Alexandre Monteiro es un empresario brillante e influyente en el mundo de la tecnología, conocido tanto por su mente afilada como por mantener el corazón blindado contra cualquier tipo de afecto. Pero todo cambia con la llegada de Clara Amorim, la nueva directora de creación, quien despierta en él emociones que jamás creyó ser capaz de sentir.
Lo que comenzó como una sola noche de entrega se transforma en algo imposible de contener. Cada encuentro entre ellos parece un reencuentro, como si sus cuerpos y almas se pertenecieran desde mucho antes de conocerse. Sin oficializar nunca nada más allá del deseo, se pierden el uno en el otro, noche tras noche, hasta que el destino decide entrelazar sus caminos de forma definitiva.
Clara queda embarazada.
Pero Alexandre es estéril.
Consumido por la desconfianza, él cree que ella pudo haber planeado el llamado “golpe del embarazo”. Pero pronto se da cuenta de que sus acusaciones no solo hirieron a Clara, sino también todo lo verdadero que existía entre ellos.
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Capítulo 5
...Alejandro Monteiro...
Rubens me avisó que Clara había ido a casa de una amiga. Eso me hizo alzar las cejas, porque ella misma ya había dicho que no mantenía amistades cercanas. Pero no mandé mensaje preguntando, ni llamé. Resolví respetar su espacio.
Además, yo tenía demasiados asuntos pendientes por resolver antes de salir de la empresa. Estaba en mi sala, revisando un proyecto importante, cuando dos golpes firmes resonaron en la puerta.
—Puede entrar —dije, sin levantar la vista de los informes.
—Dijiste que tu novia vendría hoy, Alejandro —la voz fría de Luíza sonó justo cuando ella cruzó la puerta, con los brazos entrelazados sobre el pecho.
Alcé los ojos, inspirando hondo.
—Ella necesitó ir al hospital. No se estaba sintiendo bien —dije en un tono contenido—. ¿Y tú ya no resolviste eso? Entonces, por favor, deja a Clara quieta.
—No se trata de dejarla quieta. —Su tono sonó aún más firme—. Se trata del hecho de que tu… novia… no respondió ninguno de los mensajes que mi secretario le mandó.
—Luíza, por el amor de Dios… —me llevé la mano al rostro, masajeando la frente.
Ella me fulminó con aquellos ojos azules cristalinos que heredó de Angélica. A veces, era imposible no ver a nuestra madrastra en ella. Misma postura elegante. Mismo aire de superioridad. Misma frialdad que congelaba cualquier ambiente.
Luíza era prácticamente una copia más joven de la madre, alta, delgada, piel clara casi translúcida, cabello castaño liso siempre cayendo impecable por los hombros.
Yo aún recordaba a Angélica intentando empujarla a los desfiles de moda. Luíza, con diez, doce años, siempre quieta, nunca cuestionaba nada. Apenas hacía lo que mandaban. Era la muñequita perfecta, la marioneta de nuestra madrastra.
Tal vez por eso hoy ella tenía esa necesidad de mantener todo bajo control. Hasta la vida de los otros.
Pero, por más que yo entendiera lo que la hizo así, no iba a permitir que ella descargara esa rigidez sobre ninguno de nosotros.
—Así que ella esté mejor, va a responder —finalicé en un tono firme—. Y si no es urgente, sugiero que nos enfoquemos en lo que interesa.
Luíza apretó los labios en un trazo fino y pareció ponderar por un instante antes de hablar:
—Te involucras demasiado. Eso te debilita.
Yo la encaré en silencio, sintiendo aquella punzada incómoda que siempre venía cuando ella decía algo así.
—La vida no es una negociación, Luíza —repliqué, finalmente—. Y, si para ti lo es, tal vez sea por eso que todo necesite parecer tan frío.
Ella no respondió. Apenas giró sobre los talones y salió, dejando la puerta cerrarse con un clic suave que sonó demasiado alto en mi cabeza.
Suspiré y apoyé las manos en la mesa. Por más que ella me sacara de quicio, yo sabía que, en el fondo, cada uno de nosotros cargaba cicatrices demás para saber amar bien.
Dejé todo lo que estaba haciendo y resolví subir a la terraza. Era el único lugar donde yo realmente me encontraba, como si allá arriba mi madre aún estuviera conmigo. Tomé el ascensor, necesitando aquel silencio que solo el cielo sabía dar.
Cuando las puertas estaban casi cerrando, oí un gritito:
—¡Tío Alex!
Sostuve el ascensor y vi a Alice corriendo con el uniforme azul y la mochila balanceándose en la espalda.
—¿Para dónde vas? —preguntó, jadeante, con aquellos ojos grandes curiosos.
—Para la terraza —respondí, soltando el botón.
Ella abrió mucho los ojitos.
—Mamá dice que allá es peligroso. Que no se puede ir allá.
Sonreí, agachándome para quedar a su altura.
—Es peligroso si vas sola, mi amor. Pero si estás con alguien responsable, no hay ningún peligro.
Ella pareció pensar un instante, evaluando si aceptaba mi argumento. Cuando asintió, le di la mano y esperé que el ascensor llegara a la cima.
Así que la puerta se abrió, Alice abrió mucho los ojos y soltó un suspiro:
—Uau… ¡La vista es linda, titio!
—Sí, es linda mismo. —Apreté levemente su manito—. Ven acá.
Caminamos hasta el parapeto. Yo la alcé en brazos con cuidado, para que ella pudiera ver la ciudad toda allá abajo. Alice abrió una sonrisa desdentada que siempre derretía mi corazón.
—A veces yo vengo aquí a conversar con tu abuela —conté, con la voz más baja.
—¿La abuela estrellita? —preguntó, mirando el cielo claro.
—Es… la abuela estrellita. —Respiré hondo—. Yo la veo en cada cielo bonito. Principalmente en la puesta de sol. Yo converso con ella y casi siempre hablo de ti. Cuento que tú trajiste luz a nuestra vida… y cuánto ella te iba a amar si estuviera aquí.
Alice apoyó la cabecita en mi hombro.
—Yo quería haberla conocido —dijo bajito, con aquella sinceridad pura que solo un niño tiene.
—Yo sé, princesa. Pero tengo certeza que fue ella quien te mandó para nosotros. —Besé su frente—. Para alegrar a nuestra familia.
Ella se quedó quietita, observando la vista. Hasta que soltó, casi en un susurro:
—Pero yo no alegré a la tía Luíza…
El corazón se apretó. Sostuve su carita e hice que me mirara.
—Ei. La tía Luíza se hace la dura, pero por dentro tiene un corazón enorme. —Hablé con calma—. Ella te ama mucho, solo que no sabe demostrarlo bien a veces.
—¿Tú crees mismo? —Los ojos ámbar brillaron.
—Yo tengo certeza. —Sonreí—. Ella solo necesita un tiempito. Pero un día, vas a ver, ella te va a dar tanto abrazo que tú ni vas a conseguir contar.
Alice rió bajito, apoyándose otra vez en mi hombro.
...[...]...
Conduje hasta el ático de Clara pasadas las siete y pico. En el camino, paré en el restaurante favorito de ella y pedí su plato preferido.
El portero me saludó con la cabeza cuando entré. Subí hasta el ático y así que la puerta se abrió, Alfi vino corriendo agitando el rabo, lengua afuera, todo feliz por verme.
—¿Y ahí, campeón? —Pasé la mano en su cabeza, sonriendo—. ¿Dónde está tu madre, eh?
Tiré una bolita para el rincón de la sala y él disparó detrás, frenético. Dejé las bolsas en la mesa. Subí las escaleras en silencio, sintiendo un peso en el pecho que yo no sabía explicar.
Cuando llegué al cuarto, vi las puertas del balcón abiertas de par en par, dejando el viento helado entrar. Hoy estaba frío de carajo, pero Clara estaba allá afuera, sentada en un sillón con la mirada perdida en el cielo oscuro.
—Oi… —hablé, aproximándome—. ¿Qué estás haciendo aquí en todo este frío?
Ella demoró un instante antes de responder, la voz casi sumiéndose en el viento:
—Vine a respirar un poco de aire puro.
—¿Fuiste a visitar a una amiga hoy? —pregunté, jalando otra silla y sentándome al lado de ella.
—Fui… —Ella respiró hondo—. Una amiga antigua. Necesitaba unos consejos.
—¿Te estás sintiendo mejor? —insistí, intentando descifrar su semblante.
Ella apenas asintió, sin mucho convencimiento. El silencio se prolongó hasta que ella giró el rostro y finalmente me encaró.
—Alejandro… necesitamos conversar.
Mi pecho se apretó.
—Claro —respondí bajo—. Pero… ¿vamos allá adentro? No quiero que agarremos una hipotermia aquí afuera.
Ella concordó. Entramos. Yo cerré las puertas del balcón y jalé las cortinas. Clara caminó hasta el closet y volvió sosteniendo un papel. El modo que ella andaba… parecía que el suelo podía derrumbarse a cualquier segundo.
Yo la miré, preocupado. ¿Será que algún examen había dado algo malo? ¿Un diagnóstico serio?
Ella paró en mi frente y extendió el papel, la mano temblando. Lo tomé y leí despacio. El logo de la clínica, algunas líneas técnicas… y allí en el medio, en negrito, la palabra que saltó a mis ojos:
POSITIVO.
Pero no decía positivo para qué. Yo alcé la mirada, confuso.
—¿Positivo para qué? —pregunté, sintiendo el corazón disparar—. ¿Estás enferma?
Ella respiró hondo, tragando seco antes de hablar:
—Estoy embarazada, Alejandro.
Me quedé mirándola. No entendí. No podía ser.
—¿Qué?
—Estoy embarazada —repitió, bajito—. De un mes y medio.
Mi pecho se apretó de un modo que me dio náuseas. Ella no podía estar embarazada. No de mí. Porque…
—Yo soy estéril, Clara. —Mi voz salió ronca.
Ella alzó los ojos, llenos de una angustia que yo nunca había visto allí. Parecía genuina, tan vulnerable que me dieron ganas de jalarla para cerca. Pero todo que yo conseguía pensar era en el pasado, en el golpe, en la desconfianza que siempre volvió para asombrarme.
Yo recordaba perfectamente la última vez. Una mujer que juró que estaba embarazada de mí, diciendo que era el gran amor de su vida. Cuando yo conté que era estéril, ella imploró por exámenes. Hice todos. Y, claro, el hijo no era mío. Al final, todo que ella quería era dinero para sustentar su propia vida.
¿Y ahora… aquello estaba aconteciendo otra vez?
Miré a Clara, mi pecho hirviendo entre la incredulidad y una punzada amarga de decepción que yo odiaba sentir.
Y, aún así, por un segundo, algo en mí quería creer en ella.
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...Hola, es necesario que él no crea en ella al inicio para cosas buenas y mocito arrepentido venir ahí. Pero calma, va a salir bien!...