Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 24. Heridas que duelen.
Capítulo 24
Heridas que duelen.
La mesa estaba servida con copas de cristal, servilletas bordadas y un centro de mesa sutil. El restaurante Il Giardino ofrecía una atmósfera silenciosa y elegante.
La conversación fluía con frases medidas, sonrisas tensas y promesas de cifras futuras.
Giordanno asentía con destreza, guiando cada tema con la misma seguridad con la que llevaba una orquesta. Sin embargo, su mirada se desviaba de tanto en tanto hacia su derecha, donde Gabrielle, sentado con la espalda recta y el ceño fruncido, parecía estar en otra dimensión.
El celular iluminaba constantemente su rostro con una luz blanca.
Uno de los inversores, un suizo de traje gris y mirada aguda, cerró su libreta y dijo con voz grave:
—Entonces, en el tercer trimestre esperan superar el 12% de retorno.
—Exactamente —respondió Giordanno, girando de inmediato hacia Gabrielle—. Gabrielle, ¿has estado tomando nota de todo lo que se ha dicho hasta ahora?
Gabrielle levantó la vista, como si lo hubieran despertado de un sueño profundo.
—¿Qué…? Eh… sí. O sea… bueno…
Tragó saliva, bajó la mirada hacia el cuaderno cerrado frente a él. No había tocado el bolígrafo en toda la reunión.
Finalmente, negó con la cabeza.
—No, lo siento. Me distraje.
El silencio fue breve, pero lo suficiente para incomodar. Uno de los inversores fingió revisar su reloj; otro se sirvió agua sin decir nada.
Giordanno apretó los labios, esbozó una sonrisa diplomática y retomó la palabra sin mirar a su asistente.
—Disculpen. Él no suele distraerse. Volvamos al tema de los márgenes de distribución…
Una hora después, ya fuera del restaurante, el aire olía a humedad. El cielo gris comenzaba a soltar una llovizna apenas perceptible.
Giordanno caminó hacia el Maserati sin hablar. Abrió la puerta del conductor, dejó la chaqueta en el asiento y giró bruscamente hacia Gabrielle, que seguía con los ojos fijos en su celular.
—¿Vas a decirme qué te pasa o debo sacártelo a la fuerza? —preguntó, tajante—. Porque en toda la reunión no has dejado de ver el maldito celular como un adolescente enamorado.
Gabrielle bajó el dispositivo de golpe. Lo ocultó en el bolsillo, pero no dijo nada.
Giordanno se cruzó de brazos.
—¿Estás esperando la llamada del día siguiente? —se burló, con una risa amarga.
El cuerpo de Gabrielle se tensó como si una descarga eléctrica lo hubiera atravesado.
Un escalofrío le recorrió la columna y entonces, el recuerdo volvió, tan vívido como la noche anterior.
La habitación de Sofía olía a vino tinto y a perfume de jazmín.
La música quedó apenas como un susurro de fondo, una excusa para no hablar demasiado.
El alcohol los había empujado, desinhibido, despojado de toda lógica.
Sus labios se habían buscado en un roce incierto al principio, luego hambriento. La camisa de Gabrielle terminó en el suelo; las manos de Sofía recorrían su espalda con desesperación contenida.
Se sintieron vivos, imprudentes, atrapados en un deseo que arrastraba horas de insinuaciones y miradas eludidas.
Pero la mañana siguiente fue una historia completamente diferente.
La luz del sol entraba por las cortinas entreabiertas, delineando los bordes del cuerpo desnudo de Sofía bajo las sábanas. Gabrielle la miró en silencio, todavía incrédulo, con el corazón latiéndole en la garganta.
Ella despertó. Lo miró. Y en sus ojos no había dulzura, solo realidad.
—Gabrielle, ¿Qué hicimos?
Él sonrió, al verla tan nerviosa, tan confundida. Pero entonces ella soltó esas palabras que cambiaron el curso de la historia.
—Lo de anoche... fue un error —dijo, sin rodeos—. No puede repetirse. ¡No debió pasar!
Gabrielle no respondió. No supo qué decir. Solo se vistió en silencio, evitando mirarla otra vez.
—Gabrielle...
La voz de Giordanno lo trajo de vuelta al presente.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó enojado.
Gabrielle se pasó una mano por el rostro, como si intentara borrar ese recuerdo.
Tragó saliva.
—Nada. Solo estoy distraído. No dormí bien anoche, eso es todo.
Giordanno lo observó fijamente. Su seriedad era poco habitual.
—No mientas. Te conozco desde que estabas iniciando la universidad y te creías el centro de la tierra. Algo te pasa, y es grave.
Gabrielle desvió la mirada. Tenía las manos heladas, el estómago revuelto. Y un nombre repicando en su mente: Sofía.
—Es personal —dijo por fin, con voz ronca—. No puedo hablarlo ahora.
Giordanno bajó un poco el tono.
—Si tiene que ver con la reunión de anoche… —empezó, pero Gabrielle alzó la mano en un gesto de advertencia.
—No sigas...
Un silencio denso cayó entre ambos. El único sonido era el golpeteo suave de la lluvia sobre el capó del Maserati.
Giordanno asintió una sola vez, como si entendiera más de lo que decía.
—Está bien —susurró—. Pero si sigues arrastrando esa cara a mis reuniones, la próxima vez no te dejo ni entrar al coche.
Gabrielle esbozó una sonrisa triste. Pero no dijo nada más. Se subió al Maserati y cerró la puerta sin mirar atrás.
Desde ese instante supo que lo que había pasado con Sofía no era solo un error. Era una herida. Una que acababa de comenzar a sangrar.
El reloj marcaba las diez y quince. La lluvia repiqueteaba contra los ventanales del departamento de Sofía, en lo alto de un edificio con vista al lago. Las gotas formaban pequeños caminos por el vidrio empañado, como si quisieran dibujar lo que ella no podía expresar.
Sofía estaba sentada en el suelo, frente al sofá, con una copa de vino blanco entre los dedos. El silencio era tan espeso como el nudo en su garganta.
La música de fondo era tenue, pero ella podía concentrarse en nada. Ni en el libro abierto sobre la mesa, ni en el celular que llevaba horas sin vibrar.
El rostro de Gabrielle volvía una y otra vez como una marea testaruda. Su boca. Su cuerpo. El modo en que la había mirado después… como si se arrepintiera, como si hubiera cruzado un límite que no debía tocar.
—Maldita sea —susurró, llevándose la copa a los labios, pero sin beber.
Se incorporó con lentitud y caminó hacia la cocina. Abrió la nevera sin saber qué buscar allí, solo por hacer algo. Cerró de inmediato.
Volvió al salón y se dejó caer en el sofá, esta vez hundiendo el rostro en un cojín.
—No fue solo sexo… —murmuró en voz baja, como si decírselo a sí misma le ayudaría a no olvidarlo—. No fue solo una noche.
Las caricias, los suspiros entrecortados, la forma en que Gabrielle le había rozado el rostro como si fuera algo más que un capricho. Lo había sentido en su piel, en su pecho, en sus huesos.
Una conexión profunda, peligrosa… inevitable.
El sonido de su celular quebró el aire. Sofía lo miró de reojo, con el corazón acelerado.
"Mensaje de Gabrielle."
Tembló. Tardó unos segundos en desbloquearlo. Solo había dos palabras.
》“¿Estás bien?”
Las lágrimas brotaron sin permiso. Sofía se tapó la boca, ahogando el sollozo. No por tristeza, sino por impotencia.
... "Estoy rota. Y tú también."
Pero no envió eso. Tecleó con los dedos temblorosos.
》"Sí. Estoy bien. Y tú?"
Lo envió. Se quedó mirando la pantalla, sin esperar realmente una respuesta. Pero por dentro, algo en ella ardía: la certeza de que lo de esa noche no fue un error. Fue el comienzo de algo que ni el tiempo, ni el miedo lograrían borrar.