MATE

Emma

Cuando llegué a la cabaña, sentí un nudo formarse en mi garganta. Allí estaba, justo como la recordaba, aunque más vieja y desgastada. El tejado tenía algunas tejas faltantes, y la madera de las paredes estaba agrietada por el paso del tiempo. Pero a pesar de todo, seguía siendo mi refugio. Mi santuario. El lugar donde, alguna vez, toda mi familia se reunía y dejaba de lado el mundo para simplemente estar juntos.

Recorrí con la mirada cada detalle, y una ola de nostalgia me golpeó con fuerza. Podía verme a mí misma corriendo por el patio con mi hermana menor, riendo hasta que nos dolía el estómago.

Recordé a mamá cocinando en la pequeña cocina mientras papá arreglaba cosas en el cobertizo, siempre insistiendo en que lo dejáramos trabajar en paz. Era como si esas memorias estuvieran impregnadas en las paredes, como si el tiempo no hubiera borrado nada, aunque hacía años que no pisaba este lugar.

Las cosas habían cambiado tanto desde entonces. Mi familia, antes unida, se había dispersado. Mis padres ahora vivían en otro estado, disfrutando de su retiro. Mi hermana se casó y tenía su propia familia.

Yo... yo me quedé atrapada en la vorágine de Nueva York, persiguiendo sueños que, al final, resultaron ser pesadillas disfrazadas.

Entré a la cabaña y dejé mis maletas junto a la puerta. El aire tenía ese olor a madera vieja y tierra húmeda, el mismo que recordaba de mi infancia. Cada rincón parecía igual, aunque el polvo cubría las superficies y las ventanas estaban empañadas por el abandono.

Me detuve en la sala de estar y pasé los dedos por la vieja mesa de café, sintiendo la textura rugosa de la madera.

Una sonrisa melancólica se dibujó en mi rostro.

No podía evitar pensar en todo lo que me había llevado de vuelta a este lugar. Mi vida en Nueva York se había desmoronado tan rápido que apenas había tenido tiempo de procesarlo. Primero, el incidente en la oficina. Aún sentía rabia cada vez que pensaba en mi jefe, en cómo había intentado aprovecharse de mí. Sus manos sobre mi brazo, su mirada arrogante, su certeza de que podía hacer lo que quisiera porque era intocable. La furia me había dado la fuerza para reaccionar. Lo golpeé, claro que sí, pero esa victoria fue efímera. Me despidió en el acto, y con su dinero y poder, sabía que tenía todas las de ganar si intentaba hablar.

Y como si eso no fuera suficiente, luego descubrí a Mark, mi novio de dos años, con otro hombre. Ni siquiera trató de negarlo.

Lo peor no fue que me engañara, sino que había vivido una mentira todo ese tiempo. Me usó como una fachada para ocultar quién era realmente.

Dos años de mi vida desperdiciados en alguien que nunca fue sincero conmigo.

Todo eso me llevó aquí, a este rincón perdido en Alaska. Necesitaba escapar, desconectarme del ruido, de la gente, de la ciudad que parecía devorarme viva. La cabaña era lo único que podía pensar para encontrar algo de paz.

Después de acomodar algunas de mis cosas y limpiar un poco, decidí tomarme un momento para mí. Preparé una taza de café y salí a la terraza. El aire frío de la madrugada me golpeó la cara, pero era un frío que me reconfortaba, como si me recordara que estaba viva. Me senté en una de las viejas sillas de madera y miré hacia el horizonte.

El cielo estaba comenzando a iluminarse, pintándose con tonos naranjas y rosados que se reflejaban en los picos nevados de las montañas. El paisaje era impresionante, como un cuadro que nunca se repetía dos veces. Me quedé allí, hipnotizada, viendo cómo el sol empezaba a asomarse tímidamente por el horizonte.

El café se enfriaba lentamente en mis manos, pero no me importaba. No sabía cuánto tiempo había pasado; el tiempo parecía haberse detenido. En Nueva York, siempre estaba corriendo, siempre pensando en lo que tenía que hacer a continuación. Aquí, por primera vez en mucho tiempo, me permití simplemente estar.

El silencio del amanecer era diferente al silencio de la ciudad. No era un silencio vacío, sino lleno de vida. Podía escuchar el suave murmullo del viento entre los árboles, el canto lejano de algún pájaro y, de vez en cuando, el crujido de la madera de la terraza bajo mis pies.

Cerré los ojos y dejé que el frío y los sonidos me envolvieran. Por un momento, todo parecía estar bien, como si pudiera dejar atrás todo el dolor, la rabia y la desilusión. Pero sabía que era solo una ilusión. El pasado siempre encuentra la manera de alcanzarte, por más que intentes escapar.

Aun así, estaba agradecida por ese momento. Por estar en la cabaña, por sentirme conectada con algo más grande que mis problemas. Tal vez no sabía qué haría con mi vida a partir de ahora, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que tenía la oportunidad de empezar de nuevo.

Era una vida tranquila, monótona tal vez, pero era mía. Nadie me molestaba, y yo no molestaba a nadie.

Sin embargo, algo era diferente. Una sensación extraña se había asentado en mi pecho desde que llegue y se ha intensificado, un zumbido sutil que no lograba quitarme de encima. Me sentía... inquieta. Algo había alterado la paz que tanto valoraba.

Ayer por la noche, justo antes de cerrar las ventanas de la cabaña, un olor indescriptible llenó el aire. Era cálido, amaderado, con un toque dulce que me recordaba a frutos secos. Se deslizó por mi nariz como una caricia, haciendo que mi pecho se tensara y mi piel hormigueara. No entendía por qué, pero esa fragancia me había dejado desconcertada, como si algo profundo y ancestral se despertara dentro de mí.

–Debe ser una tontería–, pensé mientras tomaba un sorbo de café. Probablemente solo era alguna planta en flor, algo completamente normal en un bosque tan denso.

Sí, eso debía ser.

Decidí ignorar esa sensación y concentrarme en mi día. Sin embargo, mientras caminaba entre los árboles, no podía evitar mirar a mi alrededor con un extraño presentimiento.

Entonces, lo vi.