Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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Capítulo 21
Con una furia que amenazaba con estallar, Riven se detuvo frente a la puerta de la habitación de Aria. Inspiró profundo, intentando contener el huracán que azotaba su pecho. El miedo, ese sentimiento que creía extinguido, lo paralizaba. Golpeó una vez, dos, tres, pero el silencio fue su única respuesta. La desesperación ganó terreno; dio un paso atrás, tensó los músculos y se lanzó contra la puerta con un solo golpe, haciéndola estallar y cediendo a su furia contenida.
El aire lo golpeó de inmediato. Las cortinas abiertas dejaban colar la luz fría y azul de la luna. No era un halo de paz, sino una mirada acusadora. A un costado de la cama, las sábanas caídas y revueltas parecían un sudario. Cada paso suyo hacía crujir los cristales rotos del espejo esparcidos cerca del armario, que brillaban como diamantes en la penumbra. El alma misma de la habitación había sido violentada.
Allí, en el suelo, con la cabeza apoyada sobre la cama, estaba Aria. Su figura encorvada y frágil parecía a punto de quebrarse en cualquier instante.
—Vete —susurró, su voz un hilo frágil pero firme que llevaba la fuerza de una orden.
Pero Riven no escuchó. Sus ojos se clavaron en la enorme mancha oscura a su lado. Sangre. Se abalanzó, la tomó de los brazos y levantó las mangas de su vestido. En la tersa piel de su muñeca, un corte rojo oscuro resplandecía, un grito silencioso.
—Mierda, mierda —maldijo, con el terror helado trepándole por la garganta—. Tranquila.
Su voz, un eco desesperado, intentaba darle calma. Rasgó un trozo de la manga de su camisa negra y, con dedos torpes por la prisa, envolvió la herida. Pero no pudo cubrir las cicatrices viejas, viejas heridas que, como susurros de dolor, volvían a emerger.
—¡Déjame! ¡No me toques! —exclamó Aria, con la mirada fija en sus manos, su voz como un veneno que lo atravesaba.
Riven se congeló.
—¿Qué te has hecho? —preguntó, la voz rota, sin aliento, el rostro un espejo de puro horror.
—Fue un accidente —respondió Aria, pausada, con una furia que parecía a punto de desbordarse, pero no era suya, sino de la maldición que la habitaba.
Riven se acercó de nuevo, extendió la mano con súplica muda.
—Déjame ayudarte —susurró.
Pero antes de que sus dedos la rozaran, un destello azul brotó de sus ojos. La vida se tornó muerte. Saltó de un salto, frágil y a la vez terrible, envuelta en una energía sobrenatural.
—No necesito tu ayuda —gruñó, su voz profunda, bestial—. No puedes ayudarme. Solo vete.
La humillación hirió a Riven más que cualquier espada. Sus promesas, sus esfuerzos, su deseo desbordante de salvarla, todo se evaporó ante esas palabras que cayeron como dagas clavadas en su orgullo.
Sus ojos, llenos de un rechazo doloroso que no quería admitir, se clavaron en ella. Su voz, apenas un susurro roto, resonó en la habitación como sentencia:
—Si tanto desprecio me tienes, si te cuesta tanto aceptarme como tu prometido, no hace falta que te lastimes o te desmorones así. Solo vete. No te detendré.
Se dio la vuelta y sus pasos retumbaron en la habitación como si se llevara el corazón arrastrado en la suela de sus botas.
No era el temido capitán Riven, el conquistador de reinos. Era un hombre rechazado, huyendo de su propio fracaso.