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El Maestro Encantador

El Maestro Encantador

Status: Terminada
Genre:Romance / Amor prohibido / Profesor particular / Maestro-estudiante / Diferencia de edad / Completas
Popularitas:5k
Nilai: 5
nombre de autor: Santiago López P

🌙 Sinopsis 🌙

Valeria pensaba que su vida no podía complicarse más: una denuncia ignorada, secretos familiares que amenazan con destrozar su mundo y un hermano que, en medio del caos, le regala una chispa de felicidad con la noticia de un futuro bebé.

Pero todo cambia cuando Leonardo aparece en su camino. Protector, enigmático y con un pasado que esconde más de lo que ella imagina, se convierte en el único capaz de darle fuerzas para no rendirse. Entre noches de desvelo, verdades ocultas y una atracción imposible de ignorar, Valeria descubre que no todo lo que brilla es seguro… y que incluso el amor puede doler tanto como sanar.

Entre denuncias, traiciones y un romance lleno de dudas y pasión, deberá elegir: ¿seguir confiando en un hombre que guarda secretos peligrosos o aprender a caminar sola aunque su corazón se quiebre?

✨ Una historia de valentía, amor y cicatrices invisibles que cambiarán el destino de todos.

NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capitulo 22:

La tarde transcurrió en una vorágine de partidos, gritos, abrazos y nervios.

Cada encuentro era más intenso que el anterior, pero contra todo pronóstico logramos avanzar, paso a paso, hasta la final.

Cuando el último silbato sonó y el marcador nos declaró campeonas, el griterío estalló.

Era la primera vez en casi cuatro años que la facultad conseguía la victoria.

Mis compañeras brincaban, lloraban, se abrazaban entre sí; la entrenadora las levantaba en brazos como si fueran niñas.

Yo también sonreía, pero mi cuerpo pedía auxilio:

mis piernas ardían, mi respiración seguía agitada y sentía un cansancio que iba más allá de lo físico.

Ya tuve suficiente por hoy, necesito irme a casa.

—Lo hiciste muy bien, Valeria. Y en general, todas estuvieron fabulosas, pero tú… —

la entrenadora me señaló con orgullo—

sigue así.

Le devolví una sonrisa débil, apenas un gesto, y asentí.

Me despedí con un ademán tímido y caminé hacia el parqueadero.

Cada paso se sentía como si llevara pesas de hierro en los tobillos.

Cuando al fin divisaba mi auto, mis rodillas cedieron sin previo aviso.

El pavimento me recibió con dureza.

—¡Auch! —

exclamé, apretando los dientes al sentir el golpe.

Escuché pasos apresurados detrás de mí, y antes de girar ya supe que no estaba sola.

—Señorita Casas, ¿está bien? —

la voz grave y educada me recorrió como un escalofrío.

Era el Profesor.

En cuestión de segundos se agachó a mi lado y me tomó de los brazos con firmeza, levantándome con una facilidad sorprendente.

—Gracias… soy muy torpe —

balbuceé, intentando restarle importancia al momento.

Él negó con la cabeza suavemente, con esa calma que parecía siempre rodearlo.

—No es torpeza, Valeria. Estás agotada. Tus piernas simplemente dijeron basta. Ven, te ayudo a llegar al auto.

La calidez de su brazo alrededor de mi cintura me desarmó.

Yo, casi instintivamente, apoyé el mío sobre sus hombros.

Sentí cómo sus músculos se tensaban para sostenerme, y cómo su cercanía alteraba mi respiración.

Una ráfaga de brisa fresca barrió el estacionamiento, despeinándome.

Fue entonces cuando un aroma conocido me golpeó la nariz:

sándalo y mandarina.

Exactamente la misma fragancia que había sentido esa mañana en el teatro oscuro, en aquel momento tan confuso que aún me costaba distinguir entre realidad y alucinación.

¿Podría ser él?

Me atreví a mirarlo unos segundos, buscándole respuestas en el rostro.

La mandíbula marcada, los labios relajados, los ojos que parecían observarlo todo.

Mi corazón dio un vuelco.

Pero enseguida negué con la cabeza, tratando de espantar aquella idea descabellada.

No, no puede ser.

Es el decano…

imposible.

Él, al notar mi gesto, frunció el ceño con un dejo de desconcierto.

—¿Qué ocurre? —

preguntó, con una voz baja, casi íntima.

Yo me apresuré a responder:

—Nada… solo… mareo. No se preocupe.

Él no pareció del todo convencido, pero no insistió.

Y juntos, en silencio, seguimos avanzando hacia mi auto, mientras la fragancia seguía rodeándome como un recordatorio imposible de ignorar.

—¿Pasa algo? —

preguntó, inclinando apenas la cabeza, como si tratara de descifrarme.

—No, señor… no es nada —

respondí rápido, quizá demasiado.

Mis dedos temblaron al sacar las llaves del bolso, abrí la puerta del auto y me dejé caer en el asiento.

El Profesor, sin decir nada más, me ayudó a acomodarme, con una suavidad inesperada.

—Espérame un momento —

murmuró, y antes de que pudiera reaccionar, se alejó.

Lo vi caminar con paso firme hacia su propio auto, abrir la cajuela y sacar una pequeña cajita metálica.

Al regresar, mis ojos se fijaron en aquel objeto y no pude evitar preguntar:

—¿Para qué es eso?

—Hay que hacerle curación a tus rodillas —

respondió con naturalidad.

Entonces comenzó a desabotonar los puños de su camisa, doblando con calma las mangas hasta los codos.

Mi mirada se quedó atrapada en sus antebrazos:

las venas se marcaban con cada movimiento, tensándose como un mapa que revelaba fuerza y control.

Me descubrí observando demasiado y aparté la vista de golpe, mordiéndome el labio.

El profesor se agachó frente a mí, y con manos firmes, pero cuidadosas, limpió mis heridas con un algodón impregnado en desinfectante.

Ardió.

—¡Ah! —

me quejé suavemente, apretando los dientes.

Él levantó la vista un instante, con una sonrisa apenas perceptible.

—No seas tan dramática, Casas. He visto lesiones peores en la cancha.

Quise replicar, pero me contuve.

El calor me subía a las mejillas, no sabía si por la vergüenza o por la cercanía.

Luego, aplicó un ungüento con movimientos circulares, como si acariciara la piel sin proponérselo.

Cerró la cajita y me entregó un pequeño tubo.

—Listo. Toma, aplica esta crema después de bañarte, hasta que veas que la piel empieza a cerrar.

—Gracias —

murmuré, torpe, apretando el frasco entre las manos como si fuera un tesoro.

Me apresuré a cortar la tensión—.

Me tengo que ir.

Él sonrió de lado, esa sonrisa que parecía esconder ironía y paciencia a la vez.

—Eres pésima socializando. Me hubiese ofendido si no te conociera.

Sus palabras me descolocaron.

Lo miré con el ceño fruncido.

—¿Me conoces? —

pregunté con cautela.

Y enseguida añadí, en un susurro casi involuntario—:

No lo creo…

Pensé que había hablado demasiado bajo, pero sus ojos se clavaron en mí.

Él sí me había escuchado.

El aire pareció volverse más denso entre nosotros.

1
Jessica 80
empezando a leer vamos a ver qué tal
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