Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 4
Valeria se secó las lágrimas con torpeza. Renata la observaba en silencio, como esperando que algo más saliera de su interior.
—¿Te acuerdas del árbol del colegio? —preguntó Valeria de pronto, con un hilo de voz.
Renata ladeó la cabeza, sorprendida.
—¿El árbol…? ¿Donde dejamos nuestras cartas?
Valeria asintió despacio.
—Sí. Teníamos diecisiete, estábamos por terminar, y escribimos lo que soñábamos… lo que queríamos para el futuro.
Acordamos que solo abriríamos esas cartas cuando alguna de las dos no supiera qué hacer con su vida.
Renata sonrió con nostalgia.
—Claro que me acuerdo. Fue tu idea. Yo escribí que quería servir en algo grande, que quería luchar por algo que valiera la pena. Y tú… tú llenaste tres páginas diciendo que serías médica, que ibas a salvar vidas y que nunca dejarías que nadie te apartara de tu camino.
Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas otra vez.
—Pues… parece que ya llegó el momento de abrirlas —murmuró con amargura—. Porque yo no sé qué hacer con mi vida, Renata. Me siento perdida.
Renata le tomó la mano con fuerza.
—Entonces iremos, Vale. Vamos a buscar esas cartas. Y cuando leas lo que escribiste a los diecisiete, vas a recordar quién eres.
Un estremecimiento recorrió a Valeria. Por primera vez en mucho tiempo, tuvo la sensación de que el pasado podía tenderle la mano para rescatarla del abismo.
—Quiero ir, Renata —dijo, con una chispa en los ojos que hacía años no aparecía—. Necesito hacerlo.
Renata sonrió, con esa seguridad que siempre la había caracterizado.
—Entonces iremos. Juntas, como siempre.
Las dos amigas se abrazaron, y en el pecho de Valeria, enterrado bajo capas de resignación, algo comenzó a despertar.
...****************...
La barda del colegio seguía igual de alta que cuando tenían diecisiete años, aunque ahora a Valeria le parecía mucho más difícil de saltar. Con ayuda de Renata, lograron trepar y caer al otro lado, riéndose en silencio para no ser descubiertas. El patio estaba cubierto de hojas secas, y el viejo árbol, testigo de tantos secretos adolescentes, aún permanecía en pie.
—¿Estás segura de que lo enterramos aquí? —susurró Valeria, arrodillándose para apartar la tierra.
—Sí… recuerdo que juramos volver algún día —respondió Renata, clavando las uñas en el suelo húmedo.
Tardaron más de lo que imaginaban, pero finalmente, los dedos de Valeria chocaron con el vidrio frío de una botella. Se miraron como dos niñas otra vez, conteniendo la emoción, y la sacaron con cuidado. Dentro había tres cartas dobladas. El tiempo había amarillado un poco el papel, pero la tinta aún resistía.
Renata la tomó entre sus manos y, al reconocer una de las letras, sintió un nudo en la garganta.
—Íker… —murmuró, con la voz quebrada.
El silencio se hizo pesado entre ambas. Valeria bajó la mirada, recordando a Íker que había sido parte de sus vidas y que ya no estaba. Las lágrimas se acumularon en sus ojos sin que pudiera detenerlas.
—Cada una debería leer la suya cuando esté lista —dijo Valeria, tratando de sonar fuerte, aunque la voz le temblaba.
Renata, sin embargo, apretó la carta contra su pecho y la extendió hacia ella.
—No. Quiero que tú leas primero la de Íker. Estoy segura de que él hubiera querido eso.
Valeria la recibió con manos temblorosas, como si el papel quemara. Las letras de Íker parecían mirarla desde otro tiempo, y sus ojos se llenaron de lágrimas antes de abrirla.
Pero en ese instante, una voz ronca interrumpió la escena:
—¿¡Quién anda ahí!?
El guardia del colegio, con su linterna, se acercaba. Renata y Valeria se miraron aterradas y, sin pensarlo, corrieron hacia la barda. La risa nerviosa se mezclaba con la adrenalina. Subieron como pudieron, tropezando con sus propios recuerdos, y saltaron al otro lado justo a tiempo.
—¡Vuelvan aquí! —se oyó a lo lejos.
Con el corazón agitado, se miraron en la penumbra de la calle. Ya no eran las adolescentes de antes, pero por un momento, lo habían vuelto a ser.
—Nos vemos mañana —dijo Renata, aún jadeando.
—Sí… cada una con lo que le toque leer —respondió Valeria, apretando contra su pecho la carta de Íker.
Y así, con el alma en vilo, ambas se separaron. Cada una llevaba consigo un pedazo de su pasado, lista —o quizá no— para enfrentarse a lo que aquellas cartas tenían que decirles.
Renata llegó a su casa con el corazón latiendo más rápido de lo normal. No era miedo, era una mezcla extraña de ansiedad y nostalgia. Ella nunca se andaba con rodeos: si algo tenía que hacer, lo hacía de frente, aunque doliera.
Se sentó al pie de su cama, y por un instante dejó la carta cerrada sobre sus piernas. Frente a ella, en el buró, había una fotografía de su adolescencia: ella e Íker sonriendo, con esa complicidad que parecía invencible. Sus dedos acariciaron el vidrio del marco antes de armarse de valor y abrir el papel que había estado esperando tantos años.
La letra adolescente la golpeó como un eco del pasado:
Renata, si estás leyendo esto, es porque ya pasaron más de diez años. Mi yo del futuro, seguro ahora ya eres parte de las fuerzas especiales, como siempre soñaste. Estoy segura de que eres la mejor en lo que haces, porque así eres tú: todo lo que haces, lo haces bien.
Seguro también estás casada con el amor de tu vida, Iker. A estas alturas ya deben estar planeando a su primer hijo. Si es niña, debes llamarla Valentina; si es niño, Gael."*
Las palabras se desdibujaron cuando sus lágrimas comenzaron a manchar el papel. Renata no pudo evitarlo: el nudo en la garganta se rompió, y el llanto fluyó con una fuerza que había contenido por años.
Su corazón revivió, como si de pronto la herida jamás hubiese cerrado. Recordó cada risa, cada mirada, cada plan que compartió con Iker. Recordó el día en que se enteró de que él estaba enfermo, el terror en sus ojos, y también la decisión firme de quedarse a su lado hasta el final, sin soltarle la mano, aunque el dolor la estuviera desgarrando por dentro.
Los recuerdos la arrastraron a esas noches en vela, a las visitas al hospital, a las esperanzas que se apagaban poco a poco. Y con ellos volvió también la impotencia de no haber podido salvarlo.
Renata dejó caer la carta a un costado y se cubrió el rostro con ambas manos. No pudo terminar de leerla. No aquella noche.
Porque el papel le hablaba de un futuro que nunca llegó, de un amor que había perdido demasiado pronto, y de una promesa que jamás se cumpliría.
El silencio de la habitación se volvió un espejo de su soledad. Afuera, la ciudad seguía viva, pero para Renata, en ese instante, solo existía el eco de Iker en su corazón.
Valeria había decidido regresar caminando a casa. Necesitaba aire, necesitaba tiempo. A diferencia de Renata, que siempre había enfrentado la vida de frente, ella era cobarde para lidiar con lo inevitable. Sentía un miedo profundo de abrir su carta, de enfrentarse a lo que había escrito siendo adolescente. Pero lo que más le aterraba era la otra carta, la de su hermano. El simple hecho de tenerla en sus manos le hacía temblar.
Caminaba despacio, como si quisiera detener el tiempo, como si pudiera alargar ese instante para no llegar nunca. Imaginaba una eternidad suspendida, donde el pasado no la alcanzara y el futuro no la empujara a leer.
Perdida en sus pensamientos, un claxon la hizo sobresaltarse. Volteó con desgano, y lo que vio fue justo lo último que quería encontrar en ese momento: Elías. Su esposo bajó la ventana del auto y la observó con ceño fruncido.
—¿Qué haces en la calle, Valeria? Deberías estar en casa —dijo, con ese tono autoritario que tanto odiaba.
—¿Ahora tengo que pedirte permiso para salir?
Elías abrió la puerta del copiloto con un gesto brusco.
—Claro que no, pero es raro. Tú nunca sales. Y mírate… bien cambiada, arreglada, hasta perfume traes. No me estarás engañando, ¿verdad? Recuerda que yo tengo una reputación que cuidar.
Valeria soltó una risa amarga, casi un suspiro roto.
—Jajaja… no me hagas reír, Elías. ¿Cómo podría yo dañar la reputación de alguien que ni siquiera reconoce que está casado conmigo? Para todos tus amigos eres soltero. Y no, no me compares contigo. Yo no ando con uno y con otro como lo haces tú.
Elías frunció el ceño y golpeó el volante con la mano.
—¡Valeria! Yo nunca te he engañado. ¿De dónde sacas esa idea absurda de que ando con muchas mujeres?
Ella lo miró fijamente, con los ojos cargados de cansancio y dolor.
—De las revistas, Elías. De cada portada, de cada fotografía. A cada presentación a la que vas te veo con una mujer distinta, siempre sonriente, siempre tomada de tu brazo. ¿Sabes qué es lo que más me duele? No es verte con ellas. Es que me doy cuenta de que yo jamás existo en tu mundo.
Elías apretó la mandíbula.
—Estás exagerando. Todo eso es parte de mi trabajo. Relaciones públicas, nada más.
Valeria negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas que querían salir.
—No me hagas reír… ¿Cómo podría engañar a alguien, si en realidad vivo como un fantasma? Tú mismo me has borrado de tu vida, Elías.
El auto se llenó de un silencio espeso, apenas roto por el ruido de los autos que pasaban. Valeria apretó la carta que guardaba en su bolso, deseando más que nunca que aquel instante no existiera, que el tiempo se detuviera para no tener que enfrentarse ni a su pasado ni a su presente.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo