La mujer con la que se iba a casar murió en el altar, pero Adiel Mohamed no podía superar es emomento, hasta que regresó a su pueblo, y unos ojos verdes los flecharon.
Se enamoró perdidamente de Kiara Salma, la sobrina del capataz de su hacienda, una chiquilla que su madre odiaba con toda el alma. Pero eso no impidió que Adiel la amara, y la convirtieran en su todo.
Lo único que logró apartarlo del lado de su amada, fue que era menor de edad, sobre todo, era su alumna, y estaba prohibida para él, en todos los sentidos.
Decidió marcharse, y regresar cuando ella fuera mayor de edad, pero antes de partir, la hizo suya, marcando la como suya, pensando en su regreso convertirla en su esposa. Pero cuando regresó, Kiara ya no estaba, ella había desaparecido. Y su padre habría muerto, lo que le dejó destrozado y desdichado por cinco años, hasta que la volvió a ver, con una niña en brazos, la cual supo inmediatamente que era su hija.
Pero resultaba que Kiara lo odiaba.
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Un pervertido.
Sí, es el mismo perfume que aquella mujer usaba, mi nariz estaba tan cerca de su cuerpo que lo grabó muy bien, incluso, esa silueta parece ser la misma que se alejó tras darme ese golpe. El recuerdo del dolor y la confusión de ese momento vuelve a mí con claridad.
Sin perder más tiempo, me levanto y camino en dirección al bar. La curiosidad me consume, necesito confirmar mis sospechas.
—Iré por un trago —informo. Mi mamá me reprocha que no beba tan temprano, su voz cargada de preocupación maternal. —Tranquila, solo será uno —camino rápidamente y en el pasillo que cruza a la alberca encuentro a mi padre.
—Adi, ¿ya desayunaste?
—No, voy por un trago primero, luego desayuno.
—Te acompaño —dice y camina a mi lado. Su presencia es reconfortante, un ancla en este mar de confusión y recuerdos entremezclados.
La curiosidad por ponerle rostro a ese esplendoroso cuerpo que se mueve al limpiar es grande, no puedo esperar más, tengo que verle la cara. Mi corazón late con fuerza, anticipando el momento de la revelación.
—Aquí has estado —pronuncia mi padre con cariño.
—Señor Mohamed, ¡buenos días! —verbaliza al darse la vuelta. Al verme, se queda petrificada.
La joven mantiene una sonrisa en su rostro que desaparece en el momento en que nuestras miradas se encuentran. Y es de esperarse, después del encuentro fortuito que tuvimos anoche, supongo que encontrarse conmigo en este lugar era lo que menos se esperaba.
Mis ojos azules se clavan en los verdes de ella, no puedo creer lo que estoy viendo, solo era una pinche adolescente, una mocosa había sido la culpable del calambre que me dio anoche. La realización me golpea como un puñetazo en el estómago. ¿Cómo es posible que esta joven, casi una niña, fuera la misma mujer de la discoteca?
En la oscuridad de la discoteca, no pude distinguir el color de sus ojos, pero ahora, ahora podía verlos claramente y eran verdes, tan verdes como el color de Valleral. Son ojos que hablan de juventud, de inocencia mezclada con una sabiduría precoz, ojos que me miran con una mezcla de sorpresa y temor.
—¿Qué haces aquí, pequeña? Deberías estar estudiando —dice mi padre con mucho cariño en sus palabras. A diferencia de mi madre, él sí la trata bien. Su tono es el de un hombre bondadoso, preocupado por el bienestar de aquella mocosa.
Se queda en silencio, pasando saliva cada segundo por su garganta. Se nota la impresión que le ha causado encontrarse nuevamente conmigo. Sus manos tiemblan ligeramente mientras sostiene el trapo de limpieza, su postura rígida revela su incomodidad.
—Oh, qué burro, no te he presentado. Él es Adiel, tal vez no lo recuerdas porque eras muy pequeña cuando se fue —le explica cruzando su brazo por los hombros de ella. Luego me mira y pregunta: —Adiel, ¿recuerdas a Kiara, la sobrina de Félix?
—¿De Félix? —formo una mueca en mis labios expresando que no recuerdo. Pero es una mentira, una actuación para ocultar el torbellino de emociones y recuerdos que se agitan en mi interior.
Como no voy a recordarla, si esa niña solía robarse las flores de mi madre. Sonrío para mis adentros al recordar el día en que la ayudé a escapar y desde entonces la convertí en mi cupidita. La imagen de una niña pequeña, con trenzas y rodillas raspadas, corriendo entre los rosales, vuelve a mí con claridad cristalina.
Vaya, cómo ha pasado el tiempo volando. Era solo una niña de seis años y ahora se ha convertido en toda una mujer, y ¡vaya mujer! Trago saliva al recorrer con la mirada su cuerpo. Me siento culpable por mirarla así, sabiendo que es la misma niña que solía proteger, pero no puedo evitarlo.
—En realidad, no la recuerdo —digo mirándola fijamente a los ojos. Es una mentira descarada, pero necesaria.
—Pero ¿cómo no la vas a recordar? Es Kiara, aquella niña con la que solías encontrarte en el jardín y a quien escondías de tu madre.
—Adi, cariño, el desayuno está servido —llama mi madre, a lo que le respondo—. En un segundo estoy ahí —vuelvo a dirigir la mirada a ambos y digo—. Lo siento, papá, pero no recuerdo casi nada de mi pasado, especialmente si se trata de personas o cosas insignificantes —comunico al retirarme, notando el rubor en su rostro. Algo me dice que he herido su orgullo de niña valiente.
Me dirijo al comedor con mi mente ocupada por ella. Sonrío al ver lo maravilloso que es el destino, porque no tuve que buscarla, la trajo hasta esta casa para que cobrara venganza por lo que me hizo.
Vuelvo a sonreír, esta vez al recordar su hermoso rostro sorprendido al verme.
—¿Por qué sonríes? ¿Qué travesura estás recordando? —pregunta mi madre, lo que me hace detenerme.
Si le contara que sonrío por esa niña que acaba de captar toda mi atención, seguro se enfadaría, sabiendo que nunca le ha agradado. El conflicto entre mi madre y Kiara es un capítulo de mi pasado que había olvidado, pero que ahora vuelve con fuerza.
Suspiro al recordar cómo trataba a esa niña pequeña, ahora convertida en adolescente y tan hermosa. Los recuerdos se mezclan, la niña traviesa y la joven misteriosa se funden en una sola imagen en mi mente.
¿Pero qué estoy diciendo? Me reprendo por las palabras que mi mente pronuncia. No puedo pensar así de ella, es solo una niña, me repito, intentando convencerme.
—Por nada, mamá, solo recordaba algo que me causó gracia.
—¿Y qué fue lo que te causó gracia? —continúa preguntando, lo que me lleva a ponerle un alto. Su curiosidad, antes bienvenida, ahora me resulta invasiva.
—Por favor, mamá ¿Quieres que te cuente todo lo que me ha causado gracia a lo largo de mi vida? Porque si es así, nunca terminaremos.
—Tengo todo el día para escuchar a mi niño, sabes que no te veo desde hace años y tenemos que ponernos al día en todo.
—Nos pondremos al día en todo, no te preocupes. Me quedaré en Valleral y no volveré a la capital.
—Qué bueno, eso me alegra.
Mientras estoy en la mesa, mi mente sigue dando vueltas. Kiara, la discoteca, el perfume, los recuerdos de infancia, todo se mezcla en un torbellino confuso. Nunca imaginé que mi estancia en Valleral, se volviera de un día para otro, fenomenal.
El aroma del café recién hecho y el pan tostado llena el comedor, pero apenas lo noto. Estoy sumergido en mis pensamientos, planeando mi próximo movimiento.
Mientras unto mantequilla en mi pan, miro por la ventana, hacia los cerros que rodean el valle. Son imponentes, inmutables, testigos silenciosos de tantas historias. El desayuno continúa, la conversación fluye superficialmente entre mi madre y yo, pero mi mente está en otro lugar. En una joven de ojos verdes, en una noche en una discoteca y lo atrevida que fue al golpearme, pero pronto haré que se arrepienta por ello.