Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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Gracias por decírmelo
...CAPÍTULO 24...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
Había pasado exactamente un día desde “la noche de mi mayor humillación pública” —así la había nombrado oficialmente en mi diario mental— y todavía despertaba algunas mañanas con la sensación de que había hecho algo terrible.
Cosas normales, ya saben.
Afortunadamente, en la oficina nadie mencionó nada… aunque tampoco lo necesitaban: cada vez que entraba, las miradas eran suficientes para recordármelo.
Luciana apenas me veía me decía:
—Hola, terremoto.
Sebastián:
—¿Ya desayunaste? Te veo con ganas de pelear.
Diego sólo hacía un gesto de cruz, como si necesitara protección divina.
Y Gabriel…
Bueno. Gabriel actuaba como si nada.
Se comportaba normal.
Demasiado normal.
Como si me estuviera dando espacio.
Como si no quisiera presionarme.
Lo cual, irónicamente, hacía todo más incómodo.
Pero ahí estaba yo, sobreviviendo, respirando hondo cada vez que lo veía pasar con esa elegancia irritante, la camisa remangada, el reloj caro en la muñeca y esa expresión de “jefe serio pero sexy sin querer”.
Un peligro.
Un peligro absoluto.
Hoy era viernes. Otra vez. Y yo solo quería irme a casa, meterme en la cama y ver dramas coreanos hasta olvidar que casi arrastraba a Adelina del cabello en plena gala.
Suspiré y empecé a guardar mis cosas.
Justo cuando iba a apagar la pantalla de mi computador, escuché tacones asesinos acercándose desde el pasillo.
No se escuchaban como pasos. Literalmente eran amenazas sonoras.
Todos en la oficina asomaron la cabeza como suricatas sincronizados.
Sebastián, que se estaba tomando un batido de fresa XL con una pajita rosa, me miró con los ojos gigantes y empezó a hacerme señas de:
“¿QUÉ HICISTE?”
Le respondí con una mirada de:
“YO NO FUI… CREO.”
Diego cerró su laptop sin razón.
Luciana apagó la música que tenía bajita.
Fernando se cruzó de brazos como si estuviera listo para arbitrar una pelea de gallos.
Y yo…lamentablemente…estaba justo al lado de la oficina de Gabriel.
Un privilegio solo cuando él estaba de buen humor. Un infierno cuando la miss estaba aquí.
Pudimos ver el rostro de la dueña de los tacones amenazantes.
Adelina.
Vestida impecable, maquillaje perfecto, peinado de revista…y una expresión muy MUY amenazante.
—¡GABRIEL! —gritó entrando como un huracán categoría mis ovarios no están listos.
Yo casi me meto debajo del escritorio del susto.
Gabriel levantó la mirada desde sus papeles. Luciendo tranquilo. Serio. Profesional.
El muy desgraciado siempre parecía sacado de una portada.
—Adelina —dijo él, calmado—. Podemos hablar con tranquilidad.
—¿CON TRANQUILIDAD? —ella soltó una carcajada fría—. ¡¿TE PARECE QUE VOY A HABLAR CONTIGO CON TRANQUILIDAD DESPUÉS DE LO QUE PASÓ?!
Todos hicieron “uuuuuuuuuuuuuuh” en silencio, mientras hacíamos un gesto con la mano simulando dolor.
Ella avanzó hacia él con pasos rápidos y filosos.
—No hagamos esto aquí —pidió Gabriel, levantándose despacio—. Por favor. Vamos a la terraza—
—¡NO ME TOQUES! —ella se apartó cuando él le rozó el brazo.
A mí se me abrió la boca. Sebastián solo sorbio su batido como si estuviera viendo una película.
—Adelina —repitió él, bajando la voz—, por favor. No hagas un escándalo aquí. Te lo pido.
Ella respiró fuerte, como si estuviera contándose los pecados.
—Bien. —escupió, furiosa—. A la terraza.
Gabriel le sostuvo la puerta, y ella salió como una tormenta con piernas.
Todos vimos la escena como si fuera una película.
Cuándo por fin tomaron el ascensor, todos se quedaron en silencio.
Yo respiré.
—¿Qué carajos…? —murmuré, aún escondida detrás de mi monitor.
Sebastián siguió sorbiendo el batido haciendo ruidos fuertes.
—Pues parece, amiguita —dijo—, que la Miss Universo hoy se levantó con ganas de destronar al rey.
Luciana me señaló con los ojos entrecerrados.
—¿Estás segura de que tú no hiciste nada… otra vez?
—¡No! —protesté—. ¡No esta vez! ¡He sido un ángel toda la semana!
Diego murmuró:
—Un ángel… caído… incendiando bares y galas…
—¡Diego!
Todos rieron bajito.
Después de media hora, la puerta volvió a abrirse.
Gabriel entró serio.
Ligeramente tenso.
Pero con esa calma peligrosa que sólo tiene cuando está procesando un huracán interno.
Nos miró a todos un segundo.
Cada uno fingió estar muy ocupado.
Después sus ojos encontraron los míos.
Yo tragué saliva.
Él avanzó hacia mi cubículo.
—Sera.
Congelé mis movimientos.
Mi cerebro gritó: corre.
Mi cuerpo decidió: sonríe como idiota.
Me volteé lentamente, como si ver a Gabriel de frente pudiera invocar otra crisis.
—¿Sí, jefe? —respondí—. ¿Se le ofrece algo…?
Él apoyó una mano en el marco de mi cubículo. Muy casual.
Sebastián levantó apenas la cabeza detrás de su pantalla. Luciana se acomodó el audífono que claramente no estaba usando.
Diego fingió escribir… en la computadora apagada.
Gabriel bajó un poco la voz.
—¿Podemos hablar un momento?
Mi estómago hizo una voltereta olímpica.
—¿Aquí? —pregunté—. Porque si es una reprimenda, quiero dejar constancia de que esta semana he llegado puntual, no he incendiado nada y solo lloré una vez en el baño.
Una sombra de sonrisa quiso aparecer en su rostro. No lo logró del todo.
—No es una reprimenda.
—Ah —dije—. Eso suena peor.
Suspiró.
—Acompáñame.
Me levanté. Las piernas me funcionaban, milagrosamente.
Caminamos hacia la sala pequeña de reuniones. Esa que nadie usaba porque tenía una planta falsa deprimente y una mesa que cojeaba.
Gabriel cerró la puerta.
Nos quedamos en silencio, incómodo y denso. Como esos silencios que piden a gritos que alguien diga algo… y nadie quiere ser el primero.
—Yo… —empecé.
—Sera… —dijo él al mismo tiempo.
Nos miramos.
—Tú primero —dijimos los dos.
Genial.
Él se pasó una mano por el cabello. Ese gesto que antes me parecía adorable y ahora me parecía tan seductor.
—Quería saber si estás bien —dijo finalmente.
Parpadeé.
—¿Eso es todo?
—Pues si…eso es todo.
—Después de que tu casi algo, casi prende fuego la oficina y me trato como la mujer más estúpida en la gala… esperaba algo más dramático.
—Créeme —respondió—. El drama ya se agotó.
—No parece —murmuré.
Nos quedamos en silencio otra vez.
—Tenemos que hablar de la gala —dijo al fin.
Tragué saliva.
—Ah —respondí—. Pensé que íbamos a fingir que yo no grité como una loca frente a medio mundo.
—No —negó—. No podemos fingir eso.
Me crucé de brazos.
—Perfecto. Entonces adelante. Di lo que tengas que decir.
Gabriel apoyó ambas manos en la mesa. Bajó la mirada un segundo y luego volvió al alzarla.
—Lo siento —dijo—. Por todo.
Parpadeé.
—¿Todo… qué?
—Por exponerte. Por no detener a Adelina a tiempo. Por permitir que mi padre te hablara así. Por no protegerte esa noche.
Eso me desarmó.
—Gabriel… —susurré.
—No —me interrumpió con suavidad—. Déjame terminar. Te debo esto desde hace años.
Mi corazón empezó a latir demasiado rápido.
—Nunca quise que te enteraras así —continuó—Nunca quise que pensaras que te engañé, que te traicioné o que todo lo nuestro fue una mentira.
—Entonces explícame —dije, la voz temblándome—. Explícame por qué te fuiste. Porque un día estabas ahí… y al siguiente simplemente ya no.
El silencio volvió. Pero esta vez era distinto. Más pesado.
—Después de lo que pasó… —empezó— tú cambiaste, Sera.
Sentí el golpe directo al pecho.
—Yo perdí a mi bebé, Gabriel —dije.
—Lo sé —asintió—. Y jamás lo olvidé. Pero tú te sumergiste en algo que yo no sabía cómo alcanzar. Estabas triste todo el tiempo. Vacía y nada de lo que hacía te sacaba de ahí.
Bajé la mirada.
—Cuando por fin pudiste salir más o menos de ese agujero, peleábamos todos los días —continuó—. Por todo. Por nada y los dos sabíamos que no estábamos bien.
Apreté los labios.
—Yo también estaba empezando algo nuevo —dijo—. Mi trabajo, nuevas responsabilidades… y todo me dolía al igual que tú. Porque perder a nuestro bebé no solo te rompió a ti, Sera.
Alcé la cabeza.
—Yo también iba a ser padre —dijo con la voz quebrándose apenas—. Yo también tenía sueños, planes… una vida que se cayó a pedazos.
Mi garganta se cerró.
—Y entonces… —respiró hondo— meses después, murió mi hermana.
Sentí que el piso se movía.
—Mi mamá se vino abajo. Mi familia entera. Oliver se quedó sin madre, Sera. Y yo… yo era el único que podía sostenerlo.
Cerré los ojos.
—Mi padre aparentaba estar bien por su cargo —continuó—, pero se encerraba a beber y yo tenía que ser el fuerte. Para todos.
Abrió las manos, como si soltara un peso invisible que por años le había deformado la espalda.
—No te dije nada porque ya llevabas demasiado encima. Mi padre nos estaba llevando al límite por lo que había pasado con la bebé… —tragó saliva—. Decía cosas horribles de ti. Que eras débil, que me habías distraído y por eso me estaba yendo tan mal en el trabajo, que si no hubieras estado enferma yo no habría fallado en nada. No quería que tú vivieras ese infierno en mi familia. No quise cargarte más.
El silencio que quedó fue denso.
Yo sentí cómo algo dentro de mí se resquebrajaba, como una pared vieja que por fin entiende por qué se estaba cayendo.
—Entonces… —mi voz salió frágil— ¿decidiste irte?
Gabriel asintió, sin mirarme.
—Decidí desaparecer antes de convertirme en alguien horrible contigo —dijo—. Antes de decirte cosas que no merecías. Antes de quedarme solo por costumbre y empezar a resentirte por algo que no fue tu culpa.
Me crucé de brazos, no para cerrarme, sino para sostenerme.
—¿Y nunca pensaste en volver? —pregunté—¿En explicarme algo? ¿En decirme al menos que no era porque no me amaras?
—Todos los días —respondió sin dudar—. Todos los malditos días.
Alzó la vista y ahí estaba ese brillo peligroso en sus ojos. El que solo aparecía cuando estaba a punto de romperse.
—Fue muy difícil dejarte. Fue un golpe demasiado fuerte para mí, aunque no lo creas. Pero cuando te veía… ya no eras tú y yo tampoco. Tú estabas hundida y yo estaba vacío. Nos mirábamos y nos odiabamos, solo veíamos lo que habíamos perdido. No sabía cómo sacarnos de ahí, Sera. Y tú… —negó con la cabeza— tú no querías salir.
Eso dolió.
Porque era verdad.
—No quería —admití—. Porque salir significaba aceptar que mi hija no iba a volver. Que nunca la iba a cargar. Que todo ese futuro que habíamos armado… no existía.
Sentí los ojos húmedos, pero no lloré.
—Y cuando te fuiste —continué— confirmé lo que más miedo me daba: que si no podía ser madre, tampoco podía ser suficiente para ti.
Gabriel dio un paso hacia mí, lento, como si temiera que cualquier movimiento brusco me hiciera huir.
—Nunca digas eso —repitió—Eres lo mejor que me pudo pasar en la vida. Te amo, y nunca quisiera que vivieras un infierno por mi culpa. Sentia que si me quedaba solo te atormentaría más de lo que lo estaba haciendo. Sera, parecía que nos odiáramos. Sentía que estarías mejor sin mi.
Solté una risa amarga.
—Qué ironía, ¿no? —dije—. Te fuiste para no destruirnos… y aun así nos rompimos.
Asintió.
—Sí —susurró—. Pero al menos ahora sabes que solo fui un idiota. Fue cobardía mezclada con amor.
Las lágrimas me nublaron la vista.
Nos quedamos ahí, frente a frente, sin tocarnos.
Ya no éramos los mismos.
Pero tampoco éramos extraños.
—No te pido que me perdones —añadió—. Solo necesitaba que supieras la verdad.
Lo miré largo rato.
—No tenías derecho a decidir eso solo —dije finalmente.
—Lo sé —respondió—. Y por eso te pido perdón.
El silencio volvió.
—Y Adelina…
—Mi padre no solo estaba mal… —continuó Gabriel, pasando una mano por su cabello—. También quería controlar todo. A mí. Mi vida. Mis decisiones. Quería que me comprometiera con Adelina.
Alcé la mirada, sorprendida.
—Adelina es hija de uno de sus socios —explicó—Para él era la alianza perfecta: poder, estabilidad, buena imagen. Todo lo que su campaña exigía.
Hizo una mueca breve, amarga.
—Pero ya me conoces. Siempre hago lo que se me da la gana y eso, al viejo, nunca le sentó bien.
Suspiró.
—Yo a Adelina la vi siempre como una amiga. Desde el comienzo. Una compañera, alguien con quien podía hablar sin sentirme observado… hasta que las cosas subieron de nivel cuando yo ya estaba perdido.
Guardó silencio un segundo. Luego añadió, mirándome de frente:
—Adelina…
Levanté la barbilla, preparándome para lo que viniera.
—Nunca fue lo que crees —dijo con firmeza—Nunca ocupó tu lugar.
Eso no me trajo alivio. Solo cansancio.
Solté el aire lentamente.
—Ya no sé qué lugar es ese —admití—. Porque el lugar que yo tenía contigo… desapareció el día que te fuiste sin decir nada.
Gabriel apretó los labios, como si aceptara el golpe.
—Lo sé —respondió—. Y no pretendo nada con esto, Sera. Solo… necesitaba que supieras que nunca te olvide.
Respiré hondo.
—Gracias por decírmelo, Gabriel.
Él cerró los ojos un segundo, como si eso fuera todo lo que necesitaba escuchar para seguir respirando.
—Siempre vas a ser importante para mí, abejita —dijo—. Aunque ahora no sepamos en qué lugar poner todo esto.