Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Un sacrificio de amor
Días después, cuando llegó el paseo escolar de las niñas, Gabriel pidió a Rosella que lo acompañara.
Mariela, que estaba ordenando la mesa del desayuno, levantó la vista de inmediato.
—Señor, debería ir yo con ustedes —dijo con tono firme, casi autoritario.
Gabriel negó con serenidad, aunque en su voz se notaba la determinación.
—No, Mariela. Quédate aquí y asegúrate de que todo esté en orden. Si la señora regresa, me avisas de inmediato. Volveré, y dejaré a las niñas con Rosella, ¿entendido?
Mariela dudó, su ceño se frunció levemente, pero no tuvo más remedio que asentir.
—Como usted diga, señor.
Mientras Gabriel se alejaba, ella apretó los labios con rencor.
¿Por qué todos prefieren a esa pueblerina? Pensó con desprecio, observando cómo Rosella subía las maletas al coche con ayuda del chófer.
“Ni siquiera tiene modales de ciudad, pero todos parecen hechizados por su sonrisa torpe”
***
A la mañana siguiente, partieron antes del amanecer. El cielo aún era violeta y el rocío bañaba los caminos.
Las gemelas dormían profundamente en los asientos infantiles, con las mejillas encendidas y las manos aferradas a sus peluches. Sarah, la mayor, observaba distraída unos videos en su teléfono, con los audífonos puestos.
El viaje se extendía silencioso y tenso.
El sonido del motor era lo único que llenaba el aire. Rosella miraba por la ventana, viendo pasar los árboles borrosos y las montañas en el horizonte. Sentía el pecho apretado, una mezcla de incomodidad y aburrimiento; el silencio entre ambos era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
Gabriel, con las manos firmes en el volante, no apartaba la mirada del camino. Parecía absorto, como si manejar fuera un acto que lo mantenía cuerdo. Finalmente, rompió el silencio encendiendo el estéreo. Una melodía suave, romántica, llenó el espacio del coche.
—¿Qué tipo de música te gusta, Rosella? —preguntó, sin mirarla directamente, solo lanzando la pregunta al aire.
—No soy buena con la música —respondió con voz tranquila—. No me apasiona tanto como leer. Así que… escucho de todo, pero no me entusiasma nada en especial.
Gabriel asintió apenas.
—Esa canción… era la favorita de Julieta —dijo, con una nostalgia apenas disimulada—. Fue la primera que bailamos juntos, en una fiesta en Londres.
Rosella bajó la mirada.
—Qué bonito —dijo, simplemente, sin emoción.
Su tono fue tan frío que Gabriel frunció el ceño. La observó de reojo, intentando descifrarla, pero ella solo seguía mirando el paisaje, indiferente, como si él no existiera.
Y por primera vez, Gabriel sintió que tal vez era cierto: que solo él estaba cayendo, que en el mundo de Rosella no había un lugar para él.
—¿Falta mucho para llegar? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
—Apenas salimos del pueblo —respondió él, intentando sonar relajado—. ¿Por qué lo preguntas?
—Nunca he viajado tan lejos. No sé cuánto tiempo se tarda en llegar. Mis padres no tenían dinero para eso… —dijo con timidez, casi avergonzada.
Gabriel la miró, sorprendido por su sinceridad.
—¿Y te gustaría viajar?
Rosella se iluminó. Sus ojos, antes opacos, ahora brillaban con ilusión.
—¡Me encantaría! —exclamó—. Quisiera conocer todo el país, pero más aún… otros lugares. Sueño con ver el Desierto Blanco de Egipto, o Göreme, en Turquía. He visto fotos, parecen paisajes de otro mundo.
Gabriel sonrió, sin poder evitarlo.
—He estado en ambos lugares. Son tan maravillosos como imaginas.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, como si hubiese dicho algo imposible.
—¿Ha estado ahí? —preguntó maravillada—. ¡Eso es increíble! Entonces… usted es un hombre mucho más interesante de lo que pensé.
Las palabras salieron tan naturales, tan inocentes, que ni ella notó lo que provocaban.
Las mejillas de Gabriel se encendieron. Rosella lo había dicho con franqueza, sin coquetería, pero esas palabras lo atravesaron. Por un instante, sintió que el aire se volvía liviano, distinto.
—Bueno… —dijo él, esbozando una sonrisa—. Me alegra que al fin piense algo bueno de mí.
***
Llegaron casi al mediodía. La ciudad estaba llena de vida: música, vendedores ambulantes, banderas coloridas. El festival local daba la bienvenida con un bullicio encantador. El hotel, en pleno centro, los recibió con un olor a flores frescas y madera pulida.
Una mujer de cabello rizado los saludó con amabilidad.
—¡Qué bueno que llegaron, señor Sanroman! Temíamos que no vinieran.
—Tuvimos un pequeño problema con el coche —explicó Gabriel.
—Hubieran tomado el autobús, era más sencillo —dijo la maestra, sonriendo.
Rosella frunció el ceño.
—¿El autobús? ¿No se canceló el viaje grupal?
—No, en absoluto. ¿Quién les dijo eso?
Gabriel y Rosella se miraron con desconcierto.
—Habrá sido un malentendido —respondió él, incómodo.
—No se preocupen. Esta es la llave de su habitación —dijo la mujer, entregando una tarjeta. Luego, una llamada la alejó apurada.
Gabriel se volvió hacia la recepcionista.
—¿Una habitación?
—Sí, señor. Son habitaciones comunicadas: una con dos camas individuales y otra con una cama matrimonial.
Gabriel parpadeó, sorprendido.
—¿Y no hay otra disponible?
—Lo siento, señor. Estamos completamente llenos por el festival.
Rosella lo observó en silencio, con las niñas aferradas a su falda.
Él tomó las maletas, resignado.
En la habitación, el aire se volvió pesado. Rosella sintió el corazón acelerado al ver la cama matrimonial. Imaginó que esa habitación, en realidad, había sido reservada originalmente para Gabriel y Julieta.
Se esforzó por disimular su incomodidad, ayudó a vestir a las niñas y salió con ellas rumbo a la catedral.
El templo era magnífico, lleno de vitrales que pintaban el suelo con luces de colores.
Rosella se quedó embelesada, sus ojos reflejaban la reverencia de quien contempla algo sagrado.
—¿Qué piensas? —preguntó Gabriel, al notar su expresión.
—Si pudiera tomar miles de fotos, lo haría. Pero creo que con mirarlo ya lo recordaré para siempre.
Gabriel sonrió. Le tendió su teléfono.
—Toma todas las fotografías que quieras. Te prometo que las imprimiré para ti.
Rosella lo miró con sorpresa y ternura.
—¿De verdad haría eso por mí?
—Claro.
Ella rio, y por primera vez, el sonido de su risa llenó el aire como un alivio.
Al salir del museo, la maestra explicó que los niños entrarían solos por dos horas y los padres tendrían tiempo libre. Rosella bajó la mirada, decepcionada.
—Quería entrar —susurró.
Gabriel la miró de lado.
—Cualquier cosa es mejor que mi compañía, ¿no?
—No es eso —dijo, sonrojada—. Solo… me gustan los museos.
Él sonrió con cierta ironía.
—A veces se aprende más caminando por la calle que mirando vitrinas. No todo en la vida tiene explicación, Rosella. Algunas cosas solo deben sentirse.
Ella lo miró desconcertada.
—Nunca lo había pensado así.
—Entonces empieza hoy —replicó él, tomando su mano con firmeza—. Ven conmigo.
Rosella lo siguió sin entender. Tomaron un taxi.
—Al Puerto Esmeralda, por favor —dijo Gabriel.
Ella miró por la ventana, con los ojos brillando de emoción. El mar comenzaba a asomarse en el horizonte. Gabriel la observó en silencio, y un pensamiento lo atravesó como una daga:
“No extraño a Julieta como debería… ¿Acaso… nuestro amor terminó?”
***
Lejos de allí, Julieta caminaba descalza sobre el césped húmedo del jardín del hospital. Sentía el sol cálido sobre la piel, el viento rozándole los brazos.
Cerró los ojos, imaginando a Gabriel y Rosella.
Los vio riendo juntos, él abrazándola por la cintura, ella mirándolo con amor.
Una escena que la desgarró, pero que también la llenó de paz.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Te amo, Gabriel —susurró—. Pero quiero que seas feliz… incluso después de mí. No quiero que mi recuerdo sea tu cruz. Cuando ya no esté… prométeme que volverás a amar.
Su cuerpo tembló, la voz se quebró… y lentamente, sus piernas cedieron. Cayó al suelo.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!