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Cuando Cese La Tempestad.

Cuando Cese La Tempestad.

Status: En proceso
Genre:Amor en la guerra / Viaje a un mundo de fantasía / Mundo mágico
Popularitas:509
Nilai: 5
nombre de autor: Sofia Mercedes Romero

Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.

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capítulo 19

Aria se vistió con la ropa que Mita había dejado. Cada prenda nueva le caía como un disfraz incómodo, rozando su piel con una sensación ajena y pesada. Regresó a la cama en aquella inmensa habitación, donde la luz del sol filtrada por la ventana dibujaba patrones cálidos sobre los lujos que la rodeaban. Desde allí se veía un jardín perfecto, tan cuidado y silencioso que parecía salido de un cuento.

Pero en el fondo de su ser, un vacío persistía, insondable e inamovible.

Suspiró, y al voltear hacia un costado, un destello de luz la cegó. Provenía de un rincón oscuro, junto al armario. Con lentitud se levantó y caminó hacia la fuente luminosa, descubriendo un espejo de cuerpo entero, pulido y sin imperfecciones. Nunca había visto algo así: la oportunidad de contemplarse con tanta claridad, sin sombras ni distorsiones.

Se acercó, fascinada y curiosa a partes iguales. Lentamente, sus dedos se estiraron hacia la imagen que la devolvía la mirada. Un simple toque... y un escalofrío sobrenatural la recorrió de pies a cabeza.

En ese mismo instante, el reflejo se transformó: un rostro demoníaco emergió de la superficie, con ojos azules penetrantes que la atravesaron con una intensidad aterradora. Un grito ahogado se le escapó de la garganta, y en un arrebato de puro pánico, golpeó el espejo con todas sus fuerzas.

El cristal se hizo añicos con un estruendo ensordecedor. Los fragmentos caían sobre ella como lluvia de cuchillas, cortando su muñeca. Un corte superficial, teñido de un rojo oscuro, se sumó a las viejas cicatrices que llevaba.

Aria apretó los dientes, ahogando el terror y la angustia que la asfixiaban. Los dioses le recordaban, de la manera más cruel, que no importaba cuánto huyera, cuánto cambiara de lugar o compañía, ella siempre sería una maldición.

La noche había consumido las últimas brasas del atardecer. Para Mita, cada sombra proyectada en los largos pasillos era una amenaza latente. Las pulseras que alguna vez resonaron con suaves conjuros ahora yacían inertes, sus hilos de protección rotos.

No había vuelto a ver a Aria desde la mañana, pero desde su habitación llegaban susurros, no dulces palabras sino murmuros helados que se filtraban por las rendijas de la puerta, ecos de malicia que prometían un despertar oscuro. El tiempo se le agotaba. La maldición de Aria ya no dormía. Solo esperaba.

Desesperada, Mita se lanzó hacia el salón, último bastión de cordura en aquel lugar desquiciado. Debía encontrar al Supremo y detener aquella locura antes de que fuera demasiado tarde.

La pesada puerta de roble gimió bajo su mano al abrirse, un chirrido que resonó como un grito en el silencio opresivo. Las enormes mesas de madera, antaño epicentro de festines ruidosos y desenfrenados, ahora albergaban a hombres que cenaban en un ritual mudo y tenso.

—¿Qué les sucede? —susurró Mita, el corazón latiendo con fuerza.

El aire estaba denso, como si una tormenta latente amenazara con estallar.

Se aclaró la garganta, intentando imponer firmeza. —¿Dónde está su líder? —preguntó.

En la cabecera, un hombre robusto levantó la cabeza, Riven. Su mirada era fría, dura, y no había en ella rastro de calidez.

—¿Qué quieres? —siseó.

Mita no perdió tiempo. —Voy a salir. Necesito un lugar sereno para rezar.

La mentira sabía amarga en su boca, pero era su única salida. Tenía que escapar, buscar ayuda.

Riven se encogió de hombros, indiferente. —Haz lo que quieras. No me importa.

El chasquido de su jarro al posarlo rompió la monotonía.

—Es por ella que te lo digo —insistió Mita, la voz temblorosa al mencionar a Aria.

Una mueca de disgusto cruzó el rostro de Riven. Sus músculos se tensaron.

—A esa mujer no le pasará nada —espetó con veneno—. Ni siquiera es capaz de salir de esa habitación para dignarse a cenar con su anfitrión. Somos tan poca cosa que no se digna a dar la cara.

Sus ojos destellaron con un fuego oscuro. De un solo golpe estrelló el jarro contra la mesa; la madera resonó con un estruendo.

—¡Ahora vete!

Mita giró sobre sus talones, marchándose a paso rápido, con el corazón golpeando furioso contra su pecho.

No era la hostilidad de Riven lo que la aterraba, sino la convicción ardiente que ahora sentía, debía encontrar al Supremo, cueste lo que cueste.

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