Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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La caida
Como cada mañana Mariana se sento a desayunar, estaban en Londres ella había asistido por diferentes reuniones y la familia había decidido reunirse para celebrar el cumpleaños de Rosse.
Estaba bebiendo su cafe, pensando en la reunión que tendria con el embajador de Raleigh, luego de su reunion Mariana se dirigíria a la casa de campo de la familia. La empleada llego con diferentes periódicos y detras de ella uno de sus consejeros.
— Buenos días Excelencia dijo Yusuf.
— Buenos días, ¿debíamos vernos por algun motivo?, pregunto Mariana.
Yusuf se puso incómodo algo muy notable para Mariana.
— Muy bien dilo dijo Mariana mirándolo fijamente.
— Mucho me temo ser portador de malas noticias, hemos recibido varias llamadas. No se como decirle que el príncipe ha salido en las noticias y en Raleigh la noticia no ha caído bien.
Mariana tomo el periódico, abrió los ojos como plato, lo cerro y de un golpe seco lo dio contra la mesa. Miro a Ibrahim.
— Averigua donde está exclamó Mariana, Ibrahim asintio.—Cita a los abogados y ministros, los quiero a todos conectados. Yusuf asintió respetuosamente y desapareció temiendo por su integridad fisica, no era habitual ver a la reina perder los estribos.
Mientras tanto en la casa de campo Amira leía el periódico mientras con manos temblorosas marcaba el número de teléfono de su hijo una vez más.
Toda la familia se encontraba sentada a la mesa.
— Amira por favor, ven a desayunar se enfría el café exclamó Khalil.
Olivia miro a su suegra ya había visto el periódico.
— No quisiera estar en sus zapatos exclamó Olivia pensando en su cuñado.
Malek miro a su esposa como advirtiéndole qué no dijera una palabra.
— No me atiende el teléfono dijo Amira.
— No debes preocuparte ya aparecerá respondió Khalil aunque él no era tan optimista.
— ¿A qué hora viene Mariana?, pregunto Constanza.
— Estará aquí para el almuerzo tenía una reunión con él embajador comento Khalil.
Londres habia amanecido soleado sobre el exclusivo edificio de cristal. En lo alto, el penthouse de Jalil ocupaba el cielo, era su reino privado. El auto negro se detuvo frente a la entrada y el estandarte de Raleigh flameó al compás del viento. De inmediato, los hombres vestidos de negro rodearon el vehículo con precisión militar.
—¿Quiere que me ocupe, Excelencia? —preguntó Ibrahim
—Lo haré personalmente —respondió ella en voz baja.— Ocúpate de que mis órdenes se cumplan. Ibrahim asintió y bajo delante a hacer cumplir las órdenes.
Mariana descendió del auto con la elegancia de quien está acostumbrada a que el mundo se incline.
—Está en el penthouse… y no está solo —anunció otro guardia.
Mariana no se detuvo. Cruzó el vestíbulo del edificio. Su rostro, tallado con serenidad, no dejaba ver la tormenta que ardía por dentro.
Los guardias abrieron paso. Las puertas del ascensor del penthouse se deslizaron y una nube de música estruendosa, alcohol y perfume barato invadió el aire.
El escenario era repugnante, penso Mariana.
Botellas de champaña tiradas por todos lados; una mujer semidesnuda dormía sobre el sofá, el cabello desordenado, la boca entreabierta y sus bragas de encaje tiradas sobre la mesa junto a un mazo de cartas y unas botellas de champaña.
La rubia la miró con un atisbo de desprecio…
Hasta que Mariana habló.
—Largo de aquí —ordenó, indignada.
La mujer recogió la ropa como pudo y escapó tambaleándose.
Esta vez sí lo haré azotar hasta que madure, pensó Mariana, subiendo la escalera.
Abrió la puerta de la habitación sin anunciarse.
Tomó el control remoto y abrió de golpe las cortinas.
La luz solar estalló dentro del cuarto.
—¡¿Qué demonios?! —rugió Jalil, incorporándose, desnudo junto a una mujer.
Y entonces la vio.
Sus ojos se clavaron en Mariana… y el silencio cayó como una sentencia.
— Fuera de acá exclamó Mariana mirando a la mujer desnuda que estaba acostada con su hermano.
La mujer desnuda corrió a esconderse tras el baño, y Mariana cerró la puerta de un golpe que hizo temblar los vidrios.
Jalil, despeinado, con el torso desnudo, los ojos enrojecidos por la noche, se pasó una mano por la cara.
—¿Era necesario irrumpir así? —escupió, sin mirarla del todo.
Mariana no respondió. Caminó hasta la mesa donde había una bandeja con restos de pastillas, botellas, vasos volcados y colillas de cigarrillos.
—¿Qué hiciste ahora? —preguntó Mariana con una calma que era más peligrosa que un grito.
Jalil soltó una risa ronca.
—Mariana te parece que es momento exclamó Jalil poniéndose de pie mientras ajustaba la sabana ya que estaba completamente desnudo. —No soy uno de tus ministros.
—No —admitió ella, girando hacia él—. Eres peor. Eres un problema público.
El silencio se hizo pesado.
—Otra vez apareces en las noticias —continuó Mariana—. Alcohol, mujeres, apuestas ilegales. ¿Qué parte de “mantente fuera del radar hasta que la situación se calme” no pudiste entender?
Jalil alzó la voz.
—¡No soy tu súbdito, Mariana! ¡Soy tu hermano mayor!
Ella no se inmutó.
—Pero te portas peor que un niño. Eres mi responsabilidad —corrigió, clavándole la mirada—. Porque tú abandonaste el trono.
Jalil se levantó de la cama, tambaleándose un poco. Tomó un pantalón del piso y se lo puso con torpeza.
—No tenía por qué seguir en una cárcel dorada —gruñó—. Quise vivir mi vida.
—¿Esta es tu vida? —preguntó Mariana, abriendo los brazos hacia el desastre del penthouse—. ¿Despertar con desconocidas? ¿Salir en portales de chismes? ¿Humillar a nuestra familia cada dos meses?
Él la desafió con la mirada, con ese orgullo infantil y herido que lo había perseguido siempre.
—No todos quieren ser mártires como tú, Mariana —dijo en voz baja—. No todos nacimos para cumplir expectativas imposibles.
Ella dio un paso hacia él.
—Tú naciste para ser rey —susurró—. Y corriste.
Un tic nervioso cruzó el rostro de Jalil.
Mariana bajó la voz todavía más, mas fria que hielo.
—Y yo nací para vivir tranquila… pero no me dieron ese lujo. Yo hice lo que tú no tuviste el coraje de hacer; cargar con el peso de un país entero.
Jalil tragó saliva. Era la primera vez en mucho tiempo que la veía así, sin máscara, sin diplomacia y reprochandole sus decisiones.
—No vine a recordarte tu fracaso —continuó ella—. Vine a ponerte límites.
Se acercó al escritorio, tomó el periódico y se lo arrojó al pecho con violencia.
— En un rato atenderás a la prensa. Pedirás disculpas. Donarás tu dinero a las obras de beneficencia de Raleigh.
Jalil la miró con incredulidad.
—No puedes obligarme.
—Soy la reina —respondió Mariana.
—Eres mi hermana, no mi dueña —replicó él, con un temblor apenas perceptible.
Mariana suspiró, agotada.
—Jalil… eres libre para destruir tu vida. Pero no voy a permitir que mates a nuestros padres de la vergüenza. Asi que dijo Mariana mirándolo...
Jalil apenas alcanzó a ponerse la camisa cuando Mariana, sin levantar la voz, dejó caer la sentencia.
—Acabo de congelar tus cuentas.
El príncipe parpadeó, incrédulo.
—No… no puedes hacer eso.
Mariana dio un paso hacia él, sin apartar la mirada.
—Es el dinero de la familia y de Raleigh. Y yo soy la reina por lo tanto es mi dinero.
Puedo hacer lo que se me dé la gana.
Jalil abrió los brazos, desesperado, como si buscara sostenerse del aire.
—¡Mariana, esto es exceso de autoridad! ¡No tienes!.
—Lo diré una sola vez —lo interrumpió ella, con un tono que perforó la habitación.
Te vas a Argentina… o te quedas en la calle.
El silencio cayó como plomo.
—Ya autoricé el decomiso de tus propiedades y vehículos —continuó—. Todo. Desde el penthouse hasta el último auto deportivo.
Jalil la observó con una mezcla de rabia
—¿A Argentina? —escupió—. ¿A qué? ¿A esconderme en una granja del fin del mundo?
Mariana inclinó ligeramente la cabeza, impasible.
—A trabajar —respondió—. Hay un campo abandonado. Lo vas a administrar, lo vas a poner a funcionar, y vivirás allí hasta que seas capaz de demostrar que mereces el lugar que ocupas en nuestra familia.
—Estás condenándome —susurró él, temblando.
—Te estoy salvando la vida —corrigió ella—. Antes de que uno de tus excesos acabe con ella.
Jalil apretó los puños.
—No voy a irme.
Mariana se acercó, quedando a un palmo de él.
—No tienes opción. La fiesta terminó. Después de tu último espectáculo acabo de anunciar que al igual que Rosse ya no eres un príncipe de Raleigh.
Luego se giró hacia la puerta.
—Tienes veinticuatro horas —dijo sin mirarlo—. Después de eso no habra nada, ni un centavo, ni un techo, ni un guardia volverán a mover un dedo por ti. Mariana se dio la vuelta y luego volvio a girar. —En una hora deshalojaran el Penthouse, no te expongas al ridículo.
Lo dejó allí, rodeado de botellas, ropa tirada…
Y con el peso devastador de la primera orden real que nadie había tenido jamás el valor de darle.
—Si te quejas con mamá —añadió ella, sin girarse—, vendré por ti con todos ellos. Y esta vez… no me temblará la mano.
Mariana salió del penthouse mientras todos obediencian sus órdenes...