Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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Mientes
Un golpe seco contra el vidrio la hizo girar.
Zahra dejó la bandeja en la mesada.
El agua nieve de Wiyén Kutral —así llamaban los lugareños a esa zona, “el fuego blanco”— le caía sobre los hombros, y el abrigo estaba empapado como si hubiera caminado. Sus mejillas estaban rojas por el frío; sus ojos, oscuros y tensos.
Zahra sintió cómo un escalofrío le recorría la columna.
Cinco años construyendo una vida lejos de él. Yaun así, su presencia volvía a llenar su vida de temores.
Jalil golpeó otra vez.
—Zahra… abre—dijo, la voz ronca, casi exhalada.
Ella dudó, demasiado peligro había ahi.
Pero entonces notó cómo él apoyaba una mano en la pared, como si las piernas le fallaran.
No por drama, si no por el frío y agotamiento.
Zahra bufó entre dientes, odiando su propio impulso humano, maternal, inevitable y giro la llave.
El viento entró primero, Jalil se asomó ya que ella le obstaculisaba la entrada.
—Mi camioneta murió a tres kilómetros —murmuró, respirando hondo—. Y no tengo señal .
Zahra arqueó una ceja.
—¿Es que me has visto cara de mecánico?
—No —dijo él, con un hilo de paciencia—. Pero tal vez tu puedas llamar a un acarreo…
Zahra soltó una risa espontánea, casi infantil.
No pudo evitarlo.
—¿Qué es lo gracioso? —preguntó él, molesto.
—Jalil… aquí no hay acarreo —dijo, señalando la ventana empañada con un gesto amplio—. El único que tiene una grúa es Juan el mecánico. Y si lo sacán de la cama a esta hora, te mete un tiro en la pantorrilla sin pensarlo dos veces.
Haciendo memoria, añadió: —Bienvenido a Wiyén Kutral. Aqui no estás en Londres.
Él la miró como si el mundo hubiera decidido jugar con él.
—¿Al menos me permitírias pasar y llamar a Don Ernesto? —dijo con un dejo de súplica c—. O hazlo tu que me venga a buscar.
Zahra cruzó los brazos.
—¿Has visto la hora?
—¿Has visto dónde vivo ahora? —replicó él, señalando la nieve que seguía cayendo sobre su espalda—. ¿Hace mucho que vivís acá?
Zahra suspiró, derrotada por el clima, por la injusticia del destino.
— Unos años, se hizo a un lado.
Zahra tragó saliva y, señaló el teléfono fijo sobre la barra.
—Ahí está. Pudés llamar desde ahí.
Jalil avanzó un paso, pero se detuvo en seco cuando apoyó la mano sobre el aparato.
Frunció el ceño.
—No tengo el número de Don Ernesto —admitió, con una mezcla de fastidio y resignación. ¿ Me lo darías?
Zahra lo observó con una expresión casi teatral, exageradamente incrédula.
—¿Es una broma? Es tu empleado, Jalil, no el mío.
Él exhaló con ese gesto impaciente —la ceja arqueada, los labios apretados— que a Zahra le recordó tanto a Andy que el estómago se le contrajo.
No por nostalgia.
Por miedo que él lo notara.
—Quedate aquí —dijo ella, tensando la voz—. Voy por mi teléfono.
Jalil asintió, pero al verla alejarse preguntó en voz baja:
—¿Vives sola?
La pregunta se le clavó como un anzuelo.
Zahra sintió cómo el pulso se le disparaba, pero no podía permitirse el temblor.
—No. Vivo con mi esposo.
Jalil abrió los ojos, sorprendido, casi desconcertado.
Un destello frío, incómodo, cruzó su mirada.
Ella regresó con el celular en la mano.
Él la observó con una intensidad que la incomodó más que la ventisca de afuera.
—Así que tienés pareja… —dijo él despacio, como si probara el sabor de la frase.
—Es-poso —corrigió Zahra con firmeza.
Él ladeó la cabeza.
—¿Y dónde está tu esposo?
—Emanuel esta en Asia es Fotógrafo y alpinista —respondió ella de inmediato, eligiendo las palabras. Esta con una expedición.
Jalil la estudió, demasiado atento y cerca.
—Interesante —murmuró.
A Zahra le sudaron las manos… pero mantuvo el rostro impasible.
—¿Qué es lo interesante, Jalil? —preguntó Zahra, cruzándose de brazos.
—Varias cosas —respondió él, enigmático.
Ella abrió la boca para replicar, pero Jalil levantó la mano para hacerla callar.
Ese gesto le atravesó el pecho como un relámpago; la misma actitud qué mas de una vez.
—Don Ernesto —dijo él al teléfono—. Soy Jalil. Venga a buscarme a la fonda de Zahra. La carcacha se quedó tirada.
Zahra negó con la cabeza, incrédula.
Cuando cortó, él la miró con satisfacción.
—¿Qué? —preguntó, como si él fuera el ofendido.
—Te falto decir buenas noches, por favor y gracias. ¿O en los palacios de Raleigh no enseñan modales? —retrucó ella.
—Es mi empleado —soltó él, irritado.
—Empleado, no esclavo —dijo Zahra con filo—. Sigues igual de soberbio.
—Y tú igual de infiel.
Zahra sintió el golpe directo al pecho.
—Yo no soy infiel —respondió, firme, herida—. El ladrón cree que todos son de su condición.
—Tienés razón —dijo Jalil, ladeando la cabeza con ironía —. Ya lo tuyo ni siquiera entra en “infidelidad”. Eres… bigama. Porque según me has dicho tienés un esposo… y, sin embargo, yo sigo siendo tu esposo. ¿En qué te convierte eso?
Zahra apretó la mandíbula.
—Tú no eres mi esposo. Mi tío anuló el matrimonio.
—Pero yo no anulé el matrimonio de Raleigh —replicó él, con una sonrisa de triunfo—, y está registrado en Londres. Así que, legalmente... sigues siendo mi esposa.
Afuera sonó una bocina larga.
Jalil miró hacia la puerta, satisfecho.
—Vinieron por mí.
Se giró hacia ella una vez más, su mirada era indescifrable.
—Nos vemos, esposita.
Y salió, dejando el aire cargado de un pasado que a Zahra le quemaba los huesos.
Jalil subió a la camioneta con el ceño fruncido. Ella no podía estar casada.
Zahra se quedó mirando la puerta ellos no podían seguir casados.