Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Esposo abandonado
—¡¿Cómo pudiste, Julieta?! ¿Y tú?! —rugió Gabriel, con la voz quebrada por la furia y la desolación.
No esperó respuesta. La rabia lo cegó por completo.
Saltó sobre Enrique con la fuerza de una fiera herida, como si toda la humillación acumulada en su pecho estallara en ese instante.
Lo tomó del cuello con una fuerza que ni él mismo sabía que tenía, sus manos temblaban, apretando con una desesperación nacida del dolor.
—¡Basta, señor, por favor! ¡Piense en sus hijas, no lo haga! —la voz de Rosella irrumpió con un tono de súplica, pero también con autoridad.
Gabriel se detuvo.
Fue como si esas palabras lo atravesaran. Lentamente, aflojó su agarre, respirando con dificultad, el pecho agitado, la mirada perdida.
—¡Tienes un minuto para largarte de mi casa! ¡Ahora mismo! —gritó con el alma rota, señalando la puerta.
Giró sobre sus talones y salió, sin mirar atrás, mientras Rosella lo seguía, temerosa de lo que pudiera hacer en su estado.
Enrique, jadeante, se incorporó con lentitud. Se abotonó la camisa sin prisa, y luego miró a Julieta con una mezcla de compasión y duda.
Ella parecía en trance, pero reaccionó.
—¿Estás segura de esto? —preguntó en voz baja.
Ella no respondió.
Caminó hacia el baño con paso tembloroso.
Sus manos sacaban la ropa casi sin pensar, sus movimientos eran automáticos, guiados por una decisión que dolía.
Se vistió con rapidez, tomó la maleta que ya tenía lista desde hacía días y respiró hondo antes de salir.
Enrique la imitó, tomando su equipaje.
Abajo, el ambiente estaba cargado. El aire parecía espeso, como si cada rincón de la casa guardara el eco de lo ocurrido.
Gabriel estaba de pie en medio del salón, los ojos enrojecidos, las manos apretadas en puños.
Sentía que no podía respirar, que el pecho le ardía.
Todo le dolía.
Julieta. La mujer que le había jurado amor eterno. La que le había prometido jamás traicionarlo, ni con el cuerpo ni con el alma. Y ahora… lo había hecho.
En su cama, bajo su techo.
El dolor se mezclaba con una rabia que lo devoraba.
No quería que nadie lo viera débil, no quería que el mundo supiera que había sido traicionado, y menos por el hombre que siempre le había generado inseguridad: Enrique, el primer amor de Julieta, aquel fantasma del pasado que siempre temió que volviera a su vida.
Escuchó pasos. Al volverse, los vio: Enrique, con su maleta, caminando hacia la puerta, y Julieta detrás de él, también con una en la mano.
—¿Qué significa esto, Julieta? —preguntó con la voz rota, aunque intentó mantener la calma.
Ella no lo miró.
Tenía la vista clavada en el suelo, los labios apretados. Parecía frágil, casi una sombra de sí misma.
Pero dentro de ella había una determinación fría, nacida del cansancio y la resignación.
Alzó la mirada por fin. Sus ojos estaban empañados, pero su voz fue firme.
—Me voy con él. Te dejé de amar, Gabriel. Mi único amor es Enrique. Me voy a vivir mi vida con él.
El mundo se detuvo.
Gabriel dio un paso atrás, incrédulo.
Pensó que ella se disculparía, que lloraría, que imploraría perdón, aunque fuera tarde.
Pero no… lo estaba dejando. Así, sin mirar atrás.
El corazón le tembló dentro del pecho.
Por un instante quiso gritar, pero no salieron palabras. Solo el silencio, el de un hombre que acaba de perderlo todo.
Julieta también lo sentía.
Sabía que lo estaba destrozando, pero se convenció de que su odio hacia ella la ayudaría a olvidarla algún día.
Creía que ese odio sería más fácil de soportar que la tristeza de verla morir de una forma trágica por su enfermedad inminente.
Gabriel negó con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas que luchaba por contener.
—No te vayas. No hagas esto, por favor… ¿Y las niñas? ¿Has pensado en nuestras hijas, Julieta? —su voz se quebró—. No puedes hacerme esto.
Intentó tocarla, pero ella dio un paso atrás.
—No puedo quedarme —dijo en un hilo de voz—. No te amo. Déjame ir con mi único amor. Déjame ser feliz.
Una lágrima rodó por el rostro de Gabriel.
—No me hagas esto, Julieta… pienso en todo lo que vivimos, dime en qué fallé, puedo cambiar, puedo ser otro hombre. Solo no te vayas.
Ella se mordió los labios, luchando por no llorar.
—Las niñas están mejor contigo. Yo… las visitaré, las cuidaré desde donde esté, pero no puedo quedarme. No tengo fuerzas. Consíguete una nueva madre para ellas —dijo con la voz quebrada, desviando la mirada.
Gabriel cayó de rodillas, derrotado.
—Por favor, no lo hagas. No por mí… por ellas. Te necesitan, Julieta, ¡tus hijas te necesitan! —exclamó con desesperación, extendiendo la mano hacia ella.
Ella giró el rostro, con el alma hecha pedazos. Pero fingió una frialdad, era la peor actuación de su vida y más cruel.
—¡No te amo! —gritó, con una mezcla de dolor y rabia—. ¡Déjame ir!
Se soltó con brusquedad y, casi con crueldad, salió de la casa.
Enrique la siguió, tomándola de la mano. No miraron atrás.
El silencio que quedó después era insoportable.
Gabriel permaneció ahí, arrodillado, con la mirada vacía, respirando entre sollozos.
—Señor… levántese, por favor —dijo Rosella, acercándose con cautela.
Lo vio tan destruido que sintió el impulso de ayudarlo, de no dejarlo hundirse.
Él la miró con los ojos vidriosos, casi enloquecido por la impotencia.
—¡Déjame, Rosella! ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué? —gritó, con un nudo en la garganta.
Intentó levantarse para ir tras Julieta, pero Rosella se interpuso, tomándole del brazo.
—¡No! —dijo con firmeza—. No debe rogarle a quien se quiere ir. Mi padre me enseñó algo… no puedes detener a quien no quiere quedarse.
Gabriel la miró, y de pronto, todo el peso del dolor cayó sobre él.
Las lágrimas brotaron sin control.
Su cuerpo tembló.
Entonces, sin pensarlo, la abrazó.
No buscaba consuelo, buscaba aire.
Rosella fue su ancla, su punto de apoyo, la única que en ese momento no lo juzgaba.
—¡Rosella, no puedo más! —sollozó contra su hombro.
Ella lo abrazó más fuerte, con ternura, con compasión.
—Sí puede, señor. Mientras esté vivo, puede. Nadie muere de amor, aunque a veces se sienta así. Va a sobrevivir.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!