Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo VII El juicio del patriarca
La Hacienda Los Laureles era un museo de la historia familiar. Al cruzar las puertas, Catia sintió que no solo entraba en una casa, sino en el pasado. El aire olía a tierra húmeda, jazmines y un poder tan antiguo como el propio cedro que adornaba la entrada. Era imponente, pero al mismo tiempo hermoso.
En el salón principal, junto a una chimenea que no era necesaria en el clima cálido, esperaba Don Rafael Carrero. El patriarca era un hombre de unos ochenta años, pero su presencia llenaba el espacio. No era imponente por la estatura, sino por la autoridad silenciosa que irradiaban sus ojos, tan oscuros y penetrantes como los de su nieto.
Alejandro entró primero, su máscara de acero perfectamente colocada. Detrás de él, Catia, con el anillo de diamantes de la madre de Alejandro brillando obscenamente en su mano, sintió que el corazón le latía contra las costillas.
—Abuelo —saludó Alejandro, su tono formal.
Don Rafael, sin levantarse, alzó la barbilla. Su mirada pasó por encima de su nieto y se posó directamente en Catia, analizando cada detalle: la simpleza de su vestido, la autenticidad de su miedo, la extraña mezcla de inocencia y dignidad.
—Así que esta es la distracción que te ha costado un mes de trabajo, Alejandro —dijo Don Rafael, su voz era profunda y resonante.
Alejandro, siguiendo el plan, tomó suavemente la mano de Catia y la puso delante. —Abuelo, te presento a mi prometida, Catia Martínez.
Catia, recordando su papel, forzó una sonrisa llena de adoración fingida, aunque por dentro temblaba. Se inclinó ligeramente. —Es un honor, Señor Carrero.
Don Rafael se levantó lentamente. Se acercó a Catia, ignorando a Alejandro. Sus ojos se suavizaron, y él tomó la mano de la joven que no tenía miedo a las migajas ni al trabajo duro.
—Mira qué preciosidad. Tienes la dulzura de la tierra. —Don Rafael acarició el dorso de su mano, deteniéndose en el diamante—. ¿Sabes, muchacha? eres diferente a lo que esperaba. Me recuerdas a Isabel.
Catia, desconcertada, solo pudo asentir.
—Mi difunta esposa. Ella era sencilla, honesta... y tu belleza, Catia, tiene esa misma luz que el dinero nunca pudo comprar.
El patriarca soltó su mano y se dirigió a su nieto, un brillo de genuino placer y algo más en sus ojos. Alejandro estaba furioso; su plan de mostrar a Catia como una "ineficiencia" que había caído a sus pies había fracasado. El abuelo estaba encantado.
Sin embargo, el agrado de Don Rafael no suavizó su negocio.
—Felicidades, Alejandro. Es una pena que esta belleza vaya a ser solo tu esposa por contrato.
El comentario hizo que el aire se congelara. Alejandro apretó la mandíbula. —No sé de qué hablas, abuelo. Catia y yo estamos profundamente comprometidos.
—Ah, ¿sí? —Don Rafael sonrió con frialdad. Se dirigió a Catia con la amabilidad más peligrosa—. Catia, querida. Mi nieto es un tiburón. No sabe de amor, solo de adquisiciones. Dime, de forma honesta y con el corazón... ¿te ha obligado a hacer esto? ¿Te ha puesto el pie en el cuello para presentarte aquí, solo para ganar tiempo y salvar su empresa?
La pregunta era un dardo que apuntaba directamente al núcleo de la mentira. Los ojos de Catia se encontraron con los de Alejandro: si revelaba la verdad, su deuda regresaba; si mentía, debía convencer al único hombre capaz de ver a través de las máscaras de Carrero.
Antes de que Catia pudiera responder, Don Rafael continuó, mirando a su nieto por encima de su hombro.
—Porque si es así, Alejandro, no solo acabaré con tu empresa. Me aseguraré de que esta muchacha esté lejos de tu crueldad. Mi ultimátum sigue en pie: no solo tienes una prometida. Tienes que demostrarme que tienes la intención de casarte con ella y fundar una familia. Tienes la bendición de mi elección, pero te observaré, nieto. Si esta farsa dura más de lo necesario, lo perderás todo.
Don Rafael se sentó de nuevo. —Ahora, Catia. ¿Te gustaría un té? Estoy seguro de que este bruto de mi nieto no te ofreció nada en el camino.
El patriarca no solo había aceptado a Catia, sino que la había convertido en el centro de su control. Alejandro no había ganado tiempo; acababa de escalar el ultimátum. Ahora, su mentira tenía que ser perfecta, y Catia no era solo su asistente; era la clave de su supervivencia.