Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo IV Perdida de la dignidad
Punto de vista de Anabella
Estaba furiosa. Las lágrimas de rabia quemaban mis mejillas mientras caminaba de un lado a otro en mi habitación. Nunca le perdonaría a mi padre la humillación pública a la que me había sometido frente a la familia del hombre que amaba. Yo solo quería un cuento de hadas, una réplica exacta del amor que él siempre presumió tener con mi madre; pero, en cambio, me había arrojado a un cuento de horror.
Lo que más me dolía, lo que me desgarraba por dentro, era el silencio de mi madre. Ella, que siempre había sido mi aliada, no emitió ni una sola palabra para defenderme. Se quedó ahí, estática, viendo cómo mi futuro se desmoronaba.
—Hija, sé que estás molesta, pero tienes que entender que todo esto lo hizo tu padre por tu bien —dijo mamá, entrando a mi habitación con ese tono pausado que hoy me resultaba insoportable.
—¡No lo defiendas! —le grité, dándome la vuelta bruscamente—. Mi padre está acostumbrado a que el mundo se mueva a su antojo. Ahora que finalmente arruinó mi compromiso y pisoteó mi felicidad, debe estar celebrando su victoria.
La rabia me cegaba. No entendía, ni quería entender, qué razones podían justificar semejante crueldad. En mi mente solo estaba la imagen de Agustín bajando la cabeza, derrotado por la arrogancia de mi padre.
—Por favor, Anabella, cálmate —suplicó ella, intentando acercarse—. Baja a la biblioteca y habla con él. Tu padre te explicará los motivos que lo obligaron a actuar de esa manera. Hay cosas que no sabes...
—No me interesa lo que tenga que decir —sentencié, aunque en el fondo, una semilla de duda empezaba a germinar en mi pecho.
No se lo pedí; le exigí a mi madre que saliera de mi habitación. Quería que me dejara a solas con este dolor punzante que me impedía respirar. En ese momento, no quería verla a ella ni a mi padre; sentía que el odio me recorría las venas y que el perdón era algo que jamás encontrarían en mí.
Una vez sola, con las manos temblorosas, marqué el número de Agustín. Necesitaba escuchar su voz, necesitaba que me jurara que estaba dispuesto a arriesgarlo todo por nosotros. Pero la respuesta fue un eco vacío: el buzón de voz informando que no estaba disponible. Ese silencio fue mi primera puñalada.
Pasé la noche en vela, con la incertidumbre devorándome los sentidos. En un intento desesperado por ocupar mi mente, busqué cualquier información en internet, rogando que mis presentimientos fueran solo producto de la paranoia. Pero el mundo se detuvo cuando la pantalla se iluminó.
Allí estaba él. Una foto enorme de Agustín, mi prometido, sonriendo junto a Leticia Hernández. Ella, mi enemiga declarada, la mujer más desagradable que conocía, lucía una sonrisa triunfal a su lado.
—Esto no puede estar pasándome a mí —susurré, sintiendo que la realidad se distorsionaba—. Debo estar en una dimensión desconocida.
Lancé el móvil a la cama como si quemara. Las lágrimas brotaron de forma descontrolada y el dolor en mi pecho se volvió insoportable al releer el titular: "EL HEREDERO LINARES UNIRÁ SU VIDA A LA HEREDERA HERNÁNDEZ: UN MATRIMONIO QUE GARANTIZARÁ LA DINASTÍA DE AMBAS FAMILIAS".
Mi corazón se partió en mil pedazos. Hace apenas unas horas, ese mismo hombre estaba sentado a mi mesa, pidiéndole mi mano a mi padre, y ahora, de la noche a la mañana, anunciaba su boda con otra. La humillación era total.
Ciega de dolor, me puse lo primero que encontré y salí de casa. Conduje mi auto de manera desenfrenada, saltándome las luces rojas y desafiando al peligro; nada me importaba ya. En veinte minutos llegué a la mansión de los Linares. El contraste fue un golpe físico: la casa estaba de fiesta. Había meseros entrando y saliendo, luces brillantes y un bullicio de celebración que me hizo querer gritar.
Bajé del auto caminando con pasos erráticos pero cargados de furia. Al llegar a la entrada, los guardias de los Linares me cerraron el paso como si fuera una intrusa en el que, hasta ayer, era mi segundo hogar.
—Quítense de mi camino. ¿Acaso no saben quién soy yo? —grité. Mi voz sonó rota, una mezcla de autoridad heredada y un dolor punzante que me quemaba los pulmones.
—Lo siento, señorita Estrada. Las órdenes son claras: usted no tiene permitido el paso —dijo uno de los hombres, con una frialdad que me heló la sangre.
—No me interesan sus ridículas órdenes. ¡Exijo que se quiten en este momento o...!
—No nos obligue a usar la fuerza para que se retire —me interrumpió, dando un paso intimidante hacia mí.
—Tócame un solo cabello y verás de lo que soy capaz —amenacé, aunque por dentro me estaba desmoronando.
Los sujetos intercambiaron una mirada y estiraron sus manos para sujetarme por los brazos, pero una voz gélida, como el acero cortando el aire, los detuvo en seco.
—Esa no es la manera correcta de tratar a una dama.
Giré la cabeza hacia la dirección de aquella voz. Allí estaba él. El hombre del restaurante. Sostenía un cigarrillo con una elegancia letal, dándole una calada pausada mientras sus ojos, fríos como pozos sin fondo, me escaneaban sin piedad.
—Disculpe, señor Santana, pero son órdenes directas del señor Linares —explicó el guardia, suavizando su postura de inmediato ante la presencia de aquel hombre.
—Independientemente de sus órdenes, hay formas de ejecutarlas sin recurrir al maltrato físico —sentenció Santana, soltando el humo con una frialdad que me puso los pelos de punta.
—¡Ya basta! —intervine, recuperando el aliento—. Gracias por su ayuda, señor, pero puedo resolver esto sola. —Me volví hacia el guardia con los ojos encendidos—. Y usted, dígale al cobarde de su jefe que venga y me dé la cara. ¡Ahora!
La furia había vuelto a tomar el control. Ya no me importaba el escándalo; solo necesitaba que Agustín me mirara a los ojos y me dijera que todo era una mentira, o que me confirmara que era el peor de los traidores.
—Lo siento, señorita, no voy a desobedecer —insistió el guardia, pero esta vez su mirada recorrió mi cuerpo con una mezcla de desdén y burla—. Además, los señores tienen invitados importantes. Si usted aparece en las condiciones... —hizo una pausa cruel, recorriéndome de pies a cabeza—... en las condiciones en las que se encuentra, la única que quedaría en ridículo sería usted.
Por puro instinto, busqué mi reflejo en el cristal de mi auto. Lo que vi me hizo retroceder. Estaba irreconocible: el cabello revuelto por el viento, el rostro manchado de rímel corrido y la ropa mal puesta en mi afán por salir de casa. Era un desastre absoluto.
Sentí el peso de las miradas de los invitados que llegaban; me miraban con esa lástima hiriente que se le tiene a una mujer despechada, a una fracasada que no supo retener al hombre de su vida. Mi orgullo, lo único que me quedaba, acababa de ser pisoteado en la acera de los Linares, bajo la atenta y misteriosa mirada del tal Santana.