Ella siempre supo que no encajaba en esa mansión. No era querida, no era esperada, y cada día se lo recordaban. Criada entre lujos que no le pertenecían, sobrevivió a las humillaciones de su madre y a la indiferencia de su hermanastra. Pero nada la preparó para el día en que su madre decidió venderla… como si fuera una propiedad más. Él no creía en el amor. Sólo en el control, el poder y los acuerdos. Hasta que la compró. Por capricho. Por venganza. O tal vez por algo que ni él mismo entendía. Ahora ella pertenece a él. Y él… jamás permitirá que escape.
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Una pieza en el tablero
Nunca pensó que el silencio de Adrián pudiera ser más ensordecedor que sus gritos. Pero en esos días previos a la boda, su silencio era distinto. Ya no era indiferencia, ni arrogancia, ni rabia contenida. Era… observación.
Y eso la ponía aún más nerviosa.
Adrián ya no llegaba ebrio a las tres de la mañana, tambaleándose o con el cuello de la camisa manchado del perfume de otra mujer. Ahora llegaba temprano. A veces incluso cenaba con ella y con Amelia. Se sentaba con calma, la escuchaba hablar de su día, preguntaba por sus dibujos, por sus canciones favoritas.
Y luego, cuando la pequeña ya dormía, Thalía lo encontraba en el pasillo. A veces con una copa en la mano, otras veces solo apoyado en la pared, como si llevara horas ahí esperándola.
—¿Estás bien? —le preguntaba, noche tras noche.
Ella asentía. Al principio con recelo. Luego con sorpresa. Más tarde, con algo de inquietud.
¿Por qué ahora?
¿Por qué justo cuando ya había empezado a apagar ese sentimiento idiota en el pecho que se empeñaba en esperarlo?
Una noche incluso se sentó a su lado en la sala. En silencio. Sin tensiones. Sin acusaciones. Sin nombres de otras mujeres como tema de conversación.
Solo estaban ahí. Dos extraños compartiendo el mismo techo, intentando no herirse más.
A veces pensaba que era solo un juego. Un nuevo disfraz de Adrián. Una estrategia para asegurarse de que ella no se fuera antes de la boda.
¿Lo era? No tenía forma de saberlo. Pero si lo era… era uno que sabía jugar muy bien.
Porque ahora ya no la ignoraba.
Ahora la miraba.
No con deseo. No con ternura. Pero con atención.
Y para Thalía, eso era nuevo. Y malditamente confuso.
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El vestido de novia colgaba en el armario. Blanco, con bordados delicados, diseñado para alguien que esperaba amor al final del altar. No para ella.
Lo miró de reojo antes de cerrar la puerta. Aún le parecía una burla.
¿Cómo se supone que debo vestirme de blanco cuando estoy llena de cicatrices que nadie ve?
Suspiró y bajó las escaleras. Amelia estaba en casa de la madre de Adrián, algo que últimamente ocurría con frecuencia. Él lo justificaba con excusas débiles: que quería que la niña se encariñara con su familia, que su madre la adoraba, que no quería que Thalía se sintiera sobrecargada.
Mentiras.
Adrián la alejaba por algo. Y eso solo significaba que algo se estaba gestando. Algo que no la incluía.
Llegó a la cocina y preparó café. Y como si lo hubiera invocado, Adrián apareció en la entrada, descalzo, con la camisa medio desabrochada y el cabello alborotado como si no hubiera dormido en toda la noche.
—¿No puedes dormir? —preguntó ella, sin mirarlo.
—No quiero dormir —respondió él, directo—. Quiero que hablemos.
Thalía lo enfrentó, taza en mano.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti. Sobre mí. Sobre lo que va a pasar el sábado.
Ella apretó los labios. El sábado. La boda.
—No hay nada que decir. Firmamos un contrato. El show debe continuar, ¿no?
—¿Y eso es todo lo que eres capaz de pensar? ¿Un show?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Es lo que tú dijiste, Adrián. Que necesitabas a alguien manipulable. Que esto era por conveniencia. Que yo era dócil, débil y que nunca te molestaría. Así que no me pidas ahora que juegue a la fantasía del matrimonio feliz.
Hubo un silencio.
—Tienes razón —dijo él al fin—. Dije todo eso. Pero también me equivoqué. Porque no eres débil. No eres manipulable. Y definitivamente me estás molestando más de lo que pensaba.
Ella frunció el ceño.
—¿Eso es una disculpa?
—No. Es una advertencia. Porque cada día me cuesta más mantenerme al margen.
Thalía dejó la taza sobre la mesa.
—¿Y qué pasa si ya no quiero casarme contigo?
Adrián se le acercó. No como antes, no con arrogancia ni posesión. Esta vez fue más frío. Más calculador.
—Entonces todo lo que sacrificaste no habrá servido para nada. Y te aseguro que tu familia… no va a perdonártelo.
Eso era un golpe bajo. Pero no mentía.
Thalía respiró hondo. Lo miró a los ojos. Y esa vez, no se quebró.
—Entonces prepárate, Adrián. Porque pienso casarme contigo. Pero no pienses que me vas a tener. No de verdad.
...****************...
El sonido del reloj en la cocina era insoportable.
Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
Como una cuenta regresiva hacia el abismo.
Thalía lavaba una taza que ya estaba limpia. Frotaba con tanta fuerza que la cerámica chillaba bajo la esponja. Sus pensamientos eran un ruido blanco. Sentía que no podía más.
El murmullo de los pasillos le indicaba que los preparativos seguían. Flores. Mesas. Invitados. Vestido. Todo un espectáculo montado sobre una mentira.
Y ella era la protagonista.
—¿Pasa algo? —preguntó Adrián desde la puerta, con voz cansada.
Thalía no respondió. Ni siquiera giró. Solo dejó la taza en el lavaplatos. Cerró el grifo.
Y entonces suspiró.
Un suspiro largo, tembloroso. Como el que da alguien que lleva días conteniendo un grito.
Sus hombros comenzaron a sacudirse.
Y luego, simplemente, se quebró.
—¿Por qué yo…? —susurró, apenas audible—. ¿Por qué tenía que ser yo?
Sus rodillas flaquearon, se dejó caer al suelo, con las manos apretadas contra su pecho. Se golpeaba una y otra vez, desesperada, como si pudiera arrancarse el dolor con los dedos.
—¡¿Por qué yo, Adrián?! —gritó entre sollozos—. ¡¿Qué hice tan mal para merecer esto?! ¡¿Qué hice para que todos decidan por mí, para que nadie me escuche, para que todos me usen?!
Adrián se quedó paralizado.
No era la Thalía silenciosa. No era la que lo ignoraba o la que fingía estar bien. Era la niña herida, la joven rota, la mujer cansada de resistir.
Y verlo le dolió.
Caminó hacia ella, torpe, como si sus piernas no respondieran. Se agachó a su lado.
—Thalía, basta —dijo en voz baja, tomándole las muñecas para que dejara de golpearse.
Ella forcejeó un momento, pero luego se desplomó contra su pecho. Lloró con tanta fuerza que su camisa se empapó. Adrián no sabía qué hacer. Solo la sostuvo. Por primera vez, sin orgullo. Sin máscaras. Solo él. Solo ella.
—No quería que fuera así… —murmuró, sin pensar—. No tenía que dolerte tanto.
Ella se apartó un poco, lo miró a los ojos.
—¿Y cómo no me va a doler? —dijo entre lágrimas—. ¿Tú crees que soy de piedra? ¿Crees que no siento, que no pienso, que no tengo sueños?
Adrián apretó los labios. No tenía respuestas. Solo culpa.
—Yo solo quería a alguien que no complicara las cosas —confesó, bajando la mirada—. Pero tú… tú complicas todo. Porque existes. Porque me haces cuestionar todo esto.
Thalía soltó un respiro tembloroso.
—¿Y eso es malo?
Adrián no respondió.
Pero no hacía falta.
El silencio de él fue la única confesión verdadera que había dado en mucho tiempo.
En ese silencio, Thalía supo que, aunque él no estuviera listo para amar, tal vez… solo tal vez, había una grieta en su armadura.
Una grieta que algún día podía romperse por completo.
Tiago ya eres grande para dejarte envolver como niño creo q los padres q te dio la vida te han enseñado valores ojalá no te corrompas con esa persona q dice ser tu padre , Thalía y Joshua hicieron mal al no decirte la verdad por cuidar tu ntegidad , ahora quien sabe lo. Q te espera al lado de este demonio