Soy Salma Hassan, una sayyida (Dama) que vive en sarabia saudita. Mi vida está marcada por las expectativas. Las tradiciones de mi familia y su cultura. Soy obligada a casarme con un hombre veinte años mayor que yo.
No tuve elección, pero elegí no ser suya.
Dejando a mi único amor ilícito por qué según mi familia el no tiene nada que ofrecerme ni siquiera un buen apellido.
Mi vida está trasada a mí matrimonio no deseado. Contra mi amor exiliado.
Años después, el destino y Ala, vuelve a juntarnos.
Está vez sí haré lo que sea necesario para estar con mi verdadero amor...
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Sentimientos rotos
No sabía qué decir. Mi mente se quedó en blanco, como una pizarra borrada de golpe. Todas las palabras que había ensayado, todas las confesiones, los ruegos, las verdades que ardían en mi pecho, se desvanecieron en el aire, pisoteadas por la imagen de esa mujer, de su camisa, y de su presencia en su casa. Todo lo que le vine a decir se fue, reemplazado por un frío gélido que me recorrió de la cabeza a los pies.
Carraspeé mi garganta, intentando encontrar mi voz, intentando que sonara normal. Mis dedos apretaban la carpeta de documentos con tanta fuerza que el cartón crujía.
—Buenos días, señor Emir— dije, con mi voz un poco más ronca de lo que esperaba. Me esforcé por mantener la mirada fija en un punto más allá de él, en el horizonte, en cualquier lugar menos en sus ojos o en la mujer que ahora lo miraba con una expresión de curiosidad teñida de algo que parecía... ¿comprensión? —Lamento interrumpir en su casa. Sé que es domingo—
—Salma— Fue lo único que pudo decir. Su voz era grave, teñida de sorpresa y una punzada de algo que no pude descifrar. Era un sonido que había anhelado escuchar, pero que ahora me taladraba el alma con un dolor agudo.
Necesitaba un escudo, una barrera entre mi corazón destrozado y la realidad que se desplegaba ante mí. Extendí la carpeta ante él, mis manos temblaban ligeramente, pero me esforcé por mantenerlas firmes.
—Necesitaba que me firmaras estos documentos urgentes. Por favor, ¿los puedes firmar?— Me aclaré la garganta de nuevo, forzando una explicación que sonara convincente. —Son para la obra, ya que habían varios números mal que me tocó corregirlos. Era importante que los tuvieras hoy mismo para que no haya retrasos— Dije, sin mirarlo, y sin atreverme a levantar la vista a sus ojos.
Mi mirada estaba fija en la solapa de su pantalón de chándal, en cualquier lugar que no fuera su rostro.
El silencio se extendió por unos segundos que parecieron una eternidad. Sentí su mirada sobre mí, pesada, e inquisitiva.
Él no tomaba aún la carpeta. El aire se volvió denso, cargado de una tensión que casi podía cortar con un cuchillo. La mujer a su lado se movió, fue una sombra en mi visión periférica, pero yo no me atrevía a mirarla.
Lentamente, levanté la vista. Mis ojos se encontraron con los suyos. Y en ellos, pude ver la agonía. Era un dolor crudo, una mezcla de sorpresa, culpa y algo más que no pude identificar. Pero esa misma agonía era la que estaba sintiendo yo, multiplicada por mil, desgarrándome por dentro. Era un espejo de mi propio sufrimiento, reflejado en sus ojos oscuros.
—Salma, podemos hablar— dijo, casi en un ruego. Su mano se extendió un poco, como si quisiera tocarme, pero se detuvo en el aire.
La idea de hablar, de desglosar este momento de humillación y dolor, era insoportable.
Necesitaba escapar, necesitaba aire.
—Por favor, señor Emir, fírmelos. Tengo prisa— Mi voz era un hilo, apenas audible, pero cargada de una urgencia que no era solo por los documentos.
Él dudó un momento más, y su mirada seguía fija en la mía. Finalmente, con un suspiro que pareció salir de lo más profundo de su ser, tomó la carpeta.
—Espérame un momento—
Se giró y entró a su casa, la mujer a su lado lo siguió, lanzándome una última mirada antes de que la puerta se cerrara tras ellos.
En cuanto la puerta se cerró, me di la espalda, caminando unos pasos más allá, lejos de la entrada, lejos de la vista de esa casa que ahora era un símbolo de mi mayor temor.
Las lágrimas, que había estado conteniendo con una fuerza sobrehumana, finalmente rodaron por mis mejillas. Eran cálidas y amargas, como un torrente de dolor, decepción y una humillación tan profunda que me quemaba el alma.
Me las sequé con el dorso de la mano, con movimientos bruscos y desesperados, deseando que el mundo no viera mi debilidad, ni mi corazón roto.
El sonido de la puerta al abrirse me sacó de mi ensimismamiento.
Enderezándome, me giré, con mi rostro todavía húmedo, pero mi expresión endurecida por una determinación nacida del dolor. Emir estaba allí, ahora vestido con ropa más formal, y su rostro marcado por una solemnidad que acentuaba la agonía que había visto antes. Sostenía la carpeta de documentos en sus manos.
Se acercó a mí, y por un instante, pensé que intentaría decir algo más, algo que intentara explicar, o quizás, disculparse. Pero solo me tendió los papeles.
—Aquí tienes— dijo, en un murmullo grave.
Tomé los documentos, mis dedos rozaron los suyos por un instante fugaz. Un escalofrío me recorrió, pero no de deseo, sino de repulsión.
—Gracias— logré decir, mi voz es tensa, y apenas un susurro.
No me quedé a escuchar si decía algo más. No podía. Cada segundo que pasaba allí era una tortura. Di media vuelta y salí casi que corriendo, mis tacones resonaron en el pavimento con una urgencia desesperada. Sentí su mirada clavada en mi espalda, y luego, escuché su voz llamándome.
—¡Salma! ¡Espera!—
Varias veces repitió mi nombre, su voz cada vez se sentia más lejana, pero no me detuve. Cada paso era un escape, una huida de la pesadilla que se había hecho realidad. Lo único que quería era salir de ahí, borrar esa imagen de mi mente, borrar la sensación de su presencia, de la otra mujer, de la desilusión.
Cuando llegué a mi auto, mis manos temblaban tanto que me costó trabajo insertar la llave en la cerradura. Una vez dentro, tiré los documentos a mi lado, sobre el asiento del copiloto, como si quemaran. Cerré los ojos con fuerza y golpeé el volante. El sonido sordo resonó en el habitáculo, en un eco de la rabia y el dolor que me consumían.
Ahora sí, dejé que mis lágrimas cayeran libremente. Sollozos profundos y desgarradores escaparon de mi pecho, sacudiendo mi cuerpo. No podía creerlo. No podía creer que había estado a punto de cambiar mi vida, de entregar mi corazón, mi futuro, por un hombre que ya estaba rehaciendo la suya, sin mí, y con otra persona.
—¿Cómo pude ser tan tonta?— me pregunté en voz alta, y con mi voz ahogada por el llanto. —¿Cómo pude venir a su casa para declararle mi amor, para ofrecerle mi mundo, sin antes preguntarle si él sentía lo mismo por mí? ¿Sin tener la certeza de que lo que yo sentía era correspondido?— La ingenuidad me abrumaba. —Es que fui tan tonta— repetí, golpeando de nuevo el volante, esta vez con más suavidad, como si me castigara. —Creí que él sentía lo mismo. Que había regresado porque me quería. ¡Qué ilusa fui!— El peso de mi propia estupidez era casi tan doloroso como la traición...