MATE

–Estoy bien. Puedo hacerlo sola –replicó, pero su voz traicionaba su inseguridad.

–Emma –dije en un tono que no admitía discusión–. No vas a hacerlo sola.

Sin esperar más, me acerqué y la tomé de la cintura, levantándola con facilidad y posándola sobre el mesón del baño. Ella soltó un pequeño jadeo, sorprendida, pero no se resistió. Sus ojos buscaron los míos con una mezcla de confusión y algo más que no pude identificar del todo.

La giré ligeramente para que quedara de espaldas al espejo. Mi mirada bajó a sus heridas, y aunque me esforzaba por enfocarme en ellas, mi lobo estaba demasiado consciente de lo cerca que estaba su cuerpo del mío.

–¿Dónde tienes el botiquín? –pregunté, intentando mantener la calma.

–En el armario de la cocina –respondió en un murmullo, sus manos todavía cubriendo parte de su torso.

Asentí y me obligué a soltarla, aunque cada fibra de mi ser se quejaba por alejarme.

–Espera aquí. No te muevas –le ordené.

Salí del baño rápidamente, agradeciendo el momento para recuperar algo de control. Encontré el botiquín en el lugar que había mencionado y regresé en menos de un minuto. Cuando volví al baño, ella seguía en la misma posición, pero había bajado la mirada, como si evitara encontrarse con la mía.

Abrí el botiquín y saqué lo necesario para limpiar y vendar sus heridas.

–Esto puede doler un poco –advertí mientras tomaba un algodón y lo empapaba con antiséptico.

Ella asintió, pero cuando el algodón tocó la piel abierta de su rodilla, se encogió ligeramente, siseando de nuevo.

–Te dije que dolería –murmuré, tratando de concentrarme en la tarea y no en lo hermosa que se veía incluso cuando estaba molesta.

–¿Siempre eres así de autoritario? –espetó, pero su tono carecía de verdadero enojo.

–Solo cuando alguien que me importa está herido –respondí automáticamente, sin darme cuenta de lo que había dicho hasta que las palabras salieron.

La vi tensarse, pero no dijo nada. Terminó quedándose en silencio mientras limpiaba y vendaba cada una de sus heridas con cuidado. Cada toque era un recordatorio de lo delicada que era, pero también de lo fuerte que había sido al enfrentar todo lo que había pasado.

Cuando terminé, me alejé un paso, tratando de darle espacio.

–Listo. Ya está –dije en voz baja.

Ella levantó la mirada hacia mí, y por un momento, parecía que iba a decir algo, pero se detuvo. Sus ojos estaban llenos de preguntas, pero sabía que aún no estaba lista para hacerlas.

Después de terminar de vendar sus heridas, no podía evitar que mi mirada regresara constantemente a las marcas en su piel. Cada corte y rasguño era un recordatorio de que no estuve ahí para protegerla. Eso me carcomía por dentro.

–¿Te duelen? –pregunté en voz baja, aunque sabía la respuesta.

Ella asintió, mirando al suelo, como si no quisiera admitirlo.

–¿Qué tanto? –insistí.

–Podré vivir con ellas –respondió, su tono firme, pero no podía ocultar el temblor en su voz.

Eso no fue suficiente para mí. Me agaché frente a ella y pasé mis dedos suavemente por la herida en su rodilla, pero luego presioné ligeramente, probando cuánto le dolía.

–¡Ah! –soltó un gemido de dolor, apartando la pierna instintivamente.

Mi lobo gruñó antes de que pudiera detenerlo, y el sonido salió de mis labios. Sentí una ola de rabia al imaginar la escena de ese maldito lobo lastimándola.

–En cuanto terminé contigo –dije, mi voz grave, cargada de amenaza–, voy a encontrar a ese bastardo y lo voy a matar por haberte hecho esto.

Emma levantó la mirada hacia mí, sus ojos llenos de incredulidad y rabia.

–¿Qué? –espetó, cruzándose de brazos–. ¿Ese lobo también es un hombre?

Asentí sin titubear.

–Sí.

Su expresión cambió al instante, pasando de la confusión al enojo puro.

–Entonces planeas matar a un animal y a un hombre, ¿es eso? ¡Y uno de los tuyos! –dijo, alzando la voz y señalándome con el dedo como si acabara de cometer un crimen imperdonable.

Su acusación me tomó por sorpresa, pero no iba a retroceder en esto.

–No me importa si es un lobo o un hombre –respondí, mi tono firme–. Nadie puede lastimarte y salir ileso.

Emma se levantó del mesón del baño, a pesar de que claramente estaba adolorida, y se enfrentó a mí con una furia que igualaba la mía.

–¿Crees que puedes decidir por mí? ¿Convertirte en un juez, jurado y verdugo solo porque soy tú... lo que sea que creas que soy para ti?

Di un paso hacia ella, mi propia rabia encendiéndose de nuevo.

–Eres mía –gruñí, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas–. Y nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho de tocarte o hacerte daño.

–¡No soy tu posesión, Andrew! –respondió con un grito, su rostro a centímetros del mío–. No puedes ir por ahí matando a cualquiera que me lastime. ¿Qué sigue? ¿Golpear a alguien porque me miró mal?

Su enojo me golpeó con fuerza, pero también me hizo darme cuenta de algo. Ella no entendía lo que significaba para mí, lo que su seguridad significaba para mi lobo, para mi ser entero.

Suspiré, pasando una mano por mi cabello mientras intentaba calmarme. Pero no podía. La idea de alguien haciéndole daño... me era intolerable.

–No lo entiendes –murmuré, tratando de que mi voz no sonara tan cargada de frustración–. Si algo te pasara...

Emma me interrumpió, señalándome con el dedo una vez más.

–Entonces vive con ello, Andrew, porque no puedes controlar todo lo que me pase. ¡Así no funciona esto!

Nos quedamos en silencio, ambos respirando pesadamente. Sus palabras eran como un balde de agua fría, pero no podía negar lo que sentía. Todo mi ser estaba hecho un desastre, dividido entre la necesidad de protegerla y el deseo de no perderla por mi propia terquedad.