Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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Paseo a caballo
La mañana amaneció clara sobre Londres, con un cielo que parecía más propio de primavera que del invierno que se avecinaba. Los rayos del sol se filtraban a través de las altas cortinas de encaje en la habitación de Eleanor Whitmore, iluminando los muebles oscuros y la colcha bordada de su cama. La joven aún permanecía recostada, con la mirada fija en el techo, mientras el murmullo de pasos y el tintineo de bandejas en el pasillo le recordaban que la vida en el palacio seguía con su misma rutina inmutable.
Anne, su doncella, entró poco después con un vestido colgado del brazo.
—Buenos días, señorita. Su madre desea que hoy acuda a la visita con Lady Montclair —informó, dejando el vestido sobre un sillón.
Eleanor rodó los ojos y se incorporó lentamente.
—¿De nuevo con Lady Montclair? —preguntó con un dejo de fastidio—. No entiendo por qué debo escuchar sus interminables historias sobre bodas y herencias.
Anne sonrió con discreción.
—Quizá porque su madre lo considera… prudente.
Eleanor suspiró y caminó hacia la ventana. La vista del jardín la llamó con fuerza: los rosales aún conservaban algunas flores tardías, y más allá, los establos aguardaban con el sonido lejano de cascos contra la tierra. En ese instante, una idea se apoderó de ella con la fuerza de un anhelo contenido.
—No, Anne. Hoy no iré con mi madre. Quiero montar a caballo.
La doncella palideció.
—¿Sola? Su madre no lo permitirá…
Eleanor se giró, con esa chispa rebelde que tan a menudo escapaba a su control.
—Entonces no se lo diremos. Prepara mi ropa de montar.
Una hora después, Eleanor descendía los escalones de mármol hacia el jardín, vestida con un traje de montar en tonos oscuros, sobrio pero elegante. Sus botas resonaban sobre el empedrado, y una emoción infantil latía en su pecho: la sensación de escapar, aunque fuera por unas horas, de la jaula dorada en la que vivía.
Un mozo de cuadra se apresuró a presentarle a Auster, su caballo favorito, un corcel negro de temperamento fuerte.
—¿Desea que alguien la acompañe, señorita? —preguntó el joven, inseguro.
Antes de que Eleanor respondiera, apareció un guardia de la casa Whitmore.
—Señorita, mi deber es escoltarla. Su madre no aprobaría que cabalgara sola.
Eleanor le sostuvo la mirada, con una mezcla de dulzura y firmeza.
—Su deber es obedecerme. Y yo deseo estar sola. Si alguien pregunta, puede decir que me acompaña desde lejos.
El guardia vaciló, pero el tono de la muchacha no admitía réplica. Finalmente, bajó la cabeza y se apartó. Eleanor montó a Auster con destreza, sintiendo la tensión contenida del animal bajo sus manos. Con un ligero toque de talones, salió al galope por el sendero que llevaba al campo abierto.
El aire frío le azotó el rostro, despeinando los mechones sueltos que se escapaban de su sombrero de montar. Cada zancada del caballo la alejaba más del palacio, de las normas, de los compromisos sociales. Por primera vez en semanas, Eleanor respiró profundamente y sonrió con sinceridad.
“Así es como debería ser la vida”, pensó. No entre candelabros y cortesías vacías, sino aquí, bajo el cielo abierto, con el corazón latiendo a la par del galope.
Durante varios minutos, cabalgó sin rumbo, hasta internarse en un bosque cercano. El sol filtraba haces de luz entre los árboles, pintando destellos dorados en el suelo húmedo. Eleanor aflojó las riendas y dejó que Auster bajara el ritmo, disfrutando del murmullo del viento en las ramas.
Fue entonces cuando ocurrió.
Un ave, asustada por el ruido, salió volando de entre los arbustos. El caballo relinchó, se encabritó y dio un giro brusco. Eleanor, tomada por sorpresa, perdió el equilibrio. Sintió que las riendas se le escapaban de las manos y que el mundo giraba con una rapidez vertiginosa.
Un grito escapó de su garganta. Estaba a punto de caer.
Pero unas manos firmes la sujetaron en el aire antes de que tocara el suelo. Eleanor, jadeante, alzó la vista y se encontró con un rostro que le perseguia en sueños: Alaric Davenport.
Él la sostenía con una fuerza sorprendente, como si su cuerpo pesara menos de lo que realmente debía. Sus ojos oscuros, intensos, la observaban con una calma inquietante.
—Debo decir que elegir este sendero sola ha sido… temerario, señorita Whitmore —murmuró, con esa voz grave que parecía acariciar y reprender al mismo tiempo.
Eleanor, aún con el corazón desbocado, apenas pudo articular palabra.
—Yo… no esperaba encontrar a nadie aquí.
Alaric la ayudó a ponerse de pie, sin apartar su mano de su brazo, como si temiera que pudiera desplomarse de nuevo.
—Y, sin embargo, me ha encontrado a mí. —Una ligera sonrisa curvó sus labios, pero sus ojos permanecían serios.
Eleanor se sonrojó y apartó la mirada.
—No necesitaba un salvador.
—El suelo habría sido menos indulgente que yo —replicó él, inclinando levemente la cabeza.
Alaric sujetaba las riendas de Auster, que resoplaba con un aire digno. El caballo negro de Eleanor tenía un hocico blanco, y sus patas también estaban manchadas de ese color níveo que resaltaba bajo la luz filtrada del bosque. Pese a la tensión del momento, transmitía calma y cierta nobleza acogedora, como si reflejara en su porte lo que Eleanor misma trataba de ocultar en su interior.
El caballo de Alaric, en cambio, era completamente distinto: un corcel tan oscuro que parecía absorber la luz, con ojos extrañamente rojizos que brillaban en penumbra. Se mantenía quieto, pero había en él una fuerza latente, peligrosa, que hacía difícil mirarlo sin estremecerse. Eleanor no pudo evitar comparar la silenciosa comunicación entre ambos animales con la suya propia con Alaric: opuestos, pero unidos por una atracción inevitable.
Alaric notó hacia dónde se dirigía la mirada de Eleanor.
—Curioso, ¿verdad? —dijo con un tono bajo, casi confidencial—. Nuestros caballos parecen conocerse mejor que nosotros.
Eleanor, algo incómoda, acarició el cuello de Auster.
—El suyo me intimida.
—Como su dueño, imagino.
Ella lo miró de reojo, sorprendida por su franqueza.
—Tal vez —admitió, aunque intentó sonar desafiante—. Pero mi Auster no se deja intimidar tan fácilmente.
Alaric sonrió levemente, esa sonrisa suya que parecía guardar un secreto.
—Ni su jinete.
Él tomó las riendas de ambos caballos y los ató a un tronco cercano. Después, señaló un claro cubierto de hojas secas.
—Descansemos un momento. No es frecuente encontrar compañía tan… intrigante en mitad del bosque.
Eleanor dudó unos segundos, pero finalmente aceptó. Se sentó sobre una raíz ancha, acomodando su falda de montar, Alaric se sentó a su lado.
El silencio se prolongó, solo interrumpido por el resoplar de los caballos. Fue Eleanor quien lo rompió.
—¿Siempre aparece en el momento exacto en que lo necesito?
Alaric alzó una ceja.
—¿Lo necesita usted?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—Yo… no lo sé. Pero estaba a punto de caer, y usted… —se interrumpió, mordiéndose el labio—, usted estaba allí.
Alaric se inclinó un poco hacia ella, apoyando una mano en el tronco que los separaba.
—Quizá fue casualidad. Quizá destino.
Eleanor desvió la mirada hacia Auster, que observaba al caballo de Alaric como si lo desafiara en silencio.
—No creo en el destino.
—Entonces créame a mí —replicó él, sin apartar la mirada de ella.
Eleanor, intentando recomponerse, fingió interés por otra cosa.
—Su caballo… tiene una mirada extraña. Casi parece humana.
—No todos los ojos revelan lo que guardan —respondió Alaric con calma, acariciando el cuello del animal oscuro—. Y a veces es mejor así.
Eleanor lo estudió con atención.
—¿Y usted? ¿Qué guarda?
Él rió suavemente, un sonido bajo y casi melancólico.
—Más de lo que conviene contar en un paseo inocente.
La joven sintió un escalofrío. No sabía si era miedo o fascinación, pero no podía apartarse de él.
—Me habla como si yo no pudiera soportar la verdad.
Alaric se inclinó un poco más, sus ojos oscuros clavándose en los suyos.
—Tal vez pueda. Pero no estoy seguro de que quiera.
El silencio volvió, cargado de tensión. Detrás de ellos, Auster y el caballo oscuro se observaban todavía, quietos, como dos centinelas que supieran más de lo que sus jinetes podían admitir.
El silencio que siguió estuvo cargado de electricidad. Eleanor sintió que su corazón latía más rápido, aunque no podía decidir si era por el susto, por el peligro… o por él.
Finalmente, Alaric se levantó y le tendió la mano de una forma elegante para ayudarla a levantarse.
—La escoltaré de regreso. No cometerá dos imprudencias en un mismo día.
Eleanor quiso protestar, pero se contuvo. Algo en la firmeza de su tono, en la seguridad con la que hablaba, hacía imposible contradecirlo. Así, cabalgaron juntos de regreso, ella ligeramente por delante, él vigilándola desde su montura oscura.
Cuando alcanzaron los jardines del palacio Whitmore, Eleanor se detuvo y lo miró.
—Gracias —dijo, aunque le costara admitirlo.
Alaric inclinó la cabeza, con esa sonrisa enigmática que nunca revelaba del todo sus pensamientos.
—Nos veremos pronto, señorita Whitmore. —Y, sin añadir nada más, giró su caballo y desapareció entre los árboles.
Eleanor permaneció inmóvil unos instantes, con la respiración entrecortada. Solo cuando regresó al palacio comprendió lo que le había ocurrido: no había sido solo un rescate. Había sido una advertencia, un recordatorio de que él siempre parecía estar donde ella menos lo esperaba.
Y, pese a todo, no podía negar que lo deseaba cerca.