De Sirvienta A Reina

Tal y como Eyra prometió al rey Arcturus, ella escogió personalmente a las personas que formarían parte del círculo encargado de replicar la cura. Entre ellos estaba Oliver Greenwood, su mano derecha, quien no solo había demostrado lealtad, sino también una mente brillante y una intuición botánica que complementaba la de Eyra.

Cuando ninguno de ellos estaba presente, la supervisión recaía en el sanador Maelis Thorne, primo de la reina Aurora y testigo directo del ritual bajo la luna en el que Eyra había creado el hechizo catalizador. Maelis era un hombre de voz suave, mirada profunda y una paciencia que lo hacía ideal para mantener la integridad del proceso. Su vínculo con la reina lo convertía en una figura de confianza, y su respeto por Eyra era absoluto.

En poco tiempo, la noticia se esparció: la cura para la plaga había sido creada. Sería producida en masa y administrada gratuitamente a todo aquel que la necesitara. El rey Arcturus cumplió su palabra. El nombre de la creadora no fue revelado. Quien daba la cara ante el público era Miranda, elegida por Eyra para representarla. Su elegancia, firmeza y sabiduría la hacían perfecta para el papel. Oliver también recibió reconocimiento público, lo que elevó el prestigio de la familia Greenwood. El marqués Roland, al enterarse, no pudo ocultar el orgullo por su hijo.

En menos de un año, la plaga fue erradicada del continente de Valdoria.

Pero Eyra no se detuvo ahí. También comercializó las pociones que había desarrollado para curar heridas sin necesidad de sanadores. Esto revolucionó la medicina mágica, aliviando la carga de los sanadores y permitiendo que los tratamientos llegaran a zonas remotas.

Eyra volvió a la Academia. Siguió estudiando, perfeccionando su alquimia, su magia, y su estrategia. Se convirtió en una de las estudiantes más destacadas que jamás hayan pasado por la Academia Real de Cryovent.

Y fue entonces que comenzó su entrenamiento con la reina Aurora.

Aurora no era una reina común. Era una bruja de linaje antiguo, descendiente de las guardianas de Lysarien, mujeres que habían dominado los cinco elementos y el arte de la magia ritual. Su poder era vasto, pero su enfoque era distinto al de Eyra. Aurora trabajaba con símbolos, con la energía de los astros, con pactos sellados en sangre y fuego. Eyra, en cambio, era alquimia pura: precisión, lógica, intuición, y una magia que nacía de la mezcla perfecta.

El contraste entre ambas hizo que el entrenamiento fuera intenso… y fascinante.

Aurora le enseñó la historia de las primeras brujas: mujeres que no solo lanzaban hechizos, sino que tejían el destino de reinos enteros. Le mostró los grimorios antiguos, con hechizos escritos en lenguas olvidadas, y le enseñó a leer los signos del cielo, a canalizar la magia de los eclipses, y a invocar el poder de los elementos sin necesidad de palabras.

Eyra, por su parte, le enseñó a Aurora cómo la alquimia podía ser más que ciencia. Le mostró cómo una poción bien formulada podía curar lo que ni la magia divina lograba. Le explicó la lógica detrás de cada ingrediente, y cómo el alma de una planta podía ser despertada si se la trataba con respeto y precisión.

Aurora quedó sorprendida. Como Raven aquel día en el convento, la reina vio en Eyra algo que no se podía enseñar: una chispa única, una forma de ver el mundo que combinaba lo místico con lo racional.

—Tu magia no nace del poder —le dijo Aurora una noche, mientras practicaban bajo la luz de la luna—. Nace del propósito. Y eso… eso es lo que te hace peligrosa.

Eyra sonrió. Pensó en Raven, en sus ojos esmeralda, en la última vez que lo vio. Esperaba que sus caminos se cruzaran de nuevo. Pero por ahora, tenía una reina que la entrenaba, un continente que la respetaba, un legado que apenas comenzaba a escribir y una venganza que cumplir.

Ocho años después.

El tiempo había pasado volando, y con él, Eyra dejó de ser aquella niña de doce años para convertirse en una joven de diecinueve, de presencia imponente y mirada que hablaba más que cualquier palabra. En la Academia Real de Cryovent era respetada, admirada, temida por algunos y reverenciada por otros. Este año, se graduaría con honores.

Los grandes jardines de la Academia estaban llenos. Familias, profesores, antiguos alumnos, y la familia real de Cryovent se habían reunido para presenciar la ceremonia. En la tarima, la directora —una mujer joven, de no más de treinta años, que había asumido el cargo tras la ejecución del ex director por intento de asesinato contra el rey y el príncipe heredero— daba su discurso. Su voz era firme, orgullosa.

Tras felicitar a los graduados, dio una señal. Los profesores se acercaron a los alumnos, entregándoles sus diplomas. Luego, la directora volvió a tomar la palabra y anunció con orgullo a los tres mejores graduados del año: en tercer lugar, una joven hija de marqueses del Imperio de Alderidge; en segundo, Oliver Greenwood; y en primer lugar… Eyra Rosenberg.

La ovación fue inmediata.

Después de la ceremonia, se ofreció una pequeña fiesta. Pero Eyra no estaba allí. Se encontraba en su habitación, recogiendo sus pertenencias. Su tiempo en la Academia había terminado.

—Irrumpir en la habitación de una dama sin haber sido invitado es de mala educación, joven Greenwood.

—No es de mala educación si se entra con buenas intenciones —respondió Oliver, apoyado en el marco de la puerta, con su sonrisa coqueta—. A no ser, claro, que la dama prefiera que sean malas.

Eyra contuvo la sonrisa y se giró, quedando frente a él.

—Nunca pensé que te irías sin tan siquiera despedirte.

—Irme sin despedirme es mi especialidad. No me gustan las despedidas… ni los lloriqueos.

—Oye, yo no lloriqueo —dijo con una sonrisa apenas dibujada, acercándose a ella—. ¿No me dirás siquiera a dónde vas?

—No te debo explicaciones, Greenwood. Nunca te las he dado, y no empezaré ahora.

—Cierto, no me las debes —se inclinó, sus labios casi rozando los de ella—. Solo espero que te vaya bien… donde sea que vayas.

Se alejó hacia la puerta. Eyra volvió a lo suyo, pero de pronto Oliver la tomó del brazo, la giró y la pegó a su cuerpo. Sin previo aviso, le plantó un beso en los labios. Eyra se quedó quieta, sorprendida. Oliver la sujetó por la cintura, mordió su labio inferior, provocando un jadeo que aprovechó para profundizar el beso. Esta vez Eyra respondió. Lo devolvió con la misma intensidad. Se separaron solo cuando el aire les faltó.

Oliver la observó, pasó su dedo por su labio, limpiando un pequeño hilo de sangre.

—Es un beso para la buena suerte —acarició su mejilla y luego besó su frente—. Cuídate mucho, naranjita. Y recuerda que soy tu perro fiel… siempre contarás conmigo.

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A la mañana siguiente, Eyra viajaba en un carruaje rumbo a la capital de Eldoria. En sus manos sostenía una carta: había sido aceptada para el puesto de doncella en el palacio real. Había solicitado el cargo meses atrás, como doncella personal de la reina. Otra chica había ganado el puesto, pero le dijeron que si surgía una vacante, la contactarían.

Eyra no creía en casualidades.

Así que creó una vacante.

Tenía prisa. En dos meses comenzarían los sucesos de la novela. Sunna haría su aparición. Y Eyra debía estar allí, en el corazón del palacio, cuando todo comenzara.

—Mi venganza ha comenzado.