Entre la oscuridad y el eco de la sangre derramada, dos almas se cruzaron:
Elara Veyren, que deseaba liberarse del dolor, y Nyssa, que ansiaba una nueva vida.
El destino unió sus caminos.
Cuando Elara murió, Nyssa fue arrastrada hacia la luz, encadenada a ese cuerpo que dejaba de latir.
Cuando abrió los ojos, no estaba en el campo de batalla.
Estaba en la iglesia, vestida de novia… el día de la boda de Elara.
Pero ya no era la tímida joven.
Ahora, detrás de aquellos ojos grises, habitaba la mirada letal de La Furia Silente.
“Bien…
Me dan un matrimonio forzado, un esposo frío, una familia que la vendió…
No saben lo que acaban de desatar.”
Su sonrisa, apenas torcida y peligrosa, fue la primera señal de que la historia había cambiado para siempre.
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Elara Veyren
Dicen que el amor es dulce como el primer amanecer…
Para mí, el amor fue una herida que nunca dejó de sangrar.
Me llamo Elara Veyren, hija de una familia que aprecia más los títulos que los corazones.
Cuando era niña, imaginaba que algún día me casaría por amor: que habría risas, flores blancas y miradas que lo decían todo sin palabras.
Nunca creí que el destino me entregaría a un hombre como Darius Kaelthorn, el comandante más temido y respetado del reino.
Lo vi por primera vez el día que mi padre me llamó a su estudio.
Recuerdo que el sol de la tarde se filtraba por la ventana, pintando de oro las motas de polvo en el aire.
Mi padre me observó como si fuera un documento que firmar y no su hija.
—Elara —dijo con su voz grave—, tu matrimonio está decidido. Te unirás al comandante Kaelthorn.
No tuve voz para protestar.
Ni siquiera cuando mi madre, con aquella serenidad fría que siempre la acompañaba, añadió:
—Debes sentirte afortunada. Darius es un hombre poderoso y honorable.
Honorable… sí. Pero el honor no calienta las noches ni acaricia las lágrimas.
•
El día de mi boda lo busqué entre la multitud con el corazón desbocado.
Su porte era imponente, el uniforme impecable, la mirada firme.
Yo creí —necia de mí— que bajo esa severidad se escondía un hombre capaz de ternura.
Cuando me tomó de la mano frente al altar, sentí que tocaba un muro de hielo.
Aun así, me aferré a esa mano, diciéndome que con el tiempo aprendería a quererme.
Me obligué a creer que todo cambiaría después de la ceremonia.
Recuerdo haberlo mirado, con el corazón lleno de esperanza, mientras pronunciaba mis votos.
Él los repitió con voz firme, pero sin un atisbo de emoción.
Aun así, me enamoré de él.
De su valentía, de la rectitud que todos admiraban, de la idea de que algún día, detrás de aquella armadura, hallaría un hombre que sonriera solo para mí.
•
El amor que le tuve fue mi primer error.
Lo descubrí en los primeros meses de matrimonio.
Darius me trataba como si fuera uno de sus soldados: directo, rígido, distante.
Si le preparaba el desayuno, me daba un “gracias” seco.
Si le preguntaba por sus batallas, respondía con monosílabos.
A veces, parecía olvidar que yo estaba en la misma habitación.
Pero cuando venía Selene, mi hermana, todo era distinto.
Lo veía transformarse ante mis ojos.
Su voz se volvía suave, sus gestos atentos; hasta llegaba a reír.
En esos momentos me quedaba en silencio, fingiendo que no me dolía ver lo que nunca recibí de él.
Una tarde llevé a la mesa un pastel de frutas que yo misma había horneado, pensando que quizás un gesto simple lo acercaría a mí.
Darius apenas lo probó y dijo que no tenía hambre.
Horas después, cuando Selene llegó de visita, él cortó una porción para ofrecérsela con una sonrisa que jamás me regaló.
Ese pequeño instante me desgarró más que cualquier grito.
•
Yo lo amaba, incluso en mi tristeza.
Lo amaba al verlo limpiar su espada, al verlo montar su caballo antes de partir al cuartel, al verlo de espaldas en la penumbra del dormitorio.
Había algo en su silencio que me hacía querer alcanzarlo, aunque me hiriera.
Intenté acercarme de mil formas.
Le bordé pañuelos con su nombre.
Aprendí a preparar sus comidas favoritas.
Lo esperé noches enteras despierta, solo para poder darle la bienvenida.
Pero cuanto más me esforzaba, más parecía alejarse de mí.
Un día reuní el coraje para preguntarle si le disgustaba algo de mí.
Me miró con sus ojos grises, tan fríos como el invierno, y dijo:
—No necesito caricias, Elara. Deja de comportarte como una libertina.
Sus palabras me atravesaron el corazón.
¿Cómo podía llamarme libertina, cuando todo lo que hacía era amarlo?
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El amor se convirtió en dolor… y el dolor en silencio.
Recuerdo las noches que lloré en soledad, con las manos apretadas contra el pecho, rogando al cielo que me diera al menos una mirada suya.
Hasta llegué a pensar que si enfermaba, si me rompía, él me miraría al fin.
Una idea terrible, lo sé… pero así de desesperada estaba.
Un día, cuando las lágrimas ya no aliviaban nada, me encerré con una pequeña aguja de bordar.
No quería morir.
Solo quería que él me viera.
Que notara mi existencia, aunque fuera por un instante.
Cuando descubrió las marcas en mi brazo, no vi preocupación en su rostro.
Ni siquiera enojo.
—No hagas estupideces —dijo, como si reprendiera a un soldado torpe—. Compórtate como una esposa decente.
Esa noche comprendí que mi amor era una guerra perdida.
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Aun así, lo seguí amando.
Amé sus silencios, amé sus cicatrices, amé incluso la dureza que me hería.
Porque en cada gesto suyo yo buscaba algo que nunca encontré: la certeza de que, en algún rincón de su corazón, había espacio para mí.
A veces pienso que el amor me volvió débil.
O tal vez me volvió ciega.
Nunca dejé de esperar que un día, aunque fuera solo uno, él me mirara como miraba a Selene.
•
Ahora, cuando escucho estas palabras, siento que la estupida que fui —la muchacha que sonreía cada vez que él entraba al cuarto, la que soñaba con recibir un abrazo— ya no existe.
Quedó atrapada en aquel matrimonio, en cada noche de soledad, en cada desprecio que callé.
Yo lo amé con todo lo que tenía.
Y quizás, en otro mundo, en otra vida, él podría haberme amado también.
Pero en esta, mi amor solo fue una cadena que me ató a su indiferencia…
Y a la sombra radiante de mi propia hermana.
Nunca olvidaré el frío de aquella noche.
El cielo estaba cubierto de nubes pesadas y el viento traía el olor metálico de la sangre.
El campamento del frente norte ardía en llamas, y los soldados corrían como sombras desesperadas entre los estandartes caídos.
Darius estaba allí, herido, rodeado por las criaturas que habían emboscado a su escuadrón.
Recuerdo haber corrido, sin pensar, solo con el corazón latiendo en mis oídos.
No era soldado.
No debía estar en el campo de batalla.
Pero verlo en peligro borró cualquier miedo.
—¡Darius! —grité su nombre, aunque apenas podía oír mi propia voz sobre el rugido del fuego.
Él giró la cabeza, y por un instante, creí ver alivio en su mirada.
Solo por un instante.
Luego volvió a empuñar la espada, cubriendo a los pocos hombres que aún resistían.
Una de las bestias —negra, enorme, con los colmillos reluciendo— se lanzó contra él.
No pensé.
Simplemente me interpuse, empuñando la lanza de un soldado caído.
El impacto me sacudió todo el cuerpo.
Sentí el acero desgarrar mi costado, y un calor espeso me llenó la boca.
Pero aun así, empujé la lanza con todas mis fuerzas, clavándola en el pecho de la criatura.
Cayó al suelo con un rugido seco… y yo también.
—¡Elara! —escuché la voz de Darius, áspera, más alarmada de lo que jamás la había oído.
Quise decirle que estaba bien, que al menos una vez había logrado protegerlo.
Pero la sangre me ahogó las palabras.
Antes de que la oscuridad me cubriera, alcancé a verlo inclinarse sobre mí…
y luego, apartarse para mirar hacia un costado.
Ahí estaba Selene, mi hermana.
Él le tomó la mano para ayudarla a ponerse de pie, preocupado por si estaba herida.
Yo, en cambio, quedé tendida en el barro, con la sangre tiñéndome el vestido.
Mi último pensamiento fue que, ni siquiera en mi muerte, yo había logrado ser su prioridad.
El mundo se desvaneció con el murmullo de la lluvia y el eco de un amor que nunca fue correspondido.
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