En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 18: La Serpiente Despierta
Capítulo 18: La Serpiente Despierta
El eco del juramento había vuelto a pronunciarse en el mundo. El hierro había sido alzado de nuevo, la sombra había susurrado, y el espejo había mostrado futuros quebrados. Pero con cada palabra de poder que renace, su contrario despierta.
En las cavernas húmedas de Licia, donde la sal del mar se mezcla con el olor de la tierra podrida, un círculo de figuras encapuchadas encendía lámparas de aceite. El aire vibraba con un siseo grave, como si miles de serpientes invisibles se arrastraran bajo la piedra.
En el centro de la gruta, un hombre se arrodilló. Su piel estaba cubierta de tatuajes en espiral, y en su lengua brillaba un corte cicatrizado. Pronunció palabras en una lengua olvidada, y al hacerlo, la roca respondió con un eco profundo.
—El hierro ha sido desenterrado. La sombra ha mostrado su rostro. El espejo respira.
Un murmullo recorrió a los encapuchados, pero no era miedo. Era hambre.
El oráculo de los Serpente, una anciana ciega de ojos lechosos, se levantó con dificultad. Sostenía una copa de bronce con el veneno de la víbora más letal de la región. Lo derramó sobre las piedras, y la tierra lo absorbió como si bebiera.
—Entonces, hijos de Artemisia —escupió con voz quebrada—, sepan que no están solos. Nuestro veneno jamás murió. Solo mudamos de piel.
Durante siglos, los Serpente habían permanecido ocultos, adaptándose como su animal sagrado. Algunos se disfrazaron de mercaderes, otros de sacerdotes, otros de gobernantes. Habían aprendido que el veneno no se administra de golpe, sino en gotas, paciente, hasta que la presa se quiebra desde dentro.
Con el despertar del juramento, comprendieron que era el momento de mudar otra vez de piel. Ya no serían una orden secreta relegada a cuevas. Se proclamarían como lo que siempre habían sido: la antítesis del legado de Artemisia.
El juramento decía: hierro, sombra, espejo.
Ellos respondían: veneno, traición, espejismo.
En las cortes de Caria, comenzaron a circular rumores. Nobles aparecían muertos envenenados sin explicación. En las tabernas del puerto, mercenarios hablaban de un misterioso patrón que pagaba el doble del oro común. En los templos, los sacerdotes murmuraban que las estatuas lloraban lágrimas verdes.
Cassia escuchó esos rumores en Halos. Una noche, mientras afilaba la espada que había rescatado del mar, una mujer se presentó ante ella. Vestía como una viajera común, pero sus ojos tenían un brillo perturbador, como si observaran más allá del rostro y la carne.
—Eres la heredera del hierro —dijo sin presentarse—. Y por eso morirás.
Cassia se tensó, pero antes de poder responder, la mujer arrojó un cuchillo. La joven alzó la espada, y la hoja enemiga se partió en dos al tocarla.
—El hierro no se quiebra —replicó Cassia.
La mujer sonrió. De su boca asomaba una lengua bífida, partida en dos.
—El hierro puede oxidarse. El veneno siempre encuentra el modo de entrar.
Antes de que Cassia reaccionara, la mujer desapareció en la oscuridad, como si la tierra misma la hubiese tragado.
En Mileto, las Veladas descubrieron que varias de sus integrantes habían sido compradas en secreto. Algunas se habían convertido en espías de los Serpente, transmitiendo información a cambio de oro o promesas de poder. La Hermandad de la Sombra, tan orgullosa de su discreción, entendió que estaba frente a un enemigo que jugaba su mismo juego, pero sin límites ni honor.
En Rodas, los Custodios del Reflejo empezaron a notar distorsiones en el fragmento del espejo. Ya no solo mostraba futuros probables, sino ilusiones insertadas a la fuerza: rostros que no existían, símbolos que confundían. Era como si alguien hubiese aprendido a manipular el cristal desde el otro lado.
Uno de los sacerdotes enloqueció al mirar el fragmento y se cortó los ojos con un cuchillo, gritando que había visto a Artemisia… pero con colmillos de serpiente.
Los Serpente no se mostraban aún como ejército, pero su sombra crecía en silencio. En los mercados, en las cortes, en los templos, sus agentes susurraban siempre lo mismo:
—El juramento no trae libertad. Trae cadenas invisibles. Artemisia fue una tirana. Sus herederos serán tiranos otra vez.
El veneno se esparcía, no en cuerpos, sino en mentes.
Una noche, Cassia soñó con Artemisia de nuevo. Pero esta vez no estaba sola: detrás de la reina se alzaba una figura oscura, reptante, con ojos amarillos y sonrisa cruel.
—El eco y el veneno son inseparables —le dijo Artemisia en el sueño—. Siempre que alguien pronuncie mi juramento, alguien más pronunciará su negación.
Cassia despertó empapada en sudor, apretando la espada contra su pecho.
Entendió, por primera vez, que su batalla no sería solo de acero y sangre, sino de símbolos. El hierro debía resistir no solo golpes, sino mentiras.
Al amanecer, los pescadores hallaron un cadáver en la playa: un marinero con la lengua partida en dos, marcado en el pecho con un símbolo serpenteante. En su piel estaba grabada una frase con cortes de cuchillo:
“Donde Artemisia fue reina, la Serpiente será diosa.”
Cassia miró el cuerpo en silencio, con la espada en la mano.
El juramento había despertado.
Pero el veneno también.
Y la guerra de ecos apenas comenzaba.