Dayana, una loba nómada, se ve involucrada con un Alfa peligroso. Sin embargo un pequeño bribón hace temblar a la manadas del mundo. Daya desconcertada quiere huir, pero termina en... situaciones interesantes...
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Cap. 5 ¡No lo toques!
Su jadeo se cortó. Los temblores cesaron. Su postura, que un segundo antes era de retroceso, se volvió rígida, desafiante. Su mirada, antes llena de pánico, se nubló con un destello dorado y salvaje. Sus labios se retrajeron en un silencioso pero inequívoco gruñido, mostrando el filo de sus colmillos humanos. La energía que emanaba de ella ya no era de presa, sino de una fuerza igualmente primitiva y desesperada.
—¡DÉJALO! —la voz de Dayana no fue un grito, sino una orden baja, ronca, cargada de una autoridad que nadie, ni siquiera ella, sabía que poseía. No suplicó. Desafió.
—¡No lo toques! ¡No tienes derecho! ¡DEVUÉLVEME A MI HIJO!
Cada palabra era un cuchillo arrojado con toda la fuerza de su dolor y su rabia. Avanzó un paso, solo uno, pero fue un movimiento tan cargado de intención feroz que hizo que los betas de Lycas, que flanqueaban la escena, se tensaran instintivamente.
Al ver la expresión impasible de Lycas, que sostenía a Óscar con una facilidad aterradora, como si el niño fuera un trofeo y no un ser que lloraba, un nuevo horror la golpeó, por lógica. Él era más fuerte. Él tenía el poder. La fuerza bruta no funcionaría. Su rostro se quebró entonces, y la ira dio paso a una desesperación agonizante.
—Por favor... —su voz se quebró, y por primera vez, las lágrimas de verdad, no de rabia, sino de impotencia, rodaron por sus mejillas.
—Lycas, por favor. Él te tiene miedo. No sabe quién eres. Te lo suplico... devuélvemelo.
Fue un movimiento calculado por su instinto más profundo. Mostrar vulnerabilidad. Apelar a cualquier rastro de humanidad, de compasión, que pudiera quedar en ese Alfa de corazón aparentemente de piedra.
Mientras suplicaba, su mirada no se despegó de su hijo. Le tendió una mano temblorosa, no hacia Lycas, sino hacia Óscar, buscando reconectarlo con su calor, con su seguridad. Sus dedos se cerraron en el aire, anhelando sentir su pequeño puño de nuevo.
—Mamá está aquí, mi amor —susurró, solo para el oído del niño, con una ternura que contrastaba brutalmente con la ferocidad de hacía un instante—. Mamá está aquí. No te soltaré. Nunca.
En ese momento, Dayana no era solo la amante que huyó o la Omega acorralada. Era un ser dividido en dos: una parte suya estaba en el suelo, suplicando y temblando. La otra, la más profunda, ya estaba trazando un nuevo plan, buscando un ángulo, un punto débil. Porque aunque Lycas le hubiera arrebatado a su hijo físicamente, el vínculo que los unía era una cadena que ni el Alfa más poderoso podría romper. Y ella lo usaría para recuperarlo, fuera como fuera.
Su reacción fue, en esencia, la rendición táctica de la mujer para ganar tiempo para la estrategia de la loba madre. La verdadera batalla, lo sabía, acababa de comenzar.
La furia de Lycas era un huracán contenido, un fuego gélido que parecía distorsionar el aire a su alrededor. Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión, y su mandíbula, apretada con fuerza suficiente para pulverizar huesos, era la única señal visible del terremoto interno que lo sacudía. Ella le había ocultado esto. Le había robado años. Le había robado los primeros sonidos, los primeros pasos, la esencia misma de su heredero. El rencor le sabía a hiel en la boca, un veneno dulce y amargo a la vez.
Sin embargo, cuando sus ojos grises, tempestuosos e impenetrables, se posaron en el pequeño rostro enrojecido por el llanto que asomaba entre sus brazos, algo primario y brutal se estremeció en lo más hondo de su pecho. Esa mirada suya, inocente y aterrada, había movido todo su mundo. Él podía ser un ser ancestral, un Alfa forjado en la violencia y el dominio, pero esa pequeña Omega, esa tonta e irresistible Omega, se había metido bajo su piel hacía cinco años, dejándolo hecho añicos, y ahora su creación conjunta lo miraba como si él fuera el monstruo de la historia.
—¡Es mi hijo! —gritó Dayana detrás de él, su voz quebrada por el llanto y la rabia, mientras corría para seguir sus largas zancadas.
—¡Lycas, por favor!
Él no disminuyó la marcha. Avanzaba con determinación feroz, sosteniendo el pequeño cuerpo que se agitaba contra su pecho con una fuerza que le sorprendió. Era suyo. Cada molécula de ese cachorro gritaba su sangre, su linaje.
—¡Te has robado lo que es mío! —rugió de pronto, volviéndose lo justo para clavar en ella una mirada que podría haber helado el sol.
—No creas que voy a perdonarte esto. Fuiste lo suficientemente valiente para robarme mi sangre, para esconder mi legado. Ahora, vas a pagar cada segundo que pasé sin él —sus palabras eran cuchillas, frías y afiladas, diseñadas para herir, para marcar su territorio en el campo de batalla en el que ella había convertido sus vidas. Se dio la vuelta y continuó caminando, saliendo de la terminal hacia la fría luz del exterior.
Afuera, el espectáculo era intimidante. Varios vehículos todoterreno, negros y blindados, formaban una caravana imponente. Caterina y Miguel, pálidos y visiblemente asustados, eran conducidos con firmeza pero sin brutalidad innecesaria hacia uno de los vehículos más grandes por dos betas de mirada impasible.
Lycas se dirigió al vehículo principal. Abrió la puerta trasera y se introdujo en la cabina con el bebé aún llorando en sus brazos. El contraste era surrealista: el Alfa más temido del territorio, vestido con ropa de lino que no podía ocultar su naturaleza salvaje, meciendo con torpeza instintiva a un cachorro que lloraba por su madre.
No dijo una palabra. No hizo una seña. No necesitaba hacerlo. Su silencio era una orden más potente que cualquier grito.
Dayana, con el corazón destrozado y el rostro empapado en lágrimas, no lo dudó ni por un segundo. Subió al vehículo después de él, hundiéndose en el asiento de cuero opuesto. Su cuerpo temblaba de adrenalina y desesperación, pero su mirada no se despegaba de su hijo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Su mundo entero, su sol y su luna, estaba en esos brazos que lo sostenían con una posesividad aterradora. No iba a separarse de él. Lo seguiría al infierno mismo si era necesario, porque su lugar estaba con su hijo.
La puerta se cerró de golpe, aislando el llanto del bebé, la respiración entrecortada de Dayana y el silencio cargado de furia de Lycas. El motor rugió, y el vehículo comenzó a moverse, llevándolos a los tres hacia un futuro incierto, forjado a partes iguales por el engaño, la sangre y un amor tan distorsionado y poderoso como la luna que los había unido.