Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 3
El bisturí rasgó la piel como si fuese seda mojada.
La primera incisión fue limpia, firme. Como me enseñaron. Como hice cientos de veces… aunque nunca así. Nunca con una amenaza tan literal sobre mi espalda.
—Él....Dicen que es el jefe de la mafia inglesa— Sentencio Mateo sin dejar de succionar. —Van a matarnos a todos, incluso si lo salvamos.
Eso explicaria mucho. El hombre tenía múltiples heridas. Dos balas seguían alojadas en su cuerpo. Una de ellas, posiblemente, había comprometido una arteria.
—Sangrado activo, necesito más compresas— Dije, con el tono exacto entre orden y urgencia.
Clara reaccionó con eficacia. Sus movimientos eran precisos. Estaba entrenada. Pero no era solo entrenamiento… había otra cosa en ella. Había pánico escondido detrás de cada gesto que intentaba controlar. Lo vi en sus dedos temblorosos cuando me pasó las pinzas.
—¿Dónde aprendiste a trabajar así?— Pregunté en voz baja, apenas para romper la tensión.
—Hospital St. James, Londres… hace años. Hasta que…—Vaciló— hasta que me trajeron aquí.
No pregunté más. No podía. No ahora.
—Mateo, sujétame la lámpara, necesito más luz en esta zona— Dije, señalando la herida abdominal.
Él se movió rápido, pero sus ojos no se apartaban del rostro del paciente.
Gabriel, el anestesiólogo, mantenía la vista fija en los monitores.
—Presión bajando. Está perdiendo más sangre de la que calculamos.
—Voy a clipear la arteria. Sostenme aquí.
Las manos de Clara bajaron el separador con precisión. Con mi otra mano inserté la pinza hemostática. Sentí el chorro caliente contra mis guantes justo antes de apretarla. La sangre salpicó mi antebrazo y por un segundo me quede helado observando el monitor.
—Presión estabilizándose— Anunció Gabriel.
Suspiré. No de alivio. Sino para no gritar.
Era una coreografía maldita. Un vals entre la muerte y la ciencia. Y cada paso en falso podía ser el último.
Mientras trabajaba, noté algo que no esperaba. El cuerpo del hombre… estaba lleno de cicatrices. No solo heridas de bala. Viejas, mal cerradas, algunas incluso con signos de haber sido tratadas sin anestesia ni técnica médica. Cortes limpios en patrones extraños. Quemaduras antiguas. Una cicatriz cruzaba desde su ceja hasta su ojo derecho, una línea larga y recta, bajo la clavícula.
—Este hombre… ¿ha sido operado antes?— Pregunté, más para mí que para los demás.
—No lo sabemos— Dijo Mateo, con la voz bajísima.
—¿Hace cuanto que estan aqui? ¿Cómo que no lo saben? No deberían haberles entregado al menos a ustedes el historial medico de este hombre.
Gabriel se giró hacia mí, sin soltar la válvula del respirador.
—Aquí no se hacen preguntas, doctora. Solo se hacen trabajos.
Eso, más que cualquier otra cosa hasta ahora, me dio escalofríos.
Me concentré de nuevo. Identifiqué la bala alojada cerca del intestino delgado. Corté con cuidado, liberé tejido y extraje el proyectil.
Clara me pasó la pinza de sujeción y Mateo limpió el área como si supiera exactamente qué hacer antes de que lo dijera. De seguro era nuevo en esto de trabajar en quirófanos, sin duda. Lo sabía por cómo miraba mis movimientos, como si no los comprendiera del todo, pero los reconociera.
Extraje la segunda bala del muslo, reconstruí el tejido muscular, suturé capa por capa. El tiempo dejó de existir.
Cuando al fin hice el último nudo y retiré los guantes, mis brazos temblaban como si fueran de papel.
Me aparté de la mesa. Clara limpió la sangre del abdomen del paciente y lo cubrió con las sábanas estériles. Gabriel apagó la máquina y ajustó el suero. Mateo comenzó a organizar el instrumental, en silencio.
La habitación estaba en silencio, excepto por el pitido constante del monitor.
Constante.
Rítmico.
Eso significaba que seguía con vida.
—¿Va a vivir?— Preguntó Clara, como si su alma dependiera de mi respuesta.
—Por ahora, sí. —Me quité la mascarilla. Respiré hondo—. Pero lo sabremos con certeza en las próximas doce horas. Necesito antibióticos, monitoreo constante, reposo absoluto y—
La puerta se abrió con un golpe seco.
La mujer.
Aún impecable. Como si la noche y parte de la mañana que llevábamos aquí, no le habían afectado ni un poco. Ni el miedo. Ni la sangre.
—¿Y bien? —preguntó desde la entrada.
—Está vivo. Pero necesita cuidados. No es solo cuestión de haber sacado las balas. Tiene daños internos. Necesita—
—¿Vivirá?
—Sí. Si no hay complicaciones.
Ella asintió. Una sonrisa apenas curvó sus labios, pero no llegó a sus ojos.
—Bien.
Avanzó hasta la camilla. Se inclinó y posó los dedos sobre la frente del hombre inconsciente.
Por primera vez, vi en ella algo más que control y amenaza.
Vi amor.
Amor feroz, brutal y salvaje.
De madre.
Luego, se giró hacia mí.
—Ahora, doctora Rivas… —dijo con voz suave— usted ha hecho su parte.
Hizo una pausa.
—Pero esto no ha terminado.
Y volvió a salir, dejando la puerta abierta esta vez.
Como si me diera a entender que había cruzado un umbral y que ya no había vuelta atrás.