"Rosa Carmesí" ese era el nombre de la Novela que Sena Lee había leído una vez...
y en la que ahora esta...
Tras un accidente de su Universidad, Sena despertó como Henrietta Elinas de Firetz, la Madre de su Personaje Favorito, el Segundo Protagonista y Villano de Rosa Carmesí y a la cual le esperaba un destino terrible. No solo a ella, si no al Villano que tanto amaba.
Tras la poca información de su personaje en la novela original, lo único que le queda es averiguar por si misma sobre cual es si pasado y que llevo a su personaje Favorito ser el Villano de la historia para poder cambiar su destino y el de todos los que la rodean...
Para eso tendría que acercarse al personaje qué mejor le daría información, su Esposo el Gran Duque. Tras atravesar ciertos eventos y momentos, poco a poco comenzaría a descubrir el pasado qué tanto buscaba...
y quizás unos sentimientos qué no esperaba...
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CAPÍTULO 22.
H e n r i e t t a. . .
El suave repique de las campanas resonaba en el aire cuando finalmente llegamos a la iglesia. Al cruzar las puertas, la grandiosidad del lugar me envolvió. Reinhard y yo avanzamos hacia donde se encontraban el Emperador, la Emperatriz y la Emperatriz Viuda. Sus presencias destacaban como figuras imponentes en aquel solemne ambiente.
—Hasta que se dignan a llegar— Dijo la Emperatriz Viuda con un tono medido, pero lleno de expectativa, mientras su mirada selectiva me evaluaba de pies a cabeza.
Reinhard dio un paso al frente, inclinando ligeramente la cabeza.
—Henrietta no se sentía muy bien Madre— Respondió el Duque.
Un instante de silencio incómodo llenó el aire antes de que la Emperatriz Viuda respondiera.
—Para la próxima, vigila más tu salud— Desvío la mirada.
—Lo tendré en cuenta, Su Majestad— Respondí con una sonrisa.
La Emperatriz Viuda dejó escapar un suspiro.
—Tienen suerte. La Santa Sede aún no ha llegado— Miro a los Sacerdotes de bajo rango qué estaban en la entrada de la Iglesia.
—¡Mamá!— Escuche la voz de Hender acercándose.
Al girarme, vi a Henderson corriendo hacia mí, sus brazos extendidos. Apenas me abrazó, noté la calidez y la alegría en sus ojos.
—¿Por qué tardaste tanto, mamá?— Me preguntó con preocupación.
Llevé una mano a su cabello oscuro y lo acaricié suavemente.
—Lo siento, Hender. Mamá no se sentia muy bien, pero ahora esta mejor. Tu padre me ayudó— Mire al Duque con una sonrisa y le guiñe un ojo.
Pude sentir cómo la tensión de Reinhard a mi lado se disipaba levemente, aunque un rubor apenas perceptible teñía sus orejas. Aquello me hizo sonreír más de manera involuntaria.
—¿Gran Duquesa?— Otra voz, esta vez de un tono más calmado y elegante, se escuchó cerca de nosotros.
Cuando levanté la vista, me encontré con él. Un niño cuya presencia me dejó sin palabras. Su cabello dorado brillaba como los rayos del sol y sus ojos verdes, con aquel azul apenas perceptible en el centro, eran una clara representación de la línea Imperial. Mi mente recordó las descripciones de la novela original Rosa Carmesí. Aquel niño era Theodore François de Verace, el Príncipe Heredero y el protagonista de la novela
—Saludos, Alteza— Dije con formalidad, inclinándome ligeramente.
Theodore, pareció sorprenderse un poco y movió los brazos un poco.
—No hay necesidad de ser tan formal, Tía— Me sonrió con algo de nerviosismo.
Su respuesta me dejó momentáneamente sin palabras. No solo por el hecho de que me llamara "Tía", sino por el porte y la seguridad con la que lo hizo, aunque se notaba algo nervioso. A pesar de tener solo ocho años, había en él una elegancia y un carisma que pocos adultos lograban.
Me pregunté si aquello era algo común en la familia Imperial, porque Henderson, aunque más efusivo, también mostraba una madurez que no correspondía del todo con su edad. Y apenas tenían ocho años estos niños.
Antes de que pudiera responder, una voz femenina y dulce captó mi atención. Al mirar hacia la dirección del sonido, me encontré con una niña que me dejó aún más asombrada por su belleza. Su cabello, un suave rubio cenizo similar al de la Emperatriz Eliana, caía plenamente hasta su espalda, brillando bajo la tenue luz que se filtraba por los vitrales de la iglesia. Sus ojos, inconfundibles en su semejanza con los de Theodore, eran verdes como esmeraldas, con ese toque azul en el centro que marcaba la línea de la familia Imperial.
En ese momento, un recuerdo fugaz de la novela golpeó mi mente: Alissa François de Verace.
La Primera Princesa de Verace, la hija mayor del Emperador y la Emperatriz. Aunque su aparición en la novela original fue breve, su descripción me había quedado grabada. Recordé que había muerto a la temprana edad de 14 años debido a una enfermedad incurable, una tragedia que se agravó con el posterior fallecimiento de su madre Eliana y, dos años después, de su hermana menor.
Alissa se acercó con una gracia impecable. Su porte era elegante, sus movimientos medidos, y al inclinarse ligeramente para saludar a cada uno, parecía una copia en miniatura de su madre. Cuando me dirigió una sonrisa, tranquila y amable, fue como si viera a Eliana reflejada en esa pequeña figura.
—Tía Duquesa, es un placer verla hoy— Dijo con una voz tan dulce y firme que me dejó sin palabras.
Me quedé mirando a la niña por un momento más de lo necesario, abrumada por la extraña mezcla de ternura y melancolía que me inspiraba. ¿Cómo era posible que una criatura tan perfecta, tan llena de vida, estuviera destinada a un destino tan cruel? 14 años... pensé con un nudo en el pecho. Solo 14 años. Recordar que su muerte sería el comienzo de una serie de tragedias que desmoronarían lentamente a la familia Imperial, ya que empezaría con su muerte, seguida de la de su Madre, la de su Hermana y por último la de la Emperatriz Viuda... eso me llenaba de impotencia.
Mientras intentaba organizar mis pensamientos, vi a una de las niñeras acercándose con una pequeña figura en brazos. Mi atención fue arrebatada por la Segunda Princesa, la más joven de los hijos del Emperador y la Emperatriz. La niña era simplemente adorable. Su cabello negro como el ala de un cuervo contrastaba de manera exquisita con los emblemáticos ojos verdes de la familia Imperial. Aunque pequeña, tenía un aire de dulzura y fragilidad que era imposible ignorar. Eloisa François de Verace.
El solo recordarla en la historia me hizo estremecer. Su muerte, ocurrida cuando apenas tenía seis años, había desencadenado el peor periodo en la vida de Leonard y Theodore. El Emperador, devastado tras su pérdida, había caído en una depresión tan profunda que dejó a un Joven Theodore, luchando por sostener el Imperio en medio de una crisis política. Y, como si eso no fuera suficiente, ese mismo dolor había moldeado al pequeño Henderson, convirtiéndolo en el antagonista de una historia que nunca debió ser suya.
Qué cruel era el autor de esta historia, pensé mientras intentaba contener mis emociones. Tres vidas arrancadas solo para que Theodore encontrara consuelo en la heroína de la novela. Todo parecía tan innecesariamente despiadado, tan injusto.
Al ver a la pequeña Eloisa en los brazos de su niñera, tan inocente y ajena al cruel destino que el autor le había asignado, no pude evitar sentir un profundo nudo en el pecho. Mis pensamientos, antes centrados en las tragedias de los demás, de pronto giraron hacia mí misma. Recordé algo que me llenó de una inquietante mezcla de miedo y determinación. Hoy era el día.
No el día en el que comenzaban las tragedias de la familia Imperial, sino el día que marcaba un punto de inflexión en la novela original: la muerte de la Henrietta original.
Este mismo evento, la ceremonia de nombramiento de Henderson y Theodore, fue la primera y última vez que Henrietta había sido vista públicamente desde su matrimonio con Reinhard. Según recuerdo, Henrietta y Henderson, el hijo que ahora veía correr alegremente hacía Theodore, habían tenido una discusión feroz en un rincón apartado del Palacio antes de la ceremonia.
Las palabras intercambiadas entre madre e hijo nunca se detallaron por completo, pero la tensión fue suficiente para desatar algo mucho más oscuro. Henderson, en un momento de desesperación y furia, había activado inconscientemente los poderes prohibidos de la familia Imperial. En la novela, Henderson había perdido completamente el control de sí mismo. En un arrebato que ni él entendió, acabo con la vida de su madre. Cuando finalmente recobró la conciencia, encontró el cuerpo de Henrietta en el suelo, sin señales de vida. La escena fue descrita con crudeza: el vestido azul que Henrietta llevaba puesto manchado de rojo, y con un gran hueco en el corazón.
Aquello había marcado no solo el fin de Henrietta, sino también el principio del tormento de Henderson.
Cuando el resto de los presentes escucharon el estruendo y acudieron corriendo, lo que encontraron fue a un joven Príncipe sosteniendo el cuerpo sin vida de su madre. Fue un momento que selló su destino. “El monstruo que asesinó a su propia madre,” así fue como lo llamaron en los días y años que siguieron. Henderson se convirtió en un símbolo de terror, el portador de la maldición, un ser condenado a la oscuridad antes incluso de ser consciente de ello.
Mientras mis pensamientos volvían a este trágico capítulo de la historia, miré a mi alrededor, observando los rostros tranquilos de Henderson y Theodore mientras hablaban entre ellos. Sentí un escalofrío recorrerme. No podía permitir que algo así sucediera. No mientras yo tuviera la oportunidad de cambiar las cosas.
Respiré hondo y cerré los ojos un momento, intentando calmar mi mente. Este mundo era diferente, y yo no era la Henrietta de la novela. Henderson no era el villano, no si yo podía evitarlo. Pero para lograrlo, debía asegurarme de que nada desencadenara ese fatídico día.
Abrí los ojos, fijándome en la sonrisa de Henderson mientras le mostraba algo a Theodore, y en la tranquila mirada de Reinhard, quien estaba a unos pasos de distancia. Hoy todo debía transcurrir en paz. Haría lo que fuera necesario para proteger a mi hijo y evitar su caída en la oscuridad.
Porque esta historia ya no pertenecía al autor. Ahora era mía. Y yo reescribiría su final. Por qué yo me Convertí en la Madre del Villano...
Los jóvenes sacerdotes se acercaron con pasos firmes y reverentes, inclinándose ligeramente antes de hablar. Uno de ellos, un joven de rostro sereno y voz clara, anunció que la Santa Sede había llegado y que era hora de comenzar la ceremonia. Mi corazón dio un pequeño vuelco. Había llegado el momento que todos esperaban...
Reinhard, se acercó y me ofreció su brazo con una elegancia natural. Me sostuvo con firmeza y calidez, como si quisiera transmitirme su fortaleza. Agradecí ese gesto más de lo que podría expresar. En silencio, asentí, tomando su brazo mientras los sacerdotes comenzaban a organizar a todos en fila.
Desde dentro de la gran iglesia, se escuchaba el murmullo constante de los nobles que habían venido desde los rincones más lejanos del Imperio para presenciar lo que muchos consideraban el evento de la década. Las puertas se abrieron lentamente, y uno a uno, los nombres resonaron por el amplio espacio sagrado.
Primero, los Emperadores fueron anunciados con toda la solemnidad que su posición requería. Leonard y Eliana cruzaron las puertas principales con un porte digno, irradiando majestuosidad. A su paso, los asistentes se inclinaban en reverencia. Después, fue el turno de la Emperatriz Viuda, quien con su elegante vestimenta y su expresión severa, parecía contener el peso de generaciones en su porte.
Luego vinieron las Princesas, Alissa y la pequeña Eloisa, ambas irradiando una gracia natural que conmovió incluso a los más escépticos de la nobleza. La sonrisa de Alissa al pasar parecía iluminar el ambiente, mientras que Eloisa, sostenida por su niñera, inspiraba una ternura que nadie pudo ignorar.
Finalmente, llegó nuestro turno.
Una voz grave y ceremoniosa resonó en todo el lugar.
—¡Con ustedes, Su Excelencia el Gran Duque Reinhard François de Ruselford y Su Excelencia la Gran Duquesa Henrietta de Ruselford!
Sentí como todos los ojos se fijaban en nosotros mientras cruzábamos las puertas. Reinhard, como siempre, caminó con una confianza que parecía llenar cada rincón de la iglesia. Hice mi mejor esfuerzo por igualar su porte, aunque la sensación de tantas miradas clavadas en mí hacía que mi corazón latiera con fuerza. Sin embargo, la calidez de su brazo bajo mi mano me dio un poco más de seguridad.
Una vez que estuvimos en nuestros lugares designados, nuevos sacerdotes entraron en el salón, sus vestimentas significativamente diferentes. Sus túnicas eran más elaboradas, bordadas con hilos dorados y plateados que brillaban bajo la luz de los candelabros. Reconocí a algunos como Obispos, el siguiente rango más alto después de los sacerdotes comunes, seguidos por los Arzobispos, quienes portaban mitras adornadas con símbolos sagrados del Imperio.
Entonces, el ambiente cambió. La tensión en el aire se hizo palpable cuando una mujer mayor, de unos sesenta años, vestida con una túnica color carmesí, entró al recinto. Su porte era imponente, su autoridad indiscutible. A su lado, un anciano con un rostro que mostraba las marcas del tiempo, pero cuyos ojos brillaban con sabiduría, la seguía con pasos tranquilos. Era evidente que ellos ocupaban un rango aún mayor en la jerarquía de la Iglesia, probablemente Cardenales.
Y entonces, finalmente, llegó el momento más esperado.
—Con ustedes— Anunció uno de los sacerdotes presentadores con una voz solemne que resonó por todo el recinto, —Su Santidad, el Gran Sacerdote Seraph Reneph.
Las grandes puertas del altar se abrieron, y el hombre que entró era alguien que jamás habría imaginado en este lugar.
Cabello rubio plateado que caía hasta sus hombros, una venda cubriendo sus ojos, y un aura imponente que parecía envolver todo a su alrededor. Su túnica, decorada con intrincados patrones dorados, parecía brillar con luz propia. Era él. Aquel hombre que me había ayudado cuando tropecé.
"¡EHHHHH!" exclamé mentalmente, luchando por mantener una expresión neutral. ¿Cómo era posible que él, aquel extraño amable que me había ofrecido su mano días atrás, resultara ser el Gran Sacerdote del Imperio?
Su voz grave, pero tranquila resonó por todo el lugar.
—Doy la bienvenida a todos ustedes, hijos del Imperio, a esta ceremonia sagrada. Hoy, bajo la luz de las Diosas, otorgaremos el título de príncipes a dos jóvenes que simbolizan el futuro de nuestra nación. Que esta ceremonia sea el inicio de una era de prosperidad y unidad.
Cada palabra suya parecía calmar cualquier inquietud, y en ese momento, comprendí por qué era tan venerado.
Cuando terminó su discurso inicial, el Gran Sacerdote levantó ligeramente una mano y pronunció los nombres de los dos jóvenes que serían nombrados Príncipes del Imperio.
—Theodore François de Verace... Henderson François de Ruselford.
Las puertas del fondo se abrieron de par en par, y ambos niños comenzaron a caminar hacia el altar.
Theodore, con su cabello dorado y su porte regio, irradiaba confianza y dignidad. A su lado, mi Henderson no se quedaba atrás. Su expresión serena y decidida era un reflejo de su padre, pero había algo más en sus ojos, una chispa de emoción y orgullo.
No pude evitar sentir que mi corazón se llenaba de emociones encontradas. Por él, por ellos... por todos, ese futuro cambiaría.
CONTINUARÁ...
Que clase de cosas pudo pasar para tratar incluso mal a su propio hijo
Continúe Así Tiene Talento AUTORA
TU PUEDES TERMINAR ESTA CON ÉXITOS NO TE
DETENGAS RINA.
Bueno crearé mi propio final o algo en mi cabeza.
librando las peor es batallas que en el campo de guerra
si sabía perfectamente que Galilea no podría soportar el embarazo y que sucumbido a en el proceso...
porque decline digno el idiota cuando ella muere y culpa al inocente que ninguna culpa tuvo.. .
el verdadero culpable de todo es el y marcó a su hijo con su desdén y humillación.
aunque pese siempre es mejor