secuestrador.
—¿No pensarás darme de comer?—dijo levantando las muñecas atadas—. Si no quieres soltarme, deja al menos que coma por mi cuenta.
Le desagradaba que tocase su comida. Aunque estaba hambrienta y el hombre parecía limpio. A pesar de que, bajo el intenso calor del desierto, su secuestrador no olía feo todo lo contrario, se sentía cierta fragancia.
—Hazme el honor —contestó él burlonamente al tiempo que le ofrecía un trozo de carne.
Samira supuso que debería haberse negado, pero tenía el estómago demasiado vacío. De modo que se agachó y comió la carne, asegurándose de que sus labios no tocaran los dedos del hombre en ningún momento.
Después de tragar, se humedeció los labios.
— ¿ Tú no eres de aquí?, pregunto.
—¿Por qué lo dices?.
—Tu forma de hablar.
—Naci en Rhaydan contestó sonriente el hombre. — También es Raleigh.
—Aunque no te lo creas, no soy idiota —repuso ella tras masticar y tragar.– Sé cosas.
—¿Qué cosas, pajarito? —el hombre le lanzó una mirada que pareció apoderarse de su alma.
— Yo... Se libró de contestar gracias a que el secuestrador le ofreció un trozo de verdura. Esa vez, en cambio, tuvo menos cuidado y el borde de su dedo índice le rozó el labio inferior. Nada más notar el contacto, sintió algo extraño en su interior. Había envenenado la comida, pensó. Seguro que habían condimentado la comida con algo mortal.
—¿Quién eres? —preguntó él—. ¿Qué haces sola en el desierto?
Lleno el estómago, Sámira se sentía menos débil y asustada. Pensó en mentirle, pero nunca se le había dado bien. Podía negarse a contestar, pero la mirada de Nasser la intimidaba. Lo más sencillo sería contarle la verdad. O, al menos, parte de ella.
—Voy camino a Jaddara.
Esperó una reacción de interés o incredulidad. Pero no que echara la cabeza hacia atrás y soltase una risotada que resonó por todo el desierto. —Ríete si quieres —espetó Sámira indignada—. Es verdad. Sé perfectamente dónde está y voy hacia alli.
— ¿Dime el agua de aquí tiene alucinógenos?, ¿Caminarás hasta Jaddara?. Nasser volvió a reír.– No tienes mucho sentido común pero eres graciosa.
— Me alegro de que te diviertas, ¿dime siempre eres tan odioso?, pregunto Sámira.
—¿Odioso por hacerte una observación?, pregunto él.
— Observacion que no te he pedido exclamó ella.
Nasser fruncio el ceño.— Aquí te va otra, es mas inteligente un camello que tu, y eso es mucho decir. Estamos a 1400 kilómetros de Jaddara en un vehículo a unos 50/ 70 kilómetros tardarías veinticuatro horas en llegar . A caballo forzando el paso y sin descanso veinticinco dias siendo por demas generoso. – Ella abrió los ojos y Nasser sonrió.– Lo que quiere decir que tú te tardarás al menos cuarenta días. Pero por suerte tienes suficiente comida y agua, jajaja...
Samira lo escucho, ella no podía estar tanto tiempo en el desierto.
— Voy hacia Durham, podría dejarte en Wadi Al-Rimal esta a unas tres horas de aquí en auto, si tienes dinero alguien te cruzara.
— Puedes soltarme, exclamó ella moviendo las manos.
— Por supuesto. Nasser
— ¿Y tu camello?, ¿también andas caminando?, pregunto Sámira.
— ¿Mi camello?, pregunto él. Así que no había visto la camioneta, ¿ no sería tan tonta de querer robarle?.
Esta descansando en aquel sector, no tengo por costumbre compartir con los animales, serán muy tiernos pero su olor se pega dijo Nasser mirando la cabra que estábamos pegada a ella.
¿ Estaba ese idiota insinuando que tenía mal olor?, se preguntó. Decidida a seguir con su plan Sámira acarició al animal y se puso de pie.
— ¿ Puedo acercarme al fuego?, pregunto moviendo la mano.
Nasser movio sus manos y asintió.
Sámira se arrimó lentamente al fuego, frotándose las muñecas como si el roce de las cuerdas aún la lastimara. Nasser estaba agachado, removiendo la cacerola con aire distraído, él no había comido. Ella bajó la vista y, con aparente calma, estiró los dedos hasta alcanzar uno de los palos que servían para mantener el fuego vivo.
El corazón le latía con tanta fuerza que temió que él pudiera oírlo. Ahora o nunca, se dijo.
Reuniendo todo el valor, levantó el palo y descargó un golpe seco contra la espalda de Nasser. El hombre soltó un gruñido y cayó de rodillas. Sin darle tiempo a reaccionar, Sámira lo golpeó de nuevo en la cabeza hasta verlo desplomado sobre la arena.
Jadeando, tiró el palo y corrió. La cabra baló a sus espaldas, como si la despidiera...