Corazón de Sangre Y Seda
La gran sala del palacio Whitmore brillaba como un firmamento de candelabros. Cada lámpara lanzaba destellos dorados sobre los vestidos de seda y los trajes impecables de los caballeros, mientras el murmullo de las damas se mezclaba con el tintineo de copas de cristal y el suave rasgueo de los instrumentos de la orquesta. El aroma del incienso y de los perfumes más finos flotaba en el aire, mezclándose con el delicado olor de los pasteles puestos sobre las mesas de plata. Eleanor Whitmore, con su vestido color esmeralda que caía con elegancia sobre el suelo de mármol, se apoyó ligeramente contra un pilar, observando la escena con una mezcla de aburrimiento y curiosidad.
Los bailes de la alta sociedad tenían siempre la misma coreografía: sonrisas educadas, conversaciones vacías y miradas evaluadoras. Eleanor sentía que, aunque la admiraban, la trataban como si fuera un adorno más en la ostentosa sala. Su madre, Lady Margaret, paseaba por el salón con paso firme, saludando a conocidos y presentando a Eleanor a cada caballero disponible, mientras murmuraba discretamente recordatorios sobre postura, sonrisas y cortesías.
—¿Por qué todo tiene que ser tan predecible? —murmuró Eleanor para sí misma, mientras los pasos de baile de los demás invitados seguían un ritmo monótono. Su dama de compañía, Anne, la observaba con discreta preocupación, consciente de la insatisfacción que brotaba de Eleanor.
Fue entonces cuando Alaric Davenport entró por la puerta doble, y por un instante, todo pareció detenerse. Alto, pálido y elegante, caminaba con la seguridad tranquila de quien sabe que todo el salón notará su presencia sin que él haga ningún esfuerzo. Sus ojos oscuros recorrían la sala con una calma que contrastaba con la algarabía de los invitados. Nadie se atrevía a mirarlo directamente, y aun así, su sola presencia llenaba cada espacio. Eleanor sintió un escalofrío recorrerle la espalda: había algo en él que la atraía y la inquietaba al mismo tiempo.
—¿Quién es ese? —susurró Eleanor a Anne, bajando la voz.
—Un Davenport —respondió la joven—. Los hermanos son muy respetados, aunque excéntricos… y siempre aparecen con su familia en contadas ocasiones. Nadie sabe algo de con seguridad de esa familia.
Eleanor sonrió ante la vaguedad de la explicación. Aquello solo aumentaba su curiosidad. Mientras observaba, notó cómo Alaric conversaba con algunos invitados, su porte inmutable y su mirada intensa hacían que cada movimiento pareciera calculado, aunque con una gracia natural que no podía fingir. Incluso la forma en que inclinaba ligeramente la cabeza al saludar a una dama parecía medida, perfecta, pero había algo raro en él.
Aun así, su atención fue interrumpida por el acercamiento de Lord Henry Ashford, el pretendiente que su madre esperaba que considerara como futuro esposo. Henry tenía la sonrisa confiada de un hombre acostumbrado a obtener lo que quiere y un aire de arrogancia que podía irritar a cualquiera.
—Mi querida Eleanor, ¿me concederá este baile? —dijo, ofreciendo su brazo con excesiva teatralidad.
Eleanor aceptó por cortesía, aunque su corazón no estaba en ello. Mientras giraban suavemente al compás de la música, no pudo evitar que su mirada buscara nuevamente a Alaric. Sus ojos se encontraron por un instante, y Eleanor sintió que la habitación se vaciaba a su alrededor. La música parecía más tenue, los murmullos se desvanecían y solo quedaba él, con una expresión enigmática que prometía secretos que aún no comprendía.
—Espero que no me juzgues por aburrirme tan pronto —susurró Eleanor, con un dejo de ironía mientras giraban.
Henry frunció el ceño, sorprendido por la franqueza de Eleanor, pero se limitó a sonreír con arrogancia, incapaz de comprender la chispa de vida que ella mostraba. Mientras giraban, Eleanor sintió un cosquilleo extraño al volver a ver a Alaric, quien parecía observarla desde un extremo del salón, aunque ella sabía que no se atrevía a acercarse.
Desde un rincón, Lady Beatrice Montclair hizo su aparición. Vestida de un rojo intenso, su porte altivo y su sonrisa calculada dejaban claro que estaba allí para brillar y no para conversar. Su mirada cayó sobre Eleanor y una chispa de celos se encendió: Beatrice conocía muy bien su lugar en la sociedad, pero detestaba que alguien irrumpiera en la atención de los demás, especialmente alguien que, como Eleanor, parecía poseer un magnetismo natural.
—Whitmore… —susurró Beatrice a una amiga cercana, con una sonrisa cortante—. Siempre tan… peculiar.
Eleanor percibió el comentario y apretó ligeramente los labios, decidida a no dejar que la intimidara. Pero la sensación de ser observada, de ser evaluada por cada mirada, no dejaba de crecer. En su entorno, damas de sociedad cuchicheaban entre ellas, caballeros intercambiaban opiniones rápidas sobre la apariencia de los invitados, y algunos incluso comentaban los rumores vagos que siempre rodeaban a los Davenport. Eleanor, aunque fascinada, apenas prestaba atención a esos murmullos; su mente estaba atrapada en aquel hombre que parecía existir entre sombras y luz de candelabro.
Mientras tanto, Alaric avanzaba lentamente por la sala. Cada paso medido, cada movimiento impecable, como si supiera exactamente el efecto que causaba. Los murmullos sobre su familia se filtraban entre los invitados: “¿Nunca envejecen…? ¿Cómo pueden mantener sus propiedades tan impecables?” Nadie decía nada abiertamente, pero los ojos curiosos no podían evitarlo. Eleanor lo notaba, aunque no comprendía aún la magnitud del misterio que lo envolvía.
—Mi señora, ¿desea refrescarse? —preguntó Anne, rompiendo el hechizo.
Eleanor asintió y se retiró hacia el borde del salón, buscando un respiro de la atención constante y alejandose de los brazos de Ashford. Fue allí donde Alaric finalmente se acercó, como si su destino lo guiara directamente hacia ella. No hubo palabras de presentación; solo una inclinación leve de cabeza y una mirada que parecía leerla por completo.
—Señorita Whitmore —dijo Alaric con voz suave pero firme—. Es un placer verla esta noche.
Eleanor contuvo el aliento. Su nombre pronunciado por él, con tal gravedad y suavidad al mismo tiempo, provocó un cosquilleo que subía por su columna vertebral.
—El placer es mío —respondió, su voz apenas un susurro.
—Este baile… parece interminable, ¿no cree? —continuó Alaric, inclinándose ligeramente, como si compartiera un secreto.
Eleanor asintió, sorprendida por la familiaridad que sentía pese a no conocerlo.
—Sí… pero hay algo en esta noche que la hace menos predecible de lo que esperaba.
Alaric sonrió levemente, sin revelar nada, pero dejando en el aire un misterio que Eleanor sintió necesario explorar. Mientras conversaban en la penumbra, Eleanor podía notar a Henry Ashford observándolos, frunciendo el ceño ante cada risa compartida, cada mirada demasiado cercana.
Desde otro rincón, Lady Beatrice lo notaba también. Su sonrisa se volvió más calculada, y con un gesto delicado pero decidido, comenzó a moverse hacia Eleanor, recordando a todos que ella también podía dominar la escena.
Alaric, consciente de cada movimiento a su alrededor, no parecía inmutarse, aunque Eleanor notó un leve destello en su mirada, un aviso silencioso de que no estaba solo en aquella sala. Y sin embargo, cuando sus ojos se encontraron de nuevo, todo lo demás desapareció: los murmullos, los candelabros, los vestidos y los arrogantes caballeros. Solo quedaban ellos.
Eleanor sabía que estaba jugando con fuego. Había escuchado historias de familias poderosas y excéntricas, de secretos que nunca se revelaban. Y aunque todavía no comprendía la magnitud del misterio que envolvía a Alaric, algo en su interior la impulsaba a acercarse más, a ignorar las advertencias invisibles que flotaban en el aire del salón.
Por primera vez en mucho tiempo, Eleanor se sintió viva.
Un instante demasiado breve, y luego Alaric se retiró hacia un rincón oscuro del salón, dejando tras de sí un halo de misterio y deseo que Eleanor no podía ignorar. Sabía que esa noche solo era el inicio: el inicio de algo que cambiaría su vida para siempre. Algo prohibido, peligroso… y absolutamente irresistible.
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