Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 18
León
Me levanté muy temprano. No había podido dormir, pero no por preocupación: simplemente estaba ansioso. A las once estaría lanzándome desde el edificio más alto de la ciudad, y por más que Abril dijera que era una “pendejada imprudente”, para mí era terapia pura.
A las 11:03 estaba en la cima del rascacielos, admirando la ciudad… y observando como los organizadores debían mejorar la logística del evento
El salto fue increíble. Nada como la sensación de que el mundo se hace pequeño y tus problemas aún más. Aterrizaje limpio. Adrenalina a tope.
Perfecto.
Tenía varias cosas por hacer. Entre ellas, comprar el regalo de cumpleaños de Mateo y pagarle el semestre.
Diez semestres.
Va en doce.
Y me dijo, con orgullo, que tal vez necesitaba trece “para terminar bien”.
A veces pienso que ese muchacho es mi castigo por cada pecado que he cometido.
Cuando iba entrando al centro comercial recibí su llamada:
—Hermano, nuestros abuelos paternos quieren vernos. Dicen que quieren enmendar errores.
Rodé los ojos.
—No estoy interesado.
—Pero están viejitos —insistió.
—Los viejitos también mienten, Mateo. Y ellos solo quieren acercarse porque su empresa se está cayendo a pedazos. Llevan veinte años sin saber de nosotros, no van a empezar ahora.
Colgamos. Y sé bien que a Mateo no le agrado mi respuesta, pero tampoco pensaba cambiar de opinión.
Cuando llegué al restaurante, vi a Abril con sus amigas saliendo del restaurante.
Me detuve.
Lo último que quería ese día era soportar preguntas de tres mujeres que hablan más rápido que lo que yo puedo procesar, y fingir historias de una luna de miel que nunca tuvimos. Es difícil “recordar” momentos perfectos cuando ni siquiera sé cuándo cumple años mi esposa.
Pero entonces lo vi.
O mejor dicho: lo vi a él.
Aquel viejo—Germán Barreneche, un parásito con dinero, poder prestado y aliento a whisky barato—tenía a Abril agarrada del brazo con fuerza. Lo suficiente para que ella frunciera el ceño de dolor.
Mi cerebro cambió de modo inmediato.
No pensé.
Solo avancé.
Caminé firme, directo, la mandíbula apretada.
Me puse justo detrás de ella, lo suficientemente cerca para que sintiera mi presencia, y me quité los lentes de sol con calma. Mi voz salió baja, controlada, pero afilada como vidrio roto.
—Suéltale el brazo a mi esposa —dije—. O me deja de importar una mierda que seas de la tercera edad… y te lo fracturo yo mismo.
Barreneche soltó a Abril de inmediato. La tomé por la cintura y la acerqué hacia mí. Ella estaba rígida, respirando rápido.
El viejo sonrió, esa sonrisa cínica y repugnante que usa la gente que cree que nadie en el mundo puede tocarla.
—León Andrade… —dijo con un tono venenoso—. Tiempo sin verte, exyerno.
Abril me miró, confundida.
—Pensé que nunca te ibas a casar —continuó Barreneche.
—La gente cambia —respondí sin perderlo de vista.
Él bajó la mirada hacia Abril, evaluándola como si fuese mercancía.
—Y bien, Abril… ¿cuándo te vas a casar conmigo? —preguntó.
Luego elevó la barbilla hacia mí—. O tienes la opción de que tu esposo firme unos contratos conmigo. Y la deuda queda saldada.
Abril respiró hondo. Y habló antes de que yo pudiera abrir la boca:
—Ni lo uno ni lo otro —dijo con voz firme, sorprendentemente firme—. ¿Quién se cree que es para venir a lastimarme? Es un tipo abusivo y desagradable.
Sentí una sonrisa asomándose.
Pequeña.
Orgullosa.
Barreneche la miró sorprendido. Luego vio el anillo de Abril y arrugó la frente.
—¿Le diste el diamante rojo a ella? —preguntó.
—Lo estás viendo, ¿no? —le respondí—. ¿O es que el licor barato ya te cegó?
Los ojos del viejo se encendieron.
Perfecto, pensé. Ojalá explotes de ira, maldito.
—Esto no se va a quedar así, Andrade —escupió.
Justo en ese momento llegaron dos guardias de seguridad.
Barreneche retrocedió, pero me miró como si quisiera matarme.
Yo ya estaba calculando el golpe.
No uno físico: uno legal.
Quitarle el acceso al restaurante sería devastador para él. La mayoría de los acuerdos de su negocio se cerraban ahí. Sin acceso, perdería reuniones, contactos y parte de su reputación.
Y si su detestable hija también quedaba vetada de la zona VIP, mejor.
El golpe perfecto.
Y con justificación.
Sin soltar a Abril, entramos por una puerta lateral. Sus piernas estaban temblando. Apenas se cerró la puerta detrás de su última amiga, ella perdió fuerza. La cargué antes de que cayera.
—Tranquila —le dije, ajustándola contra mi pecho—. Ya pasó.
Ella no respondió, pero sus manos se aferraron a mi camisa.
Yo no necesitaba más que eso para saber que estaba aterrada.