Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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Sangre, sudor y lágrimas
Cuando Jalil regreso a la casa. El silencio era tan grande que escuchó su propia respiración.
Se acercó a la mesada; donde habia dejado las pocas cosas que había comprado esa tarde.
Un paquete de café, pan, un queso envuelto en papel, y una botella de agua.
Puso una jarra con agua en la hornalla y esperó a que calentara. Miró alrededor; no había ni alfombras, ni cuadros, ni nada que le recordara su hogar.
Cuando el agua hirvió, preparó el café y cortó un pedazo de pan. Se sentó a comer.
El pan era duro. El queso simple.
Pero al menos lo mantenía despierto.
Cuando terminó, corrió la taza a un lado y acercó los libros de contabilidad.
Eran un desastre; tachones, cuentas mezcladas, números que no cerraban por ningún lado.
Pasó una hoja, luego otra.
Sus ojos se entrecerraron.
—Esto es un chiste… —murmuró.
Apoyó el codo en la mesa y se frotó las cejas, cansado.
Pero entonces, sin querer, su mente volvió al mediodía.
Al cartel, al nombre que despertaba tantos sentimientos contradictorios
A la mujer de espaldas entrando al local.
Sintió otra vez ese golpe en el pecho, incómodo y traicionero.
Sacudió la cabeza, como si quisiera ahuyentar el recuerdo.
—No era ella —se dijo en voz baja—. No puede ser.
Pero aun mientras intentaba concentrarse en los números, una parte de él seguía inquieta, como si algo se hubiera despertado después de años de silencio.
La había odiado con una intensidad que lo abrumaba.
Aún recordaba días después de la discusión con su padre, él se fue a Londres, Kendra lo llamo habia escuchado un rumor y le entregó el diario de Zahra, siempre había sabido que había mujeres dispuestas a cualquier cosa por un poco de riqueza.
Su odio nacía precisamente de que con ella no lo había considerado, pero todo había sido premeditado desde su acercamiento en Esparta a lo ocurrido en Marambit. Desde que leyó ese diario considero que ella le había pedido a la empleada que llamara a Akram.
La odiaba profundamente, odiaba profundamente la manera en que lo había atrapado. Odiaba a su esposa y no ayudaba en su causa que fuera una mentirosa, que había hecho correr el rumor de que estaba embarazada y mucho menos que hubiera seducido a uno de los custodios.
Jalil miro a su alrededor, era inaceptable seguir viviendo así, miro los libros. Su hermanita quería que ese lugar funcionara, él lo haría funcionar, pero Mariana iba a tener que desembolsar mucho dinero.
Miro la hora en Argentina eran las tres de la madrugada.
Jalil sonrio y tomo su teléfono decidió llamar a Malek quien aun estaba durmiendo junto a su esposa Olivia.
El celular vibró apenas en su mano, como si incluso la tecnología temiera romper el silencio de esa choza perdida en la Patagonia.
aúnlil apoyó la espalda en la silla, respiró hondo y presionó el botón.
Tres tonos.
Cuatro.
Y finalmente, una voz ronca y adormecida respondió.
—…¿Jalil? —la voz de Malek sonaba entre confundida y alerta—. Son las… ¿qué hora es allá?
—Las tres. —Jalil no dio más detalles. No tenía ganas de excusas.
Hubo un suspiro al otro lado.
—¿Y en Argentina no existe el concepto de dormir? —murmuró Malek, pero ya estaba incorporado, se le notaba en el cambio en el tono—. ¿Qué pasa?, dime que no te haz metido en lío.
Jalil miró el cuaderno de contabilidad abierto delante suyo. El desastre. La nada. El silencio.
Y, por debajo de todo, el recuerdo de Zahra como un cuchillo torcido.
—Necesito dinero —dijo, directo, sin rodeos.
Un breve silencio.
—¿Cuánto?
La voz de Malek cambió. Se volvió seria, ¿Cuánto?
Jalil respiró por la nariz, cansado.
—Bastante.
—Define “bastante”. —La voz de Malek se endureció—. ¿Qué hiciste ahora?
—Nada. —Jalil apretó los dientes—. Este maldito lugar está en ruinas. Los libros son un chiste. Si quiero levantar esto en los próximos meses, necesito una inversión inicial. Grande.
Se escuchó el sonido de sábanas corriéndose y un leve murmullo: Olivia, medio dormida, preguntando si todo estaba bien.
— Es Jalil.
— Debieron darle unos azotes respondió Olivia medio dormida. Malek acarició a su esposa y luego
volvió al teléfono.
—¿Y por qué no llamás a tu hermana? —preguntó.
Jalil soltó una risa seca.
—Porque tengo entendido que tu te ocupas de administrar todo. Asi que dime que necesito.
Malek chasqueó la lengua.
—Mariana no quiere que te demos dinero, asi que todo debe quedar debidamente registrado, cada centavo que gastes debe tener una factura justificandola.
Jalil no respondió.
Malek exhaló, resignado.
—Haré una transferencia. Ahora dime, ¿Estás bien?
Jalil sintió la pregunta como un golpe.
Miró alrededor, y por un segundo creyó que iba a decir la verdad.
Que no dormía.
Que la culpa lo estaba devorando.
Que había gritado hasta quedarse sin voz.
Que había visto un fantasma en la puerta de un local.
—Estoy bien —mintió.— Solo necesito dinero.
—Jalil…
—No empieces —lo cortó, cansado—. En serio. Solo has la transferencia.
Hubo una pausa. Una pausa que decía mucho más que cualquier reproche.
—La hare en una hora —concedió Malek—. Y mañana voy a llamarte. Si no atiendés, me tomare un avión.
Jalil apretó los labios.
—No hace falta.
—No te pregunté —respondió Malek con dureza—. Y otra cosa.
—¿Qué?
—No vuelvas a llamarme a las seis de la mañana —bufó—. Olivia piensa que necesitas unos azotes.
Por primera vez en días, a Jalil se le escapó una sonrisa real. Ínfima, pero real.
—Que no le de ideas a tu hermanita—murmuró.
—Buenas noches, hermano vete a dormir—dijo Malek.
—Buenas noches.
Jalil dejó el teléfono sobre la mesa y decidió acostarse sin ganas, sin sueño.
Cuando por fin cerró los ojos, el pasado no lo dejó descansar, imágenes difusas, Zahra gritando su nombre. Se despertó varias veces, sobresaltado, sudando a pesar del frío.
A las seis de la mañana ya estaba sentado en la cama, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
La oscuridad seguía densa, como si ese lugar no tuviera prisa en darle un nuevo día.
Encendió la estufa salamandra.
Otra vez, una nube espesa de humo negro lleno todo a su alrededor.
—Perfecto… —bufó, abriendo la ventana y puerta de la choza.
El frío entró de golpe congelandolo.
Fue a la mesada para prepararse café, cuando por el rabillo del ojo vio algo moverse.
Una sombra pequeña, y el crujido inequívoco de pan siendo mordido.
Jalil se quedó inmóvil, sobre la mesa, despreocupado, un ratón gris estaba devorándose el pan que él había dejado.
—¿En serio? —masculló Jalil se movio y el raton salió corriendo entre las grietas.
Jalil apoyó ambas manos en la mesa y respiró hondo, tratando de no perder la poca paciencia que tenía.
—Esto no puede estar pasandome dijo entre dientes.
Preparó el café se lo tomó amargo, fuerte, intentando entrar en calor.
Tenia hambre, pero no podía comer pan.
Decidió salir, para distraerse. Afuera, el cielo apenas insinuaba el amanecer, una línea gris azulada detrás de las montañas. El aire frio le congelo el rostro y las manos.
Jalil metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar por el terreno.
Se dirigía hacia los corrales y algo llamó su atención.
Un gallinero, torcido, con una puerta de madera atada con alambre.
Adentro, unas gallinas blancas y marrones caminaban, picoteando el suelo.
Había un par de gallos enormes.
Jalil arqueó una ceja.
—Huevos —murmuró—. Eso era algo.
Se acercó, empujó la puertita , la cual chirrió como si estuviera a punto de desarmarse.
Jalil respiró hondo el olor era nauseabundo, agachándose para ver el interior de los nidales.
Allí estaban; cuatro huevos tibios, perfectamente colocados.
—Gracias Alá —dijo en voz baja, aliviado.
Los tomo con cuidado , sin darse cuenta, sin medir las consecuencias
dejó la puerta abierta.
Y las gallinas, que al parecer solo necesitaban ese milímetro de libertad, salieron disparadas hacia el campo como si hubieran estado esperando ese momento toda su vida.
—¡No, no, no! —exclamó Jalil, enderezándose con los huevos en la mano.
Las gallinas escapaban en todas direcciones.
Los gallos, indignados por la intrusión, se lanzaron hacia él.
Uno le picoteó la pierna.
El otro lo atacó directo en la pantorrilla.
—¡Qué demonios les pasa! —gritó Jalil, saltando hacia atrás, mientras intentaba proteger los huevos.
Otro gallo saltó y le picó la mano.
Jalil soltó un insulto en árabe.
—¡Es solo un huevo, malditos dinosaurios!
Retrocedió, tambaleándose.
Se le escapó un huevo.
Cayó al suelo y estalló en una explosión amarilla.
Jalil quedó quieto, respirando fuerte, despeinado, con los otros tres huevos en la mano, la ropa llena de tierra, y rodeado de gallinas fugitivas dispersándose por el campo.
Un silencio absurdo lo envolvió.
Después pasó una ráfaga de viento.
Luego otra gallina le corrió entre las piernas.
Y Jalil, derrotado, exhaló.
—Hubiera preferido que Mariana lo hiciera azotar… —murmuró con una mezcla de rabia y resignación.
Había empezado el día… y ya quería terminarlo.
Jalil respiró hondo, ajustó la postura y miró el campo abierto.
Habia gallinas por todas partes, corriendo y picoteando todo.
Como si hubieran sido liberadas de un cautiverio injusto, cuando en realidad solo él había sido lo bastante incompetente como para dejarlas escapar.
—Muy bien —dijo entre dientes.— Ustedes ganaron la primera ronda.
Guardó los huevos en el bolsillo de su campera, con sumo cuidado, como si fuera oro. Tenía que atraer a las gallinas.
Jalil avanzó lento, casi a hurtadillas.
—Ven… no te voy a hacer nada.
La gallina lo miró, lo midió y cuando él dio un paso más salió disparada como una flecha.
Jalil corrió detrás.
—¡Vuelve aquí!
La gallina esquivó tres matas de pasto, giró bruscamente hacia la izquierda, y Jalil pisó mal.
Se deslizó en el barro.
Y terminó en el suelo con un golpe seco.
Se quedó ahí, mirando el cielo gris y algo chorreando por el bolsillo.
—Maravilloso —resopló, y se levantó.
Entonces vio otra gallina estaba cerca de un arbusto bajo.
Jalil se acercó en silencio, rodeándolo por un lado.
Cuando estuvo a una distancia razonable, se lanzó.
La gallina dio un salto elegante y se escabulló entre las ramas, mientras él quedaba atrapado entre espinas.
—¡Qué demonios! —bufó, sacándose una rama de la manga.
Y entonces vio otra gallina, esta parecía más tranquila, picoteando el pasto como si nada del mundo le importara.
Jalil respiró hondo, la observó, movió las manos lentamente, dio un paso y otro.
—Eso es… —susurró.
Cuando estaba a punto de atraparla, un gallo apareció desde un costado y le picoteó el tobillo.
—¡Te voy a hornear! —gritó, saltando de dolor, mientras ambas aves escapaban.
Entonces otra gallina esta la vio al otro lado del corral, tranquila, cerca del gallinero.
—Perfecto —murmuró—. Una con sentido común.
Caminó hacia ella con cautela.
La gallina lo observó.
Y entonces…
Entró sola por la puerta.
Jalil se quedó quieto.
—¿En serio?
La gallina entró, picoteó el piso… y salió otra vez.
—¿QUÉ TE PASA? —tronó él, ya sin dignidad.
Persiguió a esa gallina media vuelta alrededor del gallinero, tropezó en el mismo lugar dos veces, casi se llevó puesto un balde viejo y, finalmente, en un acto desesperado, se le tiró encima con los brazos extendidos.
La gallina logró escabullirse.
Exhausto y sudando murmuró—Voy a incendiar este país…
Pero entonces, un sonido lo hizo levantar la cabeza.
Una voz femenina.
Suave, incrédula… y divertida.
—¿Está… bien?
Jalil se quedó congelado, giro lentamente y la vio.
Una mujer parada a unos metros, con una bolsa de granos en la mano, una campera gruesa y una bufanda tejida. Tenía mejillas sonrojadas por el frío y lo observaba como si fuera un monito en exhibición.
Lo había visto en el momento exacto en que intentaba atrapar gallinas como un lunático.
Jalil parpadeó.
—Estoy perfectamente —respondió con falsa dignidad mientras se incorporaba.
El gallo lo picoteó otra vez.
—perfectamente.
La mujer trató de no reírse.
—Le… ¿Le ayudo?
Jalil apretó los dientes.
—No necesito ayuda —dijo con orgullo.— ¿ Quién es usted?.