Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
NovelToon tiene autorización de Eliza Márquez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Los senderos de la vida.
En medio de la ruta el aire frío cortaba las palabras, y aun así Marcos y Julián esperaban al costado del camino, apoyados contra la camioneta vieja que usaban como fachada en la estancia. A simple vista parecían dos peones más, pero bajo la ropa rural cargaban un oficio distinto; habían sido contratados por la reina de un país del Golfo para investigar la vida de Zahra St. Clar… y ahora también para vigilar al hermano de la reina.
Llevaban una semana en ese nuevo “encargo”, y ya estaban descubriendo que Jalil Hazbun tenía el don natural de complicarles la existencia.
—¿En qué cabeza cabe tomar un atajo en un lugar que no conoce? —gruñó Marcos, pateando una piedra que no tenía la culpa de nada.
Julián revisaba por quinta vez el celular donde seguía el GPS escondido en la montura del caballo de Jalil.
—En la suya —respondió sin levantar la vista—. Tiene ese aire de príncipe que cree que siempre sabe lo que hace y las cosas se solas.
—O se acomodan porque otros las acomodamos —refunfuñó Marcos.
El rumor de un motor se acercó por la ruta, y ambos enderezaron la postura. La camioneta de Don Ernesto apareció doblando la curva, arrastrando. Frenó junto a ellos con un chirrido.
Ernesto bajó la ventanilla, con el gesto de quien ya teme lo que le van a contar.
—Bueno… ¿qué pasó ahora?
Julián se inclinó hacia la ventanilla.
—Necesitamos sacarlo de ahí sin ponernos en evidencia.
Ernesto arqueó las cejas.
—¿Están seguros de que está ahí?
Marcos ya tenía el teléfono en la mano, señalando la pantalla.
—El caballo está quieto en esta ubicación. El GPS marca que se desvió del camino principal. Mire.
Ernesto observó la imagen, ladeando la cabeza con una mezcla de preocupación y resignación.
—Por la ubicación… está en la cascada —murmuró—. Se ha alejado bastante.
Suspiró con ese cansancio viejo de quienes llevan años cuidando adultos que creen no necesitar cuidado.
—Lo mejor es entrar por la ruta hasta acá y tomar este camino interno.
—¿Se puede ingresar con la moto? —preguntó Julián, ya calibrando posibilidades.
—Sí, pero con mucho cuidado. Tiene varios desniveles y el terreno está resbaloso.
Marcos no esperó más. Se ajustó el casco, subió a la moto y apretó el acelerador. El motor rugió.
—Voy adelante. Si Jalil decidió perderse, debemos encontrarlo antes de que se congele —dijo, y salió disparado, levantando una estela de polvo.
Ernesto negó con la cabeza.
—Este muchacho nos va a matar de un infarto.
Julián subió a la camioneta, cerró la puerta y lo miró con media sonrisa.
—Don Ernesto… Jalil no sabe ni la mitad de lo que hacemos por él.
—Ni falta que hace —contestó Ernesto.
Arrancaron.
Jalil apoyó la mano en la roca húmeda y helada, sintiendo cómo el frío le traspasaba los huesos.
Treinta metros de ascenso no deberían haberle intimidado; él había crecido entre dunas y montañas abrasadas por el sol. Pero esto era distinto. La roca crujía bajo sus botas como si respirara, y la bruma de la cascada le empapaba el rostro, congelandolo.
Su teléfono seguía tan inútil como un adorno, sin señal, sin mapas. Ya había aceptado la idea casi poética de morir congelado en un rincón remoto de la Patagonia, al menos Mariana sufriría de remordimiento.
Continuo trepando. Un hombre siempre sube, se repetía. Aunque no sepa a dónde.
A mitad del ascenso, giró apenas para tomar aire. El murmullo de la cascada retumbaba en su pecho… y entonces lo vio.
Un trazo entre los árboles.
Una curva suave clavada en la ladera.
Una línea abierta en el bosque, serpenteando.
Un sendero, por un instante Jalil se quedó quieto, colgado de la roca como un pensamiento.
Si había un sendero, había salida.
Esa simple deducción lo golpeó con una claridad casi infantil.
Allí, entre la espesura otoñal, la Patagonia parecía revelarle un gesto de misericordia, un camino marcado por botas, ruedas… o tal vez por alguien que se había perdido tanto como él.
—Bien —murmuró, exhalando una nube blanca—. No moriré hoy.
Soltó la roca con cuidado, descendió unos metros, tanteando cada apoyo con un respeto que no solía conceder ni a los ministros de su país. La bruma le mojaba las pestañas. Los colores rojizos de la vegetación le recordaban un mosaico antiguo, como los que su madre amaba en los patios del palacio.
Al llegar al pie de la cascada, amarró mejor la montura del caballo y se dirigió hacia el inicio del sendero.
El bosque se abría ante él como un corredor secreto.
Donde sabia a donde iba pero al menos lo llevaría a alguna parte que no fuera la tumba helada que había imaginado minutos atrás.
Y Jalil, con esa testarudez ancestral que lo había llevado hasta allí, decidió seguirlo, sin importar donde terminara...
Por su parte Zahra estaba trabajando, como cada domingo el negocio estaba lleno, sonrio satisfecha al dia siguiente se tomaría libre como cada lunes.
El bosque le devolvía un perfume a tierra mojada y hojas trituradas, como si hubiera masticado el otoño y se lo ofreciera a Jalil en pequeñas bocanadas, mientras avanzaba lentamente hacia el sendero, después de un rato finalmente llego a este.
Marcos aceleró la moto, dejando atras la ruta, su teléfono satelital vibró, detuvo la moto a unos metros y atendio la llamada, Jalil se había movido, lo volvió a guardar en el bolsillo y aceleró.
Jalil llego al sendero, y sonrió, el sendero iniciaba ahi , asi que supuso era por la cascada, asi que se dirigió hacia la única salida satisfecho.
Minutos después escucho la moto, la cual comenzó a desacelerar cuando lo vio.
Marco detuvo la moto y se quitó.— Don Jalil, mire donde lo vengo a encontrar.
—¿Y usted qué hacé por acá? —preguntó Jalil.
—Día libre —respondió Marcos, ladeando la cabeza—. Asi que aproveche el dia para recorrer la zona me dijeron hay una cascada.
Jalil soltó un resoplido.
—Es por alli, pero esta algo patinoso, tenga cuidado.
—Es mejor seguir el consejo del patrón y regresar otro dia —bromeó Marcos.
—Este sendero a donde lleva crei estaba perdido —admitió él, con un gesto serio—.
—No debería alejarse tanto.
— Pensé habia tomado un atajo.
—Acá tomar un atajo casi siempre es una mala opción —dijo Marcos, señalando las piedras húmedas—. Pero bueno, encontró el sendero.
Jalil asintió, con ese gesto suyo de guardarse los pensamientos y retomo su camino...
La estancia apareció entre los árboles como un faro. Don Ernesto los vio llegar y levantó la mano en saludo, con el sombrero bajo el brazo y la sonrisa apenas ensayada.
—¡Por fin! —exclamó, acercándose—. Pensé que lo íbamos a tener que mandar a buscar con la policía.
—Tuve un desvío —respondió Jalil, secándose las manos—. Pero ya estoy aqui.
—Bien. Porque tengo dos noticias —dijo Ernesto, enderezándose como quien se prepara para un brindis—. Teresa terminó de limpiar la habitación que pidió. Quedó prolija como para un presidente, ¿eh?
Y lo otro… —alargó la pausa, saboreándola—. Llamó su hermano. Autorizó todo. Gastos, inversiones… incluida la compra de la camioneta.
Marcos lanzó un leve silbido.
Jalil sintió la aprobación como un clic en su interior, una cerradura que por fin cedía.
—Perfecto —dijo. La palabra cayó firme, con un peso distinto—. Por fin habrá trabajo.
Don Ernesto lo miró con una chispa de entusiasmo, como si ya lo viera con las botas metidas en el barro de los viñedos, revisando los postes del polo y contando las 1500 cabezas de ganado.
—Y mucho —aseguró el capataz.— Pero le digo algo, este lugar rinde para quien no le teme al esfuerzo.
Jalil sonrió despacio, como quien empieza a sentir que la tierra, de a poco, lo reconoce.
—Entonces empecemos.
Jalil caminó detrás de Don Ernesto, cruzando la hilera de pinos que se mecían con el viento. Cuando la casa apareció. Era como mirar un fantasma familiar.
—Mi madre creció acá —pensó Jalil, sin decirlo.
Cruzaron la galería de tablas flojas y empujaron la puerta principal. El aire de adentro los envolvió:; madera antigua, polvo, un leve aroma a humedad.
Jalil avanzó por el pasillo, sus pasos resonando en la madera.
Teresa había hecho un buen trabajo la biblioteca brillaba en comparación con el resto. La calefacción funcionaba allí, y la electricidad no chisporroteaba como en otros cuartos.
—El piso de arriba esta inservible —explicó Ernesto—. Pero esta parte… responde.
Jalil asintió, sin hablar.
Se detuvo frente al ventanal principal. Era un rectángulo inmenso que devoraba el paisaje. Afuera, el campo estirándose hasta encontrarse con las montañas y un cielo ancho como un océano invertido.
Era imposible no sentir algo,
melancolía.
Raíces, tal vez ambas cosas mezcladas.
Ernesto abrió la doble puerta de madera pesada que daba a la antigua sala principal. El ruido grave de las bisagras recorrió el ambiente como un suspiro.
El lugar era amplio, de techo alto, con paredes color manteca que la penumbra volvía doradas. Frente a ellos, una estufa de leña crepitaba con un fuego tímido pero decidido. Arriba, el ventanal vertical dejaba entrar la luz.
—Me tomé el atrevimiento de encender el fuego —dijo Ernesto, acomodando el sombrero bajo el brazo—. No vaya a tener problemas con la estufa a leña.
El calor empezó a acariciarle las manos, devolviéndole algo parecido a confort.
—Gracias —respondió Jalil, todavía observando la habitación como si intentara recordar algo que nunca vivió—. Puede ir a descansar. Mañana salimos temprano.
Ernesto asintió, satisfecho, y se retiró.
Jalil quedó solo, con el murmullo del fuego, la casa inmensa respirando a su alrededor y un silencio que empezaba a sentirse menos hostil y más como el comienzo de algo. Porque después de todo, había llegado para quedarse.