Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Las malas intenciones
Por la noche, en cuanto el señor Sanromán llegó a la hacienda, Claudia, la institutriz, fue directamente a su despacho. Nadie supo qué le dijo, pero cerró la puerta detrás de ella y no volvió a salir por un largo rato.
Rosella, que lo había visto todo desde el pasillo, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. La tensión del día aún no se disolvía, y un mal presentimiento comenzó a crecerle en el pecho.
Sabía que esa mujer no se quedaría tranquila. No después de haber sido enfrentada.
Recordó con claridad la escena de la tarde, cada palabra dicha con veneno:
“—No te entrometas —le había dicho Claudia, con esa sonrisa arrogante que tanto la irritaba—. Tengo años trabajando con los Sanromán. Tú no eres nadie.”
Rosella la había mirado con rabia, con esa rabia silenciosa que se siente en los huesos, esa que nace cuando la injusticia es tan evidente que duele.
Planeaba hablarlo con la señora Julieta, pero le dijeron que estaba dormida. La oportunidad se le había escapado.
Y entonces, los golpes en la puerta.
Alguien del servicio le anunció que el señor Sanromán la llamaba al despacho.
El corazón le dio un vuelco.
¿Ya lo sabía? ¿Claudia había hablado antes que ella?
Tragó saliva y respiró hondo, pero el miedo seguía ahí, palpitando en su garganta.
Cuando entró, el aire parecía más denso. Gabriel Sanromán estaba de pie, junto a la ventana, con el ceño fruncido.
Claudia, sentada en un sillón frente a él, fingía tener los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar.
—Señorita Rosella —dijo Gabriel con voz grave—, la señorita Claudia me ha contado que tuvieron un altercado.
Rosella dio un paso adelante.
—Sí, señor Sanromán, yo… —intentó explicarse.
Pero él la interrumpió con un gesto impaciente.
—No voy a prescindir del trabajo de Claudia. Ha estado aquí muchos años, y confío plenamente en ella. Tampoco voy a permitir que inventes falsos testimonios sobre su conducta. Ya me dijo lo que piensas decir: que habla mal de la madre de mis hijas.
Rosella sintió la sangre abandonar su rostro. Claudia bajó la mirada con falsa humildad, fingiendo ser la víctima perfecta.
—Claudia, déjanos a solas —ordenó él finalmente.
La mujer obedeció, pero antes de irse, le lanzó a Rosella una mirada cargada de satisfacción.
En cuanto la puerta se cerró, el despacho se llenó de un silencio tenso.
—Señor Sanromán —dijo Rosella, esforzándose por mantener la voz firme—, las cosas no son así. Ella…
—Las cosas —la interrumpió él, con frialdad— son como yo diga, Rosella.
Sus palabras la atravesaron.
—He sido generoso contigo. No cruces tus límites. Esto es simple: eres la niñera de mis hijas. No vayas más allá. No te metas con Claudia, ni intentes manipular a las niñas. Agradece la oportunidad que tienes, y no la arruines.
Rosella lo miró, dolida, intentando no quebrarse.
Sintió un vacío enorme dentro del pecho, como si algo se hubiera roto en su interior.
Asintió despacio.
—Lo entiendo, señor. Ya eligió a quién creer. No me meteré más, me limitaré a mis tareas.
Gabriel apartó la mirada.
Por un instante, algo parecido a la culpa cruzó por su rostro, pero lo ocultó de inmediato.
Cuando Rosella se giró para salir, su voz la detuvo:
—La próxima vez que entres a un lugar, toca la puerta antes.
Ella asintió, con la garganta cerrada, y salió casi corriendo.
Afuera, la esperaba Claudia, recargada en la pared, con los brazos cruzados y una sonrisa victoriosa.
—¿Y al final, pueblerina? —susurró con burla—. ¿Quién ganó?
Rosella la miró a los ojos. No temblaba, no lloraba. Su voz fue firme, aunque baja.
—No cantes victoria aún, víbora. Las serpientes como tú siempre terminan ahogándose en su propio veneno.
Claudia soltó una risita apenas audible, pero llena de malicia.
—Ya veremos.
Rosella caminó hasta su habitación. Cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.
El corazón le latía tan fuerte que le dolía el pecho. La rabia se mezclaba con impotencia, con esa sensación amarga de injusticia que no podía expulsar ni gritando.
***
Esa noche no pudo dormir.
El silencio de la casa la envolvía, pero su mente seguía agitada. Se levantó, encendió una lámpara y se acercó al balcón. El aire nocturno era frío, y el viento movía las hojas de los árboles como si susurraran secretos.
Desde allí, vio una sombra cruzando el jardín.
Era el señor Sanromán.
Caminaba de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, el rostro pensativo, tal vez intentando calmar la rabia o el cansancio del día.
Rosella observaba sin saber por qué. Y entonces, distinguió una segunda figura.
Claudia.
La institutriz salió de la casa, con paso lento, calculado. Se detuvo cerca de un tronco grueso, sacó su teléfono móvil y lo colocó en posición, como si estuviera grabando algo.
Aquello despertó la curiosidad —y la desconfianza— de Rosella.
Se calzó unas sandalias, se echó un abrigo encima y salió de la habitación por la puerta lateral, procurando no hacer ruido.
Caminó entre los pasillos oscuros, hasta llegar al jardín.
El reloj del vestíbulo marcaba medianoche exacta.
Todo el mundo dormía.
Rosella se movía despacio, oculta entre las sombras. Se escondió detrás de una columna de piedra cubierta de enredaderas.
Desde allí, podía escuchar claramente.
Gabriel miraba el cielo, cansado.
—Señorita Claudia —dijo, al notar su presencia—, ¿qué hace aquí?
—Lo vi solo —respondió ella con una voz suave, casi insinuante—. Y pensé que tal vez necesitaba compañía.
Gabriel frunció el ceño. Esa manera de hablar lo incomodó.
Claudia dio un paso más, acercándose.
—Tal vez si me lo permite… puedo hacerlo descansar —dijo, y tomó su mano, acariciándola con descaro.
Gabriel se quedó helado. No comprendía qué pretendía. Solo la observó, intentando medir hasta dónde llegaría.
—Con una esposa tan ausente —continuó ella—, debe sentirse solo. Usted necesita una mujer que lo atienda, que lo complazca como merece…
Se acercó aún más, eliminando toda distancia. Estaba a punto de besarlo.
Rosella, desde su escondite, contenía el aliento.
Entonces, Gabriel reaccionó.
—¡Aléjese, señorita Claudia! —rugió, haciéndola retroceder de golpe—. ¡¿Qué cree que hace?! Ofreciéndose como si fuera una cualquiera. ¡Yo no necesito el consuelo de nadie! Es aberrante ver a una mujer de su clase comportándose así. Váyase antes de que me arrepienta de contenerme.
Claudia retrocedió, con el rostro pálido. Sus ojos se llenaron de lágrimas fingidas, pero esta vez el miedo era real.
Dio media vuelta y se alejó apresurada, pisando fuerte.
Cuando llegó al tronco donde había dejado su teléfono, su corazón dio un vuelco.
El teléfono ya no estaba ahí.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!