Mi Omega Mafioso, Tu Aroma Me Lastima

Lev exhalaba lentamente el humo de su cigarro mientras observaba, con el rostro impasible, a dos omegas bailar bajo la luz decadente de aquel antro. La música era un latido sordo que se repetía una y otra vez, como un eco hueco en las paredes impregnadas de sudor, feromonas y humo barato. A su lado, Román se devoraba la boca de una omega evidentemente en celo, sin pudor alguno, con esa torpeza salvaje que siempre lo había caracterizado.

—Busca una habitación, imbécil —gruñó Lev, sin apartar la mirada del escenario. Su tono fue un corte seco en el aire cargado de feromonas—. Hasta aquí siento el hedor de esas feromonas asquerosas.

Román ni siquiera se molestó en responder. Hundió más el rostro entre el cuello de la omega, ajeno al fastidio de su hermano. Lev, en cambio, no estaba realmente allí. El ruido del antro, los gemidos contenidos de los rincones, los vasos tintineando contra las mesas, todo le llegaba amortiguado como si lo escuchara desde un túnel lejano. Su mente seguía atrapada en esa pesadez que le oprimía el estómago desde que envió la carta con su respuesta a la convocatoria de su padre.

Solo él sabía lo que significaba haberla enviado. Román, como siempre, jamás había entendido nada. Su hermano menor se había rendido hacía años, resignado a ser lo que era: un bruto, un irresponsable, una sombra que jamás alcanzaría la altura de las expectativas de Andrei Petrov. Cuando comprendió que representaban la mayor decepción de su padre, Román había arrojado al fuego cualquier ambición de reconocimiento. Se entregó, sin culpa ni remordimiento, al bajo mundo de los prostíbulos del barrio rojo de Moscú. Más que un mafioso, se había convertido en un padrote con olor a licor barato, dueño de negocios en las calles que nadie quería transitar.

Lev había sido distinto. Durante años sostuvo una absurda esperanza de que algún día Andrei lo mirara y viera en él al hijo digno de su apellido. Esa ilusión lo había devorado hasta dejarlo vacío. Con el tiempo entendió que era un desgaste inútil, un pozo sin fondo. Su padre los despreciaba con la misma frialdad con la que observaba un cadáver en el suelo. Jamás podrían llenar sus expectativas. La herida seguía abierta, sangrando, porque había alguien que sí lo lograba, Mikhail.

Siempre era Misha.

Misha esto.

Misha lo otro.

“Misha cerró un trato millonario con los italianos. Misha encontró una nueva ruta para la mercancía. Misha logró cumplir una misión imposible. Misha convenció a los sicilianos. Misha, siempre Misha…”

Lev apretó los dientes al recordarlo. Ningún esfuerzo suyo valía nada frente al resplandor de su hermano menor.

Sin embargo, había una contradicción en ese pedestal. Andrei podía admirar el intelecto y el temple de Mikhail, pero en el fondo jamás lo respetaria del todo. El simple hecho de ser omega lo convertía en un fruto defectuoso, en un recurso prescindible. Esa verdad quedó grabada en fuego la primera vez que Andrei lo entregó como moneda de cambio. La primera vez que lo vendió.

Lev bebió un sorbo lento de vodka. El líquido quemó su garganta, pero no alivió la pesadez que sentía. Román ya no estaba a su lado, lo más probable era que estuviera revolcándose con la omega en alguna habitación. Ese día en particular parecía más activo, como si lo devorara la urgencia. Estaban probando una nueva droga un acelerador de celo más potente que cualquier otro en el mercado. Según lo que Lev había visto, funcionaba demasiado bien.

Un recuerdo lo golpeó de frente.

Misha.

La primera vez que le inyectaron un acelerador de prueba.

Lev había creído, en su ingenuidad, que por ser tan brillante, tan perfecto, Andrei jamás lo expondría a algo tan ruin. Pensó que de alguna manera lo protegería. Pero se equivocó. Y fue entonces, después de aquel acuerdo con los Royel que lo entendió todo.

—Padre… —había dicho Lev en ese entonces, joven y aún creyendo que sus palabras podían cambiar algo—. No creo que sea buena idea obligar a Misha a pagar ese favor con los Royel.

El rostro de Andrei fue un muro impenetrable. Su mirada lo atravesó como un cuchillo helado.

—Nunca espero nada de ustedes —escupió— y aun así logran decepcionarme. ¿No lo entiendes? Vol Royel busca humillarnos con ese trato, pero incluso de eso podemos obtener un beneficio.

Lev lo miró con incredulidad.

—¿Beneficio? ¿Vender a Misha como si fuera un prostituto? ¿Fue una idea suya? ¿Tanta es su ambición que no le importa usar su cuerpo?

Había desprecio en sus palabras. Pero Andrei solo rió, una carcajada grave que resonó en la sala como un eco podrido.

—Qué inocente eres, Lev… ¿Acaso importa lo que él quiera? Es solo un omega. No importa lo que haga, lo mucho o poco que logre, siempre será un omega. Es indiscutible. Lo formé para ser un Petrov, pero no deja de ser lo que es un maldito omega que moverá el culo cada vez que entre en celo. Al menos esta vez servirá para algo más. Tiene una misión entre los Royel.

La sonrisa perversa en su rostro le robó el aire a Lev. Supo, en ese instante, que su padre jamás hacía nada sin doble intención.

Cuarenta y ocho horas después, Lev irrumpía con un escuadrón armado en la mansión de los Royel. La puerta cayó con una patada y un hedor nauseabundo los envolvió. Podredumbre, hierro, sangre. No había voces. No había movimiento.

—¡Misha! —rugió Lev, pero el eco fue su única respuesta.

Los hombres barrieron la mansión como una tormenta que destrozaba puertas, pasos retumbando, gritos que se mezclaban con golpes. Y entonces lo vieron.

El salón principal estaba cubierto de cadáveres. Pero lo que los hizo enmudecer fue la habitación de Vol y Stan Royel.

Ambos yacían en el suelo, abiertos en canal, destruidos como si una bestia los hubiera devorado vivos. Desde el cuello hasta la entrepierna, desgarrados de lado a lado. Sus rostros eran máscaras de horror con la piel arrancada a jirones, cuencas vacías donde antes había ojos, dientes dispersos como esquirlas en la alfombra.

—Santo cielo… —murmuró uno de los soldados, persignándose.

—¡Aquí! —gritó otro desde el baño.

Lev corrió.

Misha estaba acurrucado en la tina, con los ojos abiertos y la mirada perdida en un vacío inalcanzable. Su respiración era superficial, apenas un murmullo. Cuando uno de los alfas intentó tocarlo, el omega reaccionó como un animal salvaje, lanzándose al rostro del hombre con un gruñido que no parecía humano.

—¡Deténganlo! —rugió otro. —Es la droga, maldita sea. Hasta que no le inyecten el antídoto, no va a reconocer a nadie.

Una alfa del escuadrón se adelantó, sujetó a Misha del cuello con fuerza y le clavó la aguja en la piel. El omega abrió los ojos de par en par, al borde de salirse de sus órbitas y cayó desplomado.

Lev no pudo moverse. Lo observaba con el pecho oprimido con una sensación indescriptible que oscilaba entre el espanto y la furia. Sus hombres lo cargaron como si fuera un fardo sin valor, ni siquiera se molestaron en cubrirlo.

Remataron a dos guardias agonizantes en el camino y salieron de allí como si fueran vencedores. Había satisfacción en sus voces, en sus risas cortas “Lo logramos”. Palabras vacías. Ellos no habían hecho nada. Todo lo había hecho un solo omega.

El humo del antro lo recibió de nuevo. Lev dejó su vaso vacío sobre la mesa con un golpe seco. Una de las omegas del escenario bajó tambaleante hacia él. Sus ojos grises, opacos, parecían vidrios empañados.

—¿Tienes mod? —preguntó, casi suplicando—. Si me das una dosis, te lo pago… con servicio gratis.

Lev la miró de arriba abajo. Era piel y huesos, frágil, una sombra de lo que alguna vez pudo ser.

—Muévete. No me interesa.

La muchacha parpadeó, sorprendida por el filo en su voz y le escupió veneno en respuesta.

—Entonces, ¿qué haces aquí, estúpido?

No alcanzó a dar un paso cuando un guardia la sujetó del cuello y la arrastró entre disculpas dirigidas al alfa. Lev ni siquiera giró la cabeza. Había vuelto a hundirse en sus pensamientos.

Horas después, Román regresó al salón con el rostro sudado y una sonrisa de satisfacción. Tomó una copa, la vació de un solo trago y lanzó un suspiro ruidoso.

—Qué milagro verte por aquí, Lev —dijo al fin con voz pastosa.

Lev lo observó con el entrecejo fruncido.

—Tenemos que hablar. Padre ya debió recibir nuestra negativa.

Román alzó una ceja, divertido.

—Y pronto pondrá precio a nuestras cabezas, ¿no? Que haga lo que quiera. Aquí soy intocable.

—No es solo eso —la voz de Lev fue grave, contenida, como una sentencia—. Padre inició una guerra y Misha también vendrá por nosotros.

El silencio cayó entre ellos como una piedra. Ambos sabían lo que eso significaba. No era Andrei lo que les preocupaba, era el omega que cargaba con todo el peso del apellido. El omega que había demostrado, una y otra vez, que era más letal que cualquiera de ellos.

Los dos hermanos se miraron en silencio, conscientes de que la verdadera batalla aún no había comenzado.