Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
NovelToon tiene autorización de Rosana C. Lyra para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 14 – El Brazo Derecho
La lluvia aún caía fina sobre Toronto cuando Theo atravesó los portones de hierro de su mansión. El motor del coche aún vibraba pesado, como si guardara en él el eco de los disparos realizados horas antes. Dentro del vehículo, el silencio reinaba. Ni siquiera Nikos se atrevía a romperlo. El Don estaba recostado en el asiento de cuero, el rostro medio en sombra, la mano todavía manchada de sangre seca que se escurría por el puño de la camisa blanca, ahora ennegrecida en tonos rojos.
No era su sangre. Nunca lo era.
Afuera, los guardias se movían en estado de alerta. Las noticias ya se habían propagado entre los hombres de confianza: Vladimir estaba muerto. El ruso, aquel que osó tramar contra el Don, yacía ahora como un cuerpo más sobre el suelo frío de Toronto. Pero la victoria no traía paz. En su lugar, había un silencio opresor, como el respiro de una tormenta que aún estaba por estallar.
Theo abrió la puerta del coche despacio. El viento trajo el olor húmedo de la noche, mezclado con el hierro metálico de la sangre que impregnaba su ropa. Enderezó el saco con un gesto breve, acomodó los puños manchados como si nada fuese. Su rostro permanecía impasible, duro como piedra.
Nikos vino justo detrás, la expresión cargada.
—Don, tal vez debería cambiarse de ropa antes de…
—Lo sé. —La voz de Greco era baja, pero cortante.
Subieron la amplia escalinata hasta la entrada principal. Las luces de la mansión derramaban dorado sobre el piso pulido, pero Theo atravesó el salón sin siquiera levantar los ojos hacia nada. En el pasillo del segundo piso, se detuvo por un instante. El silencio lo acompañaba, pero un detalle llamó su atención… la puerta entreabierta de una habitación.
Esa habitación.
Naya estaba allí.
No necesitaba verla para saberlo. Lo sentía. Como si la respiración de ella pudiera atravesar paredes y llegar hasta él. Theo ajustó el paso, más lento, y entonces la vio, encogida cerca de la ventana, envuelta en el vestido claro que Nikos había conseguido, la mirada clavada en él.
Ella no gritó, no retrocedió. Solo observó. Sus ojos se posaron primero en las manos manchadas de sangre, luego subieron hasta su rostro. El miedo estaba allí, claro como la luna. Pero había más. Un reconocimiento. Una verdad que el silencio gritaba: aquel hombre que la protegía… también era un verdugo implacable.
Theo se detuvo. El corazón le pesó en el pecho, pero su expresión no cambió. Ajustó el saco y continuó el camino hasta su habitación, cerrando la puerta tras de sí sin decir nada.
Mientras tanto, en las calles de Toronto, la muerte de Vladimir encendía la mecha de la venganza.
Lev, conocido en el inframundo como Volkov, el brazo derecho de Vladimir, asumió el mando de la mafia rusa antes incluso de que el cuerpo del antiguo jefe se enfriara. A diferencia de Vladimir, que se escondía tras cobardías y emboscadas, Volkov era bruto, salvaje, un depredador que prefería mostrar los dientes antes de atacar.
El juramento fue hecho frente a los hombres reunidos en un sótano estrecho de concreto, con el cuerpo de Vladimir extendido sobre una mesa. Volkov alzó la copa de vodka, los ojos encendidos de odio.
—Don Greco piensa que ganó. —su voz resonaba contra las paredes— Piensa que mató el problema. Pero Vladimir fue más que un jefe. Fue un hermano. Y los hermanos no se olvidan.
Los hombres murmuraron en aprobación.
Volkov golpeó la copa sobre la mesa, salpicando alcohol sobre el rostro sin vida de Vladimir.
—Juro ante la sangre derramada. Greco va a pagar. Cada hombre suyo, cada aliado, cada familia que ose estar a su lado… caerán. Quiero coches explotados, contactos muertos, sangre en las calles. Quiero que toda la ciudad sepa que meterse con los rusos tiene un precio.
La guerra había comenzado.
A la mañana siguiente, Theo despertó antes de que saliera el sol. La habitación aún olía a humo de cigarro, la bebida descansaba intacta sobre la mesa de noche. Caminó hasta la ventana, abrió las pesadas cortinas y dejó que la claridad grisácea del amanecer invadiera el espacio. Sus ojos, sin embargo, no llevaban cansancio. Llevaban cálculo.
Las noticias llegaron rápido, dos coches de aliados explotados durante la madrugada, un contacto en la zona portuaria encontrado con la garganta cortada, amenazas dejadas en notas sobre las puertas de familias que hacían negocios con Greco.
Nikos trajo los informes, esparciéndolos sobre la mesa.
—Es Volkov. Quiere sembrar miedo.
Theo analizó cada foto, cada detalle, sin mostrar reacción. Solo encendió otro cigarro y dejó que el humo flotara.
—El miedo es el arma de los desesperados. —respondió al fin, la voz fría— No tiene la disciplina de Vladimir. Atacará de manera llamativa, intentando demostrar que tiene poder.
—Pero, Don… —Nikos dudó— puede desestabilizar a nuestros aliados. Los pequeños proveedores, las familias menores… pueden retroceder.
Theo inhaló profundamente el cigarro.
—Quien retroceda nunca mereció estar a mi lado. Quien permanezca, tendrá mi protección hasta el final.
Nikos asintió. Sabía que no servía de nada discutir.
En el mismo piso, Naya permanecía en silencio. La escena de la noche anterior aún estaba grabada en su mente, el hombre cubierto de sangre, los ojos oscuros que cargaban tanto poder como muerte. Él no había dicho una palabra, pero para ella bastaba.
Por primera vez desde que la sacaron del sótano, Naya percibió una dualidad. Theo era al mismo tiempo la muralla que la protegía y la guadaña que cortaba. La paradoja la confundía. Apretaba la tela del vestido como si pudiera arrancar de allí una respuesta. Quería huir, quería gritar… pero algo la hacía dudar.
Y ese algo tenía nombre: Greco.
Esa noche, Theo convocó una reunión restringida con sus principales hombres. La sala de conferencias de la mansión estaba iluminada solo por lámparas de bronce, el ambiente cargado de humo de cigarro y tensión.
—Volkov declaró la guerra. —Theo habló sin rodeos— Coches explotados, contactos muertos, amenazas. Cree que puede desestabilizarme.
Los hombres se miraron entre sí. Nikos carraspeó.
—Don, ¿quiere que respondamos de inmediato?
Theo apoyó las manos sobre la mesa, la mirada fija en cada rostro.
—No. Aún no. Quiere reacción, quiere sangre rápida. Pero yo elegiré el momento. Haré que crea que está en control… hasta que lo arranque de su propia piel.
Un silencio pesado flotó sobre la sala. Luego, con calma, Theo sirvió whisky en una copa, bebió un sorbo y completó:
—El miedo es su moneda. La disciplina es la mía. Y la disciplina siempre vence.
Afuera de la sala, escondida en la penumbra del pasillo, Naya observaba. No escuchaba todas las palabras, pero sentía su peso. Vio la forma en que los hombres se inclinaban ante su presencia, cómo el respeto era casi miedo.
Y cuando Theo alzó los ojos, por un instante, pareció que la vio allí. Sus miradas se encontraron por una fracción de segundo antes de que ella retrocediera, el corazón acelerado.
En ese momento, Naya comprendió que no había manera de negarlo: el hombre que la salvó era también el hombre que llevaba sangre en las manos. Y, extrañamente, en lugar de solo miedo, algo más crecía dentro de ella. Algo que no quería admitir.
Theo, por su parte, entró en su propia habitación tarde en la noche. El peso del mundo reposaba sobre sus hombros, pero la imagen de Naya permanecía en su mente. Sabía que ella lo había visto, sabía que sus ojos habían captado más de lo que debían.
Se sentó en la poltrona cerca de la ventana, sirvió otra dosis de whisky y dejó escapar un pensamiento en voz baja, como si confesara al propio reflejo en el vidrio:
—Tú me ves como verdugo… y tal vez eso sea lo que soy.
Pero en el fondo, una llama que no quería describir ardía cada vez más fuerte.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!