Un deseo por lo prohibido
Viviendo en un matrimonio lleno de maltratos y abusos, donde su esposo dilapidó la fortuna familia, llevándolos a una crisis muy grave, no tuvo de otra más que hacerse cargo de la familia hasta el extremo de pedírsele lo imposible.
Teniendo que buscar la manera de ayudar a su esposo, un contrato de sumisión puede ser su salvación. En el cual, a cambio de sus "servicios", donde debía de entregársele por completo, deberá hacer algo que su moral y ética le prohíben, todo para conseguir el dinero que tanto necesita...
¿Será que ese contrato es su perdición?
¿O le dará la libertad que tanto ha anhelado?
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Capitulo 22
Muriel iba en la parte de atrás del vehículo, mirando por la ventanilla la hermosa mañana. Paisaje que desaparecía al entrar a la cabaña. Ella giró la cabeza y miró a Alfred. Él lucía relajado, ajeno a las circunstancias, conduciendo en silencio, con la mirada fija a la carrera.
— Alfred, a usted si le puedo hacer preguntas, ¿verdad?
— Señora, depende de cuáles sean esas preguntas. Si se trata de la vida personal del señor, no podré contestarle.
— ¿Por qué el señor me solicita tan pronto? Supuse que únicamente sería una, o dos veces al mes, no tres veces a la semana.
Alfred sonrió con frustración y se pasó una mano por la cabeza. Realmente, esa misma pregunta se hacía él. Por qué su jefe se mostraba tan interesado en ella. No tenía respuesta a su pregunta, y si la hubiese tenido tampoco le diría nada.
— No tengo esa información, ya que es algo privado de mi señor.
Muriel se dio por vencida, en el fondo sabía que Alfred no le iba a responder.
Llegaron a la cabaña, Alfred le abrió la puerta del auto para que ella bajara. Después procedieron a entrar a dicho lugar.
Muriel observó el espacio con detenimiento. Todo fue remodelando. El color marrón y dorado de la decoración, y la chimenea lista para ser encendida, daban un toque de un hogar de campo. Todas las ventanas estaban abiertas, y el viento movía las cortinas, de un lado a otro. Las aves se escuchan cantar y la brisa fría de la mañana, recorría el cuerpo de la joven.
Ella trató de ubicar a Yeikol, pero él no estaba presente.
— Señora, acompáñeme por aquí, por favor. — pidió Alfred, indicándole el camino.
Caminaron hacia la parte trasera de la cabaña. Había una terraza, techada de palma. En el centro había una mesa, organizada a la perfección, llena de deliciosos alimentos. En una de las sillas que rodeaban la mesa, se encontraba Yeikol, disfrutando de un vaso de jugo.
Muriel no salía de su asombro, todo estaba tan hermoso. “¡Wao! Quién se encargará de organizar, y del aseo de este lugar”, se preguntó.
Alfred le cedió el paso para que caminara adelante. Ella llegó hasta donde estaba Yeikol, y lo saludó, cabizbaja.— Buen día.
Él se tomó un sorbo de jugo, la miró detenidamente y la saludó.— Buen día, señora, Brown. — hizo énfasis en esa última palabra, a sabiendas de que ella le pidió a Alfred que no la llamara de esa manera.
— Señora, puede tomar asiento, y desayunar tranquila.— dijo Alfred.
— Muchas gracias, pero ya desayuné. ¡Gracias a Dios!
Yeikol la escaneó de arriba abajo. Si bien, ella parecía un ángel, pero con simples palabras molestaba al jefe. Otra mujer, en su lugar, repetía desayuno si era necesario, únicamente para estar cerca de él.
— Siéntese. Le recomiendo desayunar.— le ordenó el jefe.
Ella se acomodó en la silla frente a él, y se sirvió un vaso de agua. Tomó un poco del líquido, lo miró directamente a los ojos y se atrevió a preguntar. — ¿Eso es una orden, o una amenaza, señor?
Él sonrió levemente, luego cambio el semblante, mostrando un rostro frío e intimidante. Se levantó y caminó hacia ella rodeándola por detrás.— Depende de cómo usted lo quiera interpretar. La espero en media hora. — terminó de decir, y se retiró.
Alfred tomó asiento y empezó a disfrutar del delicioso desayuno.
— Señora, ¿estás segura de que no deseas probar nada?
— No, ya desayuné con mi amiga, Lola.
Él había investigado todo acerca de ella, y en ningún momento escuchó la palabra “Lola”. Eso le llamó la atención, ya que si tiene una amiga, puede tenerle confianza y hablar del contrato.
— ¿Quién es Lola?
Muriel sonrió al recordarla. — Una amiga que conocí hace poco.
A la hora ordenada, Muriel entró a la habitación. Yeikol no estaba en esa área, pero no tenía que ser adivina para saber que estaba en el otro cuarto. Aunque ya no era religiosa, seguía creyendo en Dios. Sacudió las manos para relajarse, respiró profundo, y se persignó. Abrió la puerta, encontrándose con un hombre completamente desnudo. Sentado en el sillón erótico, mordiéndose el labio. Con la mirada fija en la entrada, obviamente esperándola a ella.
Muriel se ruborizó, un calor recorrió su cuerpo. No reaccionó, hasta que lo escuchó hablar.
— ¿Se va a quedar ahí parada?
— No, señor, ¿qué debo hacer?
La actitud de Muriel resultaba irritante para Yeikol. Ya habían estado juntos, y ella seguía mostrándose nerviosa, reacia, y temerosa ante él.
— Desnúdese.
Ella tenía puesto el uniforme del banco, obviamente, de unas tallas más grandes de lo que debería. Se quitó los tacones y empezó a quitar los botones de su camisa apresuradamente.
— Deténgase. — dijo Yeikol, con voz grave, y evidentemente insatisfecho. Se levantó del sillón, en pasos lentos caminó hacia ella. Se le colocó por detrás, restregándole su cuerpo. Meticulosamente, le puso las manos en el abdomen.
— ¿Por qué la prisa? Tenemos todo el día disponible. Ahora… Relájese.— le susurró al oído.
Muriel dejó escapar un gemido involuntario. Sintió una corriente en la espina dorsal. Cerró los ojos y se dejó llevar. Yeikol, con delicados tactos, le desprendió las prendas de vestir, dejándola en ropa interior. La condujo a la cama, la tendió ligeramente, y la observó fijamente.
— ¿Podría dejar de usar ese tipo de ropa interior, cuando vayas a estar conmigo?
— ¿Qué?
— Tal vez a su esposo le agrade… A mí no.
— Señor, trataré de que no vuelva a suceder. Le pido un favor. No vuelvas a mencionar a mi esposo.
Él, minuciosamente, la dejó completamente desnuda. Era extraño, pero cada vez que tenía la oportunidad de tenerla así, sentía ganas de hacerle el amor, y no de tratarla como una sumisa. Con sus dedos, empezó a recorrer su suave piel.
Muriel, avergonzada, nerviosa, y temeraria, no podía evitar sentir placer. Él sabía como usar sus manos.
Yeikol, agarró la mano de Muriel, lentamente la incitó a tocarse, pero ella impulsivamente jaló su mano.
— ¿Usted no se toca?