Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 4 – El Rescate
La escalera de hierro gimió de nuevo, esta vez no bajo el peso del Don, sino bajo el cuerpo frágil que los hombres intentaban levantar con cuidado. Ella no resistía, pero tampoco cooperaba. Estaba allí, encogida, como si fuera solo un fardo sin voluntad. Uno de los soldados dudó en sujetarla por el brazo, la mirada perdida entre la orden y el temor.
—No la toquen como si fuera mercancía. —La voz de Greco cortó el silencio—. Si no saben cargar algo frágil, dejen que Nikos lo haga.
Nikos no discutió. Fue hasta ellos, apoyó la mano bajo las rodillas de la joven y la otra en la espalda, con la firmeza de quien ya ha sacado heridos de zonas de guerra. Ella tembló al sentir el contacto, pero no gritó. El rostro se hundió contra su hombro, no como confianza, sino como quien huye de la claridad que hiere.
Greco observó. No dijo nada.
Cuando la superficie de la nave los recibió de nuevo, el contraste fue brutal. El olor a pólvora y sangre fresca se mezclaba con el de la noche fría. El viento de Toronto cortó su piel e hizo ondear la manta. La respiración salió en sollozos mudos, casi imperceptibles.
Los hombres de Greco abrieron camino. El suelo estaba salpicado de cuerpos, cartuchos vacíos, sangre oscura en charcos que reflejaban la luna. Para ella, cada paso entre los cadáveres parecía otro castigo. Nikos apuró el paso, queriendo sacarla de allí antes de que el peso de la escena la aplastara aún más.
Greco caminaba justo detrás, lento, controlado, como si fuera el único que no tenía prisa. La mirada fija, sin expresión, pero por dentro… una incomodidad rara. No era la muerte de los enemigos lo que lo perturbaba, tampoco el riesgo de la emboscada. Era aquella presencia, tan fuera de lugar en su mundo, pero que ahora caminaba en su territorio de hierro y sangre.
El convoy estaba listo. Los SUV alineados, motores ronroneando, vidrios oscuros. Greco abrió la puerta trasera de su coche con su propia mano, un gesto que nunca hacía. Nikos recostó a la joven en el asiento con el cuidado de quien deposita algo demasiado frágil. Ella no reaccionó. Permaneció encogida, el rostro escondido en la manta, como si pudiera desaparecer allí.
Nikos cerró la puerta, se volvió hacia el Don.
—¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Quién es?
Greco no respondió de inmediato. La mirada atravesó a Nikos como un disparo. El silencio fue respuesta suficiente. Nikos bajó la cabeza.
—Entendido, Don.
El Don entró en el coche. El vidrio se cerró, aislando el interior en un casulo de silencio. El chofer aguardó la orden.
—Mansión. —dijo Greco.
El motor rugió. El coche avanzó, dejando atrás la fábrica.
En la penumbra del interior, solo el reflejo de los faros iluminaba a la joven. No lloraba, no hablaba, no pedía nada. Solo se encogía más, como si quisiera ser sombra. Los ojos fijos en la nada, atrapados en algún lugar lejano.
Greco observaba por el retrovisor. Cada bache del camino hacía que la manta resbalara, y ella la volvía a sujetar con un gesto automático, casi infantil. No había súplica en sus ojos, solo vacío. Y el vacío era peor que cualquier grito.
El Don se recostó en el asiento, sin apartar la vista del espejo. Pensaba en Vladimir, pensaba en los papeles quemados, en los candados nuevos. Aquel sótano no era aleatorio. Aquella joven no era un detalle. Era pieza de un juego mayor.
Pero había algo más. Algo que lo desconcertaba, la sensación de que aquel silencio pesaba más que todo el tiroteo.
—Agua. —dijo Greco, sin alzar la voz.
Nikos sacó una botella del compartimento y se la tendió al Don. Greco la tomó. Miró a la joven.
—Bebe.
Ninguna respuesta. Ella no levantó los ojos. Greco dejó la botella en el asiento, cerca de su mano.
—Si quieres.
El coche siguió. La ciudad pasaba afuera, puentes y rascacielos iluminados, reflejos en el cristal mojado por la lluvia. Pero dentro del vehículo reinaba otra atmósfera, la de una celda en movimiento.
Nikos, en el asiento al lado, se giró un poco.
—Don… ella puede ser un problema. No sabemos quién es, de dónde vino. Puede estar ligada a Vladimir.
—Cállate. —La orden fue seca, definitiva.
Nikos tragó en seco, volvió a mirar la carretera.
Theo cerró los ojos un instante, pero no para descansar. Volvió a ver el tobillo herido, la piel desgarrada por la cadena, la mirada de un solo ojo que aún guardaba una chispa de vida. Cosas que no deberían importarle, pero le importaban. Contra su propia voluntad.
Cuando los abrió, volvió a encontrar su reflejo en el espejo. La misma mirada vacía, pero ahora fija en él. Como si midiera quién era ese hombre que la sacaba de un infierno solo para llevarla a otro.
Y, por primera vez en mucho tiempo, Theo Greco no tenía una respuesta preparada.
El coche deslizaba por las avenidas mojadas de Toronto. La lluvia había cesado, pero aún dejaba en el aire el olor metálico del asfalto frío. Los faros se reflejaban en los charcos, creando fantasmas de luz que se deshacían a medida que el vehículo avanzaba. Dentro, el silencio era tan denso que se podía oír el leve tic-tac del reloj de pulsera de Greco, marcando el tiempo como un martillo discreto.
No apartaba los ojos del retrovisor. El rostro de la joven permanecía medio escondido, pero los detalles saltaban: la piel marcada, el trapo que hacía de vestido, la forma en que encogía los hombros como si intentara ocupar el menor espacio posible. Una sombra humana dentro de un coche blindado.
Theo sintió aquello todavía ardiendo en la garganta. Extraño cómo, en medio de balas y sangre, nunca perdía la calma. Pero ahora, frente a una criatura herida y muda, la tranquilidad se deshacía en algo que no sabía describir. No era compasión, esa palabra no la admitiría. Era… una molestia. Como una herida que no sangra, pero no cicatriza.
Desde el asiento de adelante, conduciendo, Nikos se atrevió a mirar de nuevo al Don. El brillo de sus ojos reflejaba tanto preocupación como curiosidad.
—Don… ¿y si es una trampa? ¿Y si sabe algo?
Greco siguió mirando por el espejo, sin mover un músculo.
—Entonces lo descubriremos.
El silencio volvió a reinar.
Afuera, los edificios se erguían como centinelas de vidrio y concreto. Las luces de la ciudad pasaban rápidas, pero dentro del coche el tiempo parecía detenido. La joven apretaba la manta contra su cuerpo, no para calentarse, sino como si fuera la última barrera contra el mundo.
Greco lo notó: ella no miraba por la ventana, no seguía la ciudad. No intentaba ubicarse ni reconocer a dónde la llevaban. Era como si no le importara el destino. Para alguien que pasó demasiado tiempo en cautiverio, el “dónde” había perdido importancia. Lo que importaba era sobrevivir al siguiente minuto.
Theo respiró hondo y apoyó la espalda en el asiento. El cuero frío le devolvió la postura erguida de siempre, pero por dentro sentía un malestar que ningún traje caro podía ocultar. Había visto mujeres de todo tipo: amantes, esposas, viudas de enemigos. Todas, en algún momento, intentaron usar lo que tenían contra él. Pero aquella, en el asiento trasero, no tenía nada. Y, aun así, era la primera que lo desmontaba por completo.
El coche cruzó el puente que llevaba a la parte más rica de la ciudad. Los rascacielos quedaron atrás, sustituidos por calles más anchas y mansiones escondidas tras portones de hierro. Nikos mantuvo la velocidad constante, como si quisiera desaparecer en la noche.
Nikos carraspeó.
—Don, ¿ella sabe a dónde va? —preguntó, sin dirigirse a ella, sino a Theo.
—No. —La respuesta fue seca, definitiva.
El brazo derecho cerró la boca. A Greco no le gustaban las preguntas.
Theo volvió al espejo. La joven finalmente levantó la mirada. No habló, no movió los labios, pero clavó los ojos en los suyos a través del reflejo. Fue solo un segundo. Pero bastó.
Había algo en aquella mirada que no era solo miedo. Era cálculo. Una chispa escondida, como si dentro de ella aún hubiera alguien esperando el momento justo para despertar.
Greco sostuvo la mirada hasta que ella desvió. Entonces volvió a recostarse, cerrando la mano sobre la rodilla. Eso confirmaba lo que ya sabía: había una historia mayor detrás de ella. Y, tarde o temprano, arrancaría cada pedazo de ella.
Afuera, el portón de hierro de su mansión surgió iluminado por los reflectores. El convoy redujo la marcha, las cadenas del portón se movieron, abriendo camino. La vida que ella conocía terminaba allí.
Theo Greco lo sabía. Pero, por dentro, algo susurraba… tal vez, de alguna forma, la suya también.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!