En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 06: “Un Parpadeo de Catorce Años”
Catorce años. En el eco de mi risa, apenas el rastro de la agonía de Cedric. Catorce años habían pasado desde que su alma fue consumida en el vacío de Dantalion. Para los mortales, un lapso de tiempo considerable, para mí, un simple parpadeo en la inmensidad de la eternidad. Mi vida, si es que a esta existencia sin pulso se le puede llamar así, se había reducido a una rutina eterna. Sentada en mi tumba, la única que lleva solo un nombre en todo el cementerio, miro las nubes pasar, esperando que los años y los siglos se deslicen sobre la tierra. El aburrimiento, la verdadera condena de la eternidad, se aferra a mi ser más que el más cruel de los demonios. Los muertos tienen sus lamentos, los vivos sus sueños, pero yo, la que eligió ambos y ninguno, solo tengo la desidia de una existencia sin propósito. He atormentado a innumerables hombres, he cobrado almas para mi esposo Dantalion, pero la satisfacción de esos actos es tan efímera como la vida que ellos perdieron. Cedric fue el último, el que me proporcionó el deleite más dulce de la venganza, pero incluso su agonía ya es un recuerdo lejano.
Fue un martes de primavera, o al menos eso me pareció por el aroma a tierra mojada y a flores silvestres que el viento traía. El sol de la tarde bañaba las lápidas, proyectando sombras alargadas sobre la hierba. Me había sentado, como siempre, en mi fría losa, cuando un quiebre en la quietud de mi existencia me sacudió. Una presencia. No era la de Dantalion, con su aura pesada y sulfúrica, ni la de un alma errante, con su desesperación y su miedo. Era una presencia… etérea, luminosa. Levanté la mirada de la hierba y lo vi. Un hombre. En ese instante, en el que mi corazón, que creía inmune a cualquier emoción, se sintió extraño, reconocí una verdad que jamás había imaginado: no solo había encontrado a mi igual, sino que, en la quietud de esa mirada, vi por primera vez una belleza que podría superar la mía.
He recorrido el tiempo y el espacio, he sido la musa de los poetas y la causa de guerras, mi rostro ha sido la medida de toda belleza. Me creía la única, el estándar dorado, el mito andante. Hasta que lo vi a él.
El aire que me rodeaba, acostumbrado a suspirar a mi paso, se detuvo, como si hubiera encontrado su verdadero centro. Al cruzar nuestras miradas, no vi admiración, sino un reflejo, un eco de mi propia leyenda. Él era la única belleza que me ha hecho dudar de mi trono.
Su rostro, un mapa de la perfección, estaba tallado con la misma mano que me había cincelado a mí. La mandíbula, fuerte y cincelada, era el contrapunto perfecto a la delicadeza de mis propias líneas. Los pómulos, altos y orgullosos, proyectaban una sombra de nobleza que rivalizaba con la luz de mi propia piel.
Sus ojos... sus ojos eran un par de luceros azules tan intensos y profundos que sentí que mi propia mirada, famosa por su poder, se atenuaba ante ellos. Eran un océano que me invitaba a sumergirme y a reconocer una profundidad que no creí que pudiera existir fuera de mí. Su cabello, un río de oro desordenado y libre, era el sol que coronaba su cabeza, mientras que el mío era la luna. Donde yo soy la gracia, él es la fuerza; donde yo soy el misterio, él es la claridad.
Y fue entonces cuando lo supe. En ese instante fugaz, en el que mi corazón, que creía inmune, sintió un vuelco, reconocí una verdad que jamás había imaginado: no solo había encontrado a mi igual, sino que, en la quietud de esa mirada azul, vi por primera vez una belleza que podría superar a la mía. Y en lugar de sentir celos, sentí asombro... o algo más.
El asombro me ancló al lugar. Un fantasma, una criatura sin peso, sentada sobre su propia tumba, y un hombre vivo, un mortal, tenía el poder de detenerme en el tiempo. Me miraba, o al menos eso creí. Pero al cruzar de nuevo nuestras miradas, me di cuenta de que no me veía a mí, sino a través de mí, como si yo fuera una simple mota de polvo en el aire, un reflejo en el cristal de su alma. Y la humillación, esa emoción que creí olvidada, me golpeó con fuerza. ¿Cómo era posible? Yo, la que había sido vista por reyes, la que había provocado guerras, la que había sido el centro de todas las miradas… ahora era invisible para él. La bruja me había dicho que una de las pocas ventajas de mi condición era que, mientras yo quisiera, nadie me vería. Y en ese instante, en el que él se levantó y se alejó del cementerio, mi orgullo herido y mi fascinación me impulsaron a seguirlo. No por sed de venganza, no por hambre de almas, sino por pura y simple curiosidad. ¿Quién era ese hombre? ¿Quién era este ser tan bello que me hacía sentir por primera vez la impotencia?
Lo seguí, flotando a su lado como una sombra sin peso, a una distancia prudente, pero lo suficientemente cerca como para no perder ni un solo detalle de su perfecta existencia. Caminé a su lado, sintiendo el impulso de tocarlo, de susurrarle al oído, de hacerle saber que yo estaba allí. Él seguía su camino, ajeno a mi presencia, como si yo no existiera.
El camino nos llevó de regreso a la propiedad de los Sinclair. A medida que nos acercábamos, una sensación inquietante comenzó a apoderarse de mí. La mansión que se alzaba ante nosotros no era una cualquiera: era esa casa. El lugar donde alguna vez viví. Donde comenzó mi caída. Donde Cedric Sinclair, mi último “juguete”, encontró su trágico final. Una punzada de emoción, casi dolorosa, recorrió mi esencia. ¿Acaso era esto una coincidencia… o el destino, con su humor retorcido, me traía de vuelta con un propósito?
Mi curiosidad crecía como una llama, y sin pensarlo, lo seguí hasta la entrada de la imponente mansión.
Allí, esperándolo junto a la puerta principal, se encontraba un rostro familiar.
—¿Ya has explorado toda la casa, joven Lyonel? —preguntó un anciano vestido con impecable sobriedad, la voz cargada de ternura. Había algo en sus ojos… una chispa conocida.
¿Wilfred? pensé, y una emoción antigua me sacudió. Era él. El viejo Wilfred. El fiel mayordomo de Cedric, ahora marcado por los años. Su espalda más encorvada, sus cabellos completamente blancos… pero sus ojos seguían iguales: nobles, leales, llenos de recuerdos.
—Sí, querido Wilfred —respondió Lyonel, sonriéndole con calidez—. Es mucho más grande de lo que recordaba.
El viejo mayordomo lo observó con una mezcla de nostalgia y orgullo, y luego sonrió con dulzura.
—Vaya, no puedo creer cuánto ha crecido, mi señor. Hasta diría que es más alto que lo fue su tío Cedric.
Sentí que el mundo se detenía.
¿Tío? ¿Cedric?
El nombre me golpeó como una campana funeraria. Cedric. El hombre que llevé a la perdición… ¿era el tío de Lyonel?
Lyonel sonrió, aunque sus ojos se apagaron apenas un poco.
—Eso parece. Mi tío medía 1.90. Yo mido 1.93. Siempre le decía que quería superarlo… Lástima que nunca pudo verlo.
Mis pensamientos se arremolinaron con violencia.
Cedric es tu tío… y yo lo destruí.
—No es momento para tristezas, mi señor —dijo Wilfred, con voz suave—. Él estaría muy orgulloso del hombre en el que se ha convertido.
—Gracias, Wilfred —murmuró Lyonel. Luego, como recordando algo—. ¿Y pensó en lo que le propuse?
El anciano bajó la mirada con pesar.
—Sí… y me temo que no le agradará mi respuesta —dijo con honestidad—. Voy a jubilarme. Este es mi último día aquí. Solo me quedé un poco más para ayudarlo con la mudanza.
Lyonel frunció el ceño, genuinamente decepcionado.
—¿No hay forma de que cambie de opinión?
—Me temo que no, mi señor. Estoy cansado. Y desde la muerte del señor Cedric… esta casa ya no es la misma para mí. Prefiero pasar mis últimos años con los míos, en mi pueblo natal.
Lyonel respiró hondo, luego sonrió con sincera gratitud.
—Entonces le deseo lo mejor, Wilfred. Si alguna vez necesita algo… estaré aquí.
—Gracias, mi señor. Pero ya me ha dado más de lo que merezco.
—No diga eso. Usted me crió cuando más lo necesitaba. Después de lo de mi tío, fue usted quien me dio estabilidad. No lo voy a olvidar.
Wilfred asintió, con los ojos humedecidos. El silencio entre ambos era suave, lleno de historia, de respeto y cariño no dicho.
Y yo… yo solo podía flotar allí, envuelto en el peso de lo que había hecho, sintiendo que los pecados del pasado comenzaban, por fin, a cerrar sus círculos.
Los dos se abrazaron en forma de despedida, un abrazo largo y lleno de afecto. Y en ese instante, en el que los vi abrazarse, sentí una punzada de arrepentimiento. El hombre que había condenado no era solo un nombre. Tenía una familia, un legado... y un sobrino que era su vivo reflejo. El mismo que ahora estaba frente a mí.
Me quedé allí, flotando, escuchando el eco de sus voces, mi existencia sin peso me daba una perspectiva terrible. De pronto, la mansión ya no era un simple escenario de mi tragedia, sino una tumba, un monumento a la locura de un hombre. Y yo, el fantasma que la habitaba, era el recuerdo vivo de su perdición.
La palabra "tío" resonó en mi vacío interior. Cedric. Él, el hombre que creyó amarme, el que destruyó su vida por una obsesión. El mismo que me miró con una devoción tan pura que me dio asco, porque no creía que alguien pudiera ser tan estúpido. Y ahora, aquí, en el lugar de su perdición, su sobrino era el vivo reflejo de su belleza, pero con una nobleza y una bondad que me conmovieron. Era como ver una versión mejorada de Cedric, un lienzo perfecto sin las manchas de la desesperación y la codicia.
Lyonel no solo era la belleza andante, era el sol que el anciano Wilfred describió en su conversación. Era el futuro brillante que la bruja profetizó. El destino de un alma que brillaría más que la de Cedric, eclipsando a todos a su alrededor. Y en ese instante, una idea horrible y oscura se apoderó de mí. Yo, que había disfrutado en mi agonía al ver sufrir a Cedric, ahora sentía una punzada de algo parecido al arrepentimiento. ¿Y si este chico, este Lyonel, es el precio que Cedric pagó en su pacto? ¿Y si su destino estaba sellado por mi culpa?
Me quedé en la mansión, observando a Lyonel. No como un cazador que observa a su presa, sino como una criatura que se ve en un espejo. Un deseo abrumador, algo que no había sentido en siglos, me consumió. No era el anhelo de atormentarlo o de reclamar su alma. Era el deseo de poseerlo, de tener esa belleza que me había hecho dudar de mí misma. Quería estar a su lado, no para causarle dolor, sino para que me viera, para que reconociera mi existencia y mi propia belleza en él. Era un anhelo egoísta y posesivo.
La crueldad era mi única emoción, la venganza mi único propósito, y sin embargo, en la quietud de esa mansión, comprendí que mi eternidad había cambiado. Tenía un nuevo propósito, una nueva obsesión. Y no entendía por qué, pero por primera vez en siglos, sentí un torbellino de emociones: arrepentimiento, culpa, tal vez incluso amor... Lo único que sabía con certeza era que algo nuevo había despertado en mí.
Lyonel entró en el viejo estudio de su tío, un lugar que yo conocía bien, porque fue allí donde Cedric se ahogó en su propia locura. El aire, denso y cargado de historia, olía a cuero viejo, a madera húmeda y a la desesperación que había impregnado las paredes. Los muebles, como fantasmas silenciosos, estaban tapados con sábanas blancas que los protegían del polvo del tiempo. Yo me moví por la habitación, observando cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos. Se detuvo frente al escritorio de Cedric, lo descubrió y lo miró fijamente, con una mezcla de curiosidad y respeto. Era como si la esencia de su tío aún residiera allí. Después de una breve pausa, suspiró y comenzó a buscar en el escritorio, revisando los cajones, palpando la madera. Finalmente, detrás de un libro grueso de tapas desgarradas, encontró una pequeña llave oxidada.
Se dispuso a abrir el cajón, y yo contuve el aliento. Mi corazón, si todavía tuviera uno, habría latido con fuerza. ¿Qué había allí dentro? ¿Qué secretos de Cedric se escondían detrás de esa cerradura? Pero la curiosidad de Lyonel fue interrumpida.
—Buenos días, mi señor —dijo una voz.
Lyonel alzó la vista y, al ver al recién llegado, su rostro se iluminó con una sonrisa que me hizo temblar. Era un joven mayordomo, de no más de treinta años, con una mirada vivaz y una reverencia impecable.
—Buenos días. Usted debe ser mi nuevo mayordomo jefe, ¿verdad? —dijo Lyonel, y su voz era cálida y amable, un contraste con la fría soledad que había sentido Cedric.
—Sí, mi señor. Es un placer conocerlo —dijo el joven mayordomo, y yo sentí un escalofrío. La familiaridad con la que se movía, la confianza en su voz... me recordó a Wilfred. Eran de la misma estirpe de sirvientes leales.
—El placer es todo mío —dijo Lyonel, y se levantó del escritorio, guardando la llave en su bolsillo—. ¿Cuál es tu nombre?
—Soy Gerald, Gerald Thorne, a su servicio —dijo el mayordomo, inclinando la cabeza con respeto.
—Gracias, Gerald. ¿Y a qué se debe tu visita? —preguntó Lyonel.
—Mi señor, ya encontramos la residencia de la señora que pidió —dijo Gerald con una sonrisa discreta.
La cara de Lyonel se iluminó rápidamente, y la emoción en sus ojos era un fuego que no pude ignorar.
—Vamos ahora mismo, quiero ir a verla —contestó Lyonel, su voz llena de una excitación que me golpeó como una bofetada.
¿A quién quieres ver? pensé, y el tono de mi pensamiento era un veneno celoso y posesivo. ¿Quién era esa mujer que podía iluminar el rostro de Lyonel con tanta alegría? ¿Era un rival? Una mujer que yo no conocía, una historia que yo no había escrito. El deseo de poseerlo se convirtió en una necesidad de saber, de dominar cada aspecto de su vida, incluso los que él me ocultaba.
Mi obsesión, aún reciente y desbordante, me impulsó a seguir a Lyonel y a Gerald más allá de los muros de la mansión. Floté tras ellos, invisible, deslizándome como bruma tras el carruaje que avanzaba por los caminos polvorientos del pueblo. Mis oídos, acostumbrados a descifrar los susurros de los muertos, se afinaban ahora para capturar la voz de los vivos. Y entre todas, la de Lyonel —su cadencia suave, casi musical— me mantenía suspendida en un encantamiento sutil.
Lo seguí hasta una casa humilde, una residencia de granjeros cerca del corazón del pueblo. Modesta, sí, pero viva. Vibrante. Lyonel, impaciente, asomó la cabeza por la ventanilla incluso antes de que el carruaje se detuviera. Su rostro estaba iluminado por una emoción casi infantil. Saltó con agilidad y se dirigió directamente a la puerta, dejando atrás al mayordomo.
—Gerald, por favor, espérame aquí —ordenó con apremio.
—Por supuesto, señor —respondió el mayordomo, con cortesía inquebrantable.
Lyonel se plantó frente a la puerta. Lo vi dudar. Su mano se alzaba, vacilante, y luego se detenía. Había nervios en sus hombros, en la rigidez de su espalda. Una emoción familiar en tantos hombres, pero en él… era pura. Casi inocente.
Finalmente, golpeó. El eco del llamado resonó en la casa, y entonces una voz familiar respondió desde el interior:
—¡Ya voy!
Si hubiera tenido corazón, habría latido con fuerza. Ariadne.
La puerta se abrió y allí estaba ella. Su cabello, antes siempre recogido con esmero, caía ahora algo desordenado sobre sus hombros. Tenía ojeras, y en sus brazos, acunado con un amor que dolía mirar, dormía un bebé. Era la misma Ariadne a la que Cedric había abandonado por mí. La misma a la que yo había herido. Pero ahora, ante mí, se alzaba diferente: reconstruida. Completa.
Lyonel pareció sorprendido, no solo por verla a ella… sino por el bebé.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle? —preguntó Ariadne con voz amable, aunque cargada de una curiosidad alerta.
—Hola. No sé si me recuerdas… soy el sobrino de tu exesposo. Solía venir a visitarlos cada verano —dijo Lyonel, la voz bajita, casi un susurro.
Ariadne abrió los ojos con asombro.
—¿Lyo...? —dijo, titubeante.
—Sí. Soy yo —respondió él, con una sonrisa tímida—. ¿Cómo has estado, Ariadne?
—Estoy bien… Lyo… quiero decir, Lyonel —dijo ella, aún procesando—. Por favor, pasa.
Lyonel entró y se sentó en un sofá sencillo, mientras Ariadne depositaba con cuidado al bebé en una cuna cercana. Yo flotaba en silencio, desde una esquina de la habitación, sintiendo cómo una punzada de celos me atravesaba. Un veneno sutil, antiguo. Ella tenía una vida. Había amado. Había sido amada. Y ahora acunaba a su hijo con una ternura que me era ajena.
—¿Es tu hijo? —preguntó Lyonel, con cierta torpeza.
—Sí. Se llama Rufus —dijo ella con una sonrisa que solo una madre puede esbozar—. Es el más pequeño. Tengo tres.
Lyonel se quedó callado por un momento. Luego sonrió, sincero.
—Eh… felicidades.
—Gracias —respondió Ariadne con dulzura.
—¿Entonces te casaste de nuevo?
Ariadne bajó la mirada. Una sombra de melancolía cruzó su rostro.
—Después de separarme de tu tío no creí volver a amar. Me dolió… cómo terminó todo. Nunca nos despedimos como se debe. Pero cuando supe que había muerto, algo en mí se rompió. Y aun así, decidí seguir. Conocí a un granjero amable… paciente. Me sanó el alma. Y con él formé esta familia.
Lyonel la miró en silencio, y luego asintió.
—No sabes cuánto me alegra que seas feliz. Que hayas encontrado paz. Mi tío, creo, también lo habría querido para ti.
Ariadne lo contempló unos segundos, con ternura.
—Has cambiado mucho, Lyonel.
—Y tú también —dijo él, con una sonrisa melancólica—. Solo vine a saludarte. Ya debo irme.
—¿Dónde te estás quedando? —preguntó ella.
—En la mansión de mi tío.
—Siempre te gustaba ese lugar de niño…
—Sí… supongo —dijo él, y su voz se volvió un susurro de niebla.
Yo me quedé allí, en silencio, viendo cómo dos vidas que alguna vez se cruzaron en la tragedia encontraban ahora, en su reencuentro, algo parecido a la redención.
Y yo…
Yo solo podía mirar.
Se despidieron con un abrazo cálido, uno de esos que guarda palabras no dichas. Lyonel ya tenía la mano en el picaporte cuando la puerta se abrió de golpe, y dos niños, casi de la misma edad, irrumpieron en la escena. Se detuvieron en seco al ver al desconocido en su sala. La niña era el vivo retrato de Ariadne en su infancia: la misma mirada vivaz, la misma forma de fruncir el ceño al sentirse observada. El niño, en cambio... tenía el cabello castaño y los ojos suaves de su madre, pero en su expresión había algo más. Algo en su silencio, en la gravedad prematura de su mirada, me hizo estremecer.
—Ellos son mis otros dos hijos —dijo Ariadne, con esa alegría vibrante que solo una madre puede sentir—. Ella es Eliza… y este pequeño se llama Cedric.
El mundo, mi mundo, se detuvo.
Cedric.
El mundo se detuvo. ¿Cedric? ¿Le había puesto el nombre de mi juguete a su hijo? La ironía era tan cruel, tan dolorosa, que me hizo reír.
—Saluden, niños. Él es un viejo amigo —indicó Ariadne con dulzura.
—H-hola, señor… —susurró Eliza, bajando la mirada, sus mejillas enrojecidas por la timidez.
—Hola, Eliza —dijo Lyonel con una sonrisa cálida—. Has heredado la belleza de tu madre.
La niña apenas pudo sostenerle la mirada. Se sonrojó aún más. Lyonel soltó una breve risa.
—¿Y tú, joven caballero? —preguntó, dirigiéndose al niño—. ¿No me vas a saludar?
—Hola… —dijo Cedric con una voz inesperadamente grave y un semblante serio, como si el peso del mundo ya descansara sobre sus hombros—. ¿Cómo conociste a mamá?
—Ella me cuidaba cuando yo tenía tu edad —contestó Lyonel, con una nostalgia dulce en la voz—. Fue muy buena conmigo.
Los niños se miraron entre sí, sorprendidos.
—Cuídenla mucho, ¿sí? —añadió Lyonel mientras se inclinaba hacia ellos con complicidad—. Si lo hacen, les traeré muchos regalos esta Navidad.
Ambos asintieron con entusiasmo, los ojos brillando ante la promesa.
Lyonel volvió al carruaje y Ariadne a su familia. Y yo me quedé allí, flotando en el aire de la casa, con el olor de un amor sano en mis fosas nasales, una familia feliz, una vida que yo le había quitado a Ariadne y que ella había reconstruido sin mí. Y mi corazón se llenó de un veneno que no había sentido en siglos, un veneno que era una mezcla de celos, arrepentimiento y una necesidad desesperada por tener a Lyonel cerca, solo para mí.
Después de su visita a Ariadne y la revelación del pequeño Cedric, Lyonel regresó a la antigua mansión Sinclair —ahora suya— con pasos pesados, como si el eco de su pasado recién descubierto lo aplastara con cada peldaño. Lo seguí en silencio, invisible, hasta la que alguna vez fue la habitación de su tío Cedric. Allí, como vencido por el peso de memorias ajenas, se dejó caer sobre la cama. La luz dorada del atardecer se filtraba por los ventanales, tiñendo las paredes con un resplandor melancólico que parecía llorar los años perdidos.
Me acerqué, cautelosa, atraída como mariposa hacia la llama. Observé su cuerpo rendido al sueño, su respiración pausada, tan humana, tan viva… y yo, un espectro sin sombra, sin latido, lo contemplaba con una mezcla de fascinación y una nostalgia que no me pertenecía.
Floté sobre él, más cerca de lo que la moral permitiría, más cerca de lo que la muerte debería. Y aun así, no pude resistirme. Extendí mi mano etérea hacia su rostro dormido, temblando ante la idea de tocarlo. Mis dedos —que ya no eran carne, ni sangre, ni tiempo— se deslizaron por su mejilla con la delicadeza de una caricia no correspondida. No dejé huella… pero algo en mí se quebró.
Lo sentí.
No su piel, sino su esencia. El calor, la pulsación sutil de su vida… el rumor lejano de sus sueños. Soñaba con un hogar. Con una risa infantil. Con una vida que no me incluía. Y fue en ese instante —en ese único segundo donde su humanidad tocó lo que quedaba de la mía— que supe la verdad. Ya no era un castigo lo que buscaba. Ni venganza. Ni justicia.
Era él.
Su belleza. Su fragilidad. Su luz. Él se había convertido en mi faro… y en mi prisión.
"Vas a ser mío", pensé, y esa idea no fue un susurro, sino un canto oscuro que me envolvió como una promesa eterna. "No para torturarte. No para quebrarte. Sino para tenerte. Para poseer lo que el mundo no merece."
Lyonel y yo… dos mitades deformadas de una misma belleza. Él, vibrante y puro. Yo, marchita y hambrienta. No le permitiría vivir una vida sin mí. No le permitiría olvidarme. Lo amaría como sólo una sombra puede amar: sin límites, sin ley, sin alma.
Mi eternidad había encontrado un nuevo propósito.
Y su nombre era Lyonel Sinclair.