Madelein una madre soltera que está pasando por la separación y mucho dolor
Alan D’Agostino carga en su sangre una maldición: ser el único híbrido nacido de una antigua familia de vampiros. Una profecía lo marcó desde el nacimiento —cuando encontrara a su tuacantante, su alma predestinada, se convertiría en un vampiro completo. Y ya la encontró… pero ella lo rechazó. Lo llamó monstruo. Y entonces, el reloj comenzó a correr.
Herido, debilitado y casi al borde de la muerte, Alan llega por azar —o destino— a la casa de Madeleine, una mujer con cicatrices invisibles, y su hija Valentina, demasiado perceptiva para su edad. Lo que parecía un encuentro accidental se transforma en una conexión profunda y peligrosa. En medio del dolor y la ternura, Alan comienza a experimentar algo que jamás imaginó: el deseo de quedarse, aún sabiendo que su mundo no le permite amar como humano.
Cada latido lo arrastra hacia una verdad que no quiere aceptar…
¿Y si su destino son ellas?
¿Madelein podrá dejar
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No
—Pero, mi emperatriz... es el destino. No podemos cambiarlo. Y si lo alteramos, pagaremos las consecuencias —dijo la bruja consejera, con la cabeza inclinada y la voz cargada de temor.
—¡No! —interrumpió la emperatriz con firmeza—. ¡No lo acepto! ¡Preparen una poción! La más fuerte que tengan. Dormiremos a Valentay durante dos días. Es tiempo suficiente para que llegue la Luna Roja.
—Pe... pero, mi emperatriz, piénselo. Es su hija. La menor de todas... Ya no las lastime más, por favor —suplicó la bruja con lágrimas contenidas.
—¡Ya te dije que no! —gritó la emperatriz, haciendo retumbar los muros con su poder.
Mientras tanto, Valentay era guiada a su habitación por su alma, el vampiro que amaba. Él la abrazaba con fuerza, queriendo transmitirle seguridad, pero la chica no pronunciaba una sola palabra. Solo derramaba lágrimas, sin sollozos, sin un gemido... lágrimas que pesaban como siglos.
—Entonces... así fue como murieron mis hermanas —susurró con amargura—. Las diste en sacrificio... madre...
De pronto, el castillo comenzó a temblar. Las paredes crujieron, el suelo vibró. Un aura oscura y densa invadió la atmósfera. Las brujas aparecieron de golpe en su habitación, lideradas por la emperatriz. Pero Valentay, con un leve gesto, alcanzó a desaparecer al vampiro justo antes de que ellas lo vieran.
—¿Valentay? —dijo su madre—. ¿Qué pasa, mi niña? ¿Por qué haces temblar el castillo?
—Madre... no sé —respondió con la voz quebrada—. Tuve un sueño... horrible.
—¿Qué soñaste, mi pequeña? Cuéntamelo.
—Soñé que me ofrecían como sacrificio a alguien... y luego... alguien mataba a todas. Ninguna escapaba, madre... todas eran masacradas.
La emperatriz la miró fijamente por un instante. Luego, con una sonrisa tierna pero fingida, acarició su rostro.
—Tranquila, mi niña. Eso no pasará. Ahora descansa. Te traerán un té para que te relajes.
Y así, una a una, las brujas salieron, dejando a la menor de todas sola en su habitación... con su alma.
Él apareció de nuevo, caminando desde las sombras con los puños apretados.
—Juro que si vuelven a tocarte, las mataré a todas —murmuró con los ojos brillando de furia.
—No te preocupes —susurró ella, tomando su mano—. Seré tu emperatriz... y tendremos una larga vida juntos. Ya lo verás.
—Niña Valentay, su té está listo —avisó una criada desde la puerta.
—Déjamelo ahí, gracias. Que nadie me moleste. Estoy muy cansada... quiero descansar.
—Como ordene. Mañana en la mañana vendrá su madre —respondió, cerrando la puerta con cuidado.
Apenas se cerró, una barrera invisible se activó alrededor de la habitación. Nadie podría entrar. Nadie podría salir.
Valentay lo miró a los ojos, decidida.
—Mi alma... esta noche quiero entregarme a ti. No sé qué pasará dentro de dos días. Pero por favor, cumple este capricho mío...
Él se acercó, tomándola con delicadeza entre sus brazos.
—Como ordene... mi futura esposa y emperatriz.
Y así, esa noche, bajo la protección de la barrera mágica y el manto de una luna que aún no se teñía de rojo, dieron rienda suelta a su amor.
Las manos del vampiro recorrieron con ternura el cuerpo de Valentay, como si temiera quebrarla. Ella lo miraba con la confianza de quien ha esperado toda una vida por ese instante. No hicieron falta palabras; sus almas ya se entendían desde antes de encontrarse en esta existencia.
En medio de susurros, caricias y miradas profundas, se unieron en cuerpo y alma. Y en el punto más alto de la entrega, él la marcó. No con dolor, sino con un lazo invisible, eterno. Un vínculo ancestral, más fuerte que cualquier hechizo, que lo reclamaba como suya... y a ella como parte de su linaje.
Valentay no sintió miedo. Sintió paz. Por primera vez en años, su corazón estaba completo.
—Ahora estás unida a mí —susurró él, apoyando su frente contra la de ella—. Nadie podrá separarnos, ni siquiera los dioses.
Ella sonrió débilmente y acarició su rostro.
—Lo sé... y si este es nuestro último momento, quiero recordarlo así... tú y yo, sin miedo, sin mentiras.