Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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Capitulo 05: Las dos caras de una misma moneda
Zahra se despertó antes del amanecer, como todos los días.
La casa estaba fría; el otoño pronto llegaria a su fin dando paso al frio invierno. Se puso un buzo, fue hasta la habitación contigua y encendió la luz.
—Andy… mi amor, arriba. —Le acarició el cabello oscuro. El niño abrió los ojos despacio y se aferró a su cuello.
Andrew tenía cinco años y cada día se parecía más a Jalil.
La misma expresión seria al despertar.
La misma forma de fruncir el ceño cuando tenía sueño.
La misma mirada profunda que ella había intentado olvidar por años.
Le preparó un chocolate caliente, lo ayudó a vestirse, un pantalón de gimnasia, una campera de esas inflables y un gorro de lana con un pompón, mientras él se ponía las zapatillas ella armó su pequeña mochila azul.
Zahra sonrio al ver a su hijo, era como una bolita de azúcar, siempre sonriendole siempre amoroso.
—¿Podemos llevar las galletas? —preguntó él.
—Claro, las que hicimos anoche —respondió Zahra, dándole un beso en la cabeza.
Salieron al exterior. El aire helado los golpeó de inmediato. La camioneta de Zahra, una vieja Hilux color gris, estaba cubierta de escarcha en los bordes. Se subieron, ella frotó sus manos un momento y arrancó.
El camino al jardín era corto, bordeado por pinos. Andy miraba por la ventana, fascinado con cómo los picos de las montañas estaban nevadas.
—Mamá… ¿hoy vas a venir a buscarme vos?
—Sí, cariño. —dijo Zahra, sonriendo.
Lo dejó en la entrada del pequeño jardín rural. Varias madres saludaban, algunas con mate en mano, otras apuradas. Zahra se agachó para darle un beso.
—Portate bien.
—Sí, mami te quiero exclamó abrazandola.
Se quedó unos segundos viendo cómo él entraba corriendo junto a sus compañeros. Luego respiró hondo y volvió a su camioneta. Tenía que abrir el local.
La fonda estaba ubicada sobre la ruta, modesta pero muy concurrida.
Una mezcla de parrilla, café y comida casera.
Mesas de madera, manteles simples,
Zahra abrió las ventanas para que entrara un poco de aire fresco, encendió las luces y puso la pava eléctrica. Mientras acomodaba unas cajas, escuchó la puerta.
Era Laura, una de sus empleadas, joven y siempre puntual.
—Buen día, Zahra.
—Buen día. ¿Podés revisar que tengamos café suficiente para la mañana?
—Sí, ya me fijo —respondió la chica, colgando su campera detrás del mostrador.
Zahra se ató el delantal, encendió la cafetera y revisó el pan que había puesto a cocinar.
Miró el cuaderno de reservas para el mediodía, solia preparar menus para los tours turísticos.
Era un día como cualquier otro.
O así creía porque a sólo unos kilómetros, un príncipe desterrado caminaba entre caballos y pastizales, todavía sin saber que la primera persona en Argentina que iba a romperle la vida vivía justo al borde de esa misma ruta.
Jalil estaba sentado en el tráiler que Ernesto usaba como oficina.
El lugar era tan pequeño que, si estiraba una pierna de más, chocaba contra un archivador oxidado. El lugar olía a café , a hierro oxidado y a papel húmedo. Las paredes vibraban cada vez que pasaba una ráfaga de viento.
Tenía los libros de cuentas abiertos frente a él.
Números desprolijos, notas a mano, columnas incompletas.
No lo podía creer.
Él, el hijo de un rey, acostumbrado a oficinas con mármol y aire acondicionado perfecto, revisando papeles manchados de grasa en un tráiler que parecía salido de una película de los años setenta.
Definitivamente, si quería que ese lugar funcionara, tendría que trabajar como un burro de carga.
Se frotó el puente de la nariz y levantó la vista hacia un mapa colgado con una chinche torcida.
—Dígame dónde estamos exactamente —preguntó, cruzándose de brazos—. Y qué hay alrededor.
Ernesto dejó la carpeta que revisaba y se acercó.
—Acá —dijo, señalando un puntito casi invisible—. Estancia Villa de Amancay.
La ciudad más cercana está a unos veinte kilómetros. Hay universidad, bancos, boliches… lo básico.
Jalil frunció el ceño.
—¿O sea que si quiero comprar comida tengo que conducir veinte kilómetros?
—Por supuesto que no —respondió Ernesto, como si fuera obvio—. Sobre la ruta hay varias tiendas. Y una fonda muy buena. Comida casera, variada. Se come de maravilla.
Jalil lo miró con la misma incredulidad con la que se mira a alguien que asegura haber visto un unicornio.
Una fonda, ¿ él ?. Jalil Hazbun qué había cenado con presidentes y reyes, en los palacios y restaurantes mas exclusivos cenaria en una fonda.
Jalil suspiró largo.
—Me dijo que había una camioneta para usar —dijo, resignado.
—Sí, sí. Venga, se la muestro.
Ernesto lo llevó a un tinglado con el techo abollado y varias chapas sueltas. Tiró de una lona vieja llena de tierra y dejó al descubierto una camioneta Ford F-100 color indefinido.
—Es una belleza —anunció con orgullo.
Jalil dio un paso hacia atrás, horrorizado.
Esa cosa parecía haber sobrevivido a las cavernas y el meteorito de la prehistoria. Se acercó a la ventanilla rota y miró la palanca de cambios.
—Esto debería estar prohibido para circular —murmuró—.
Su hermana definitivamente quería que termira de cabeza en un barranco.
Ernesto, completamente ajeno a su crisis, lo observó con paciencia.
—¿Quiere que lo lleve yo? —preguntó—. Tengo que ir hasta la ruta a comprar unas bolsas de alimento para el ganado. Le muestro el camino.
Jalil cerró los ojos un segundo.
Exiliado en un lugar destruido y sin comodidades, tenia un automóvil prehistórico.
Y ahora… un tour guiado por Ernesto.
—Está bien —dijo finalmente, sin ganas—. Lléveme.
Porque, aunque le doliera admitirlo, si salía solo probablemente ni siquiera encontraría la salida de la estancia...
La camioneta vieja de Ernesto avanzó por la ruta levantando polvo.
Jalil mantenía una mano en el manillar de la puerta, como si en cualquier momento la chatarra fuera a desarmarse.
El paisaje era inmenso: montañas nevadas al fondo, pastizales amarillos, casitas aisladas.
Demasiada naturaleza, demasiado aislamiento.
Al cabo de unos minutos, Ernesto bajó la velocidad.
—Ahí está la fonda —dijo, señalando con la barbilla.
Jalil siguió la dirección de su mirada.
Un local de madera, cálido, con humo saliendo de la chimenea, se veía a la gente sentada.
Y un cartel grande de madera, tallado.
La Cabra de ZAHRA.
Jalil sintió que algo le subía por el estómago.
Un golpe seco, como una patada directa al pasado.
El nombre, justo ese nombre frunció el ceño, era un gesto tenso, casi hostil.
Claro, tenía que ser asi Argentina, exilio, pobreza y ahora… eso.
El universo riéndosele en la cara.
—¿Quiere bajar? —preguntó Ernesto
—No —dijo Jalil, demasiado rápido.
Ernesto abrió la boca para insistir, pero en ese instante un auto salía del estacionamiento del lado derecho. Ernesto tocó la bocina, apenas un “clap” corto para avisar.
Dentro, por la ventana del local, Zahra levantó la cabeza por reflejo.
Vio la camioneta destartalada.
Y creyó verlo a él, u pecho se cerró de golpe producto del miedo.
Por un segundo, el olor a humo de la parrilla se mezcló con el perfume del palacio, con las sombras del pasado, con un nombre que ya no pronunciaba en voz alta.
No respiró, no pensó.
Solo sintió cómo el mundo le daba un giro brusco al reconocer —o creer reconocer— un perfil que marcó su vida con cicatrices invisibles.
Pero Jalil no la vio. Él solo miraba hacia el frente, con la mandíbula dura, luchando contra el recuerdo que le mordía por dentro.
Ernesto retomó la marcha.
Zahra, desde adentro, siguió la camioneta con la mirada hasta que la perdió entre el polvo de la ruta,
con un viejo temor renaciendo en el pecho que creía completamente muertos mientras los recuerdos la atrapaban...