Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Catalina al borde.
Una dama renace.
Fue una decisión de estrategia el llamar a Lourdes, pero contundente. Y como cada movimiento que hacía Graciela, estaba lleno de intención, elegancia y sentido, hoy no sería diferente.
Lourdes lo sabía. Por eso, desde que la llamada culmino, empezó a organizar los vestidos más despampanantes que pudiera encontrar. No se trataba de cualquier colección. Lourdes, en su experiencia como asesora de imagen para la alta sociedad, conocía a cada una de sus clientas como si fueran extensiones de su propio espíritu. Pero con Graciela, se trataba de algo distinto. Graciela no solo era Graciela: era una leyenda en pausa.
Por eso, Lourdes no escatimó en esfuerzo. Escogió texturas vaporosas, caídas impecables, colores que resaltaran el blanco lechoso de su piel como el coral, el esmeralda y el azul petróleo. Se imaginó a Graciela en una merienda de jardín, con un vestido vaporoso de tonos claros, su sombrero delicadamente inclinado. Se la imaginó bajando una gran escalera con un vestido de gala corte sirena, eclipsando a todos con su presencia. Graciela volvía. Y Lourdes sería testigo privilegiado de ese renacer.
Ya con el furgón cargado de percheros, Lourdes salió hacia la casa de Graciela. En la residencia, la actividad era inusual. Catalina observaba desde lejos, su ceño cada vez más fruncido. Desde la esquina del jardín, oculta tras la pérgola, tomaba fotos con su móvil como una espía ansiosa de pruebas. No entendía qué estaba ocurriendo. ¿Por qué se movían los muebles? ¿Para qué tanto esfuerzo?
Desde su distancia, Catalina podía ver a los empleados correr bajo las órdenes precisas de Graciela.
—Ese sofá más hacia la izquierda… no tanto, retrocedan un poco. Abran las cortinas… ¡sí, así, que entre toda la luz posible!— Las voces de Graciela sonaban firmes, decididas, como hacía años no lo hacían. —Traigan bebidas frescas para la visita— dijo en tono alto y alegre. Los empleados la miraban con extrañeza, casi con admiración. La mujer que había vivido tantos años recluida, volviendo a ser la reina de su dominio.
Catalina, a pesar de sus celos, no pudo evitar sentirse intrigada. Algo estaba por pasar. Y justo cuando el gran salón estuvo listo, el timbre de la casa sonó.
Graciela camino con elegancia hacia la puerta de la entrada.
—¡Bienvenida! —exclamó Graciela, con una emoción tan auténtica que pareció iluminar toda la estancia.
Allí estaba Lourdes, bajando con elegancia del furgón. Lucía impecable, como siempre: su cabello blanco recogido en un moño bajo, gafas enormes, perlas colgando de sus orejas, y un vestido de lino crema perfectamente entallado. Se abrazaron como dos mujeres que han vivido mucho y que aún tienen mucho por ofrecer.
—¡Mi querida Graciela! No sabes lo feliz que estoy de estar aquí. Te ves radiante —dijo Lourdes con emoción.
—Y tú siempre tan espléndida —contestó Graciela riendo con dulzura.
Catalina sintió que se le contraía el estómago. Lo que ocurrió a continuación fue una escena que nunca olvidaría. Los empleados de Lourdes comenzaron a descargar los percheros del furgón. Ropa y más ropa. Telas colgando como cascadas de colores. Faldas de encaje, vestidos de gala, atuendos para la tarde, para el día y para la noche. Toda una boutique desplegada en el salón principal.
Lourdes extendió los brazos como si se tratara de un espectáculo.
—He traído lo mejor de lo mejor —anunció con voz solemne.
—No lo dudo ni un segundo —respondió Graciela, soltando una carcajada elegante.
—Quiero que disfrutes cada segundo mientras se renueva tu armario—
—Así será, pero mejor comencemos o nunca terminaremos—
El desfile comenzó. Lourdes dirigía la orquesta de moda, y Graciela era su musa. Empezaron con vestidos de cóctel. Graciela se probaba uno a uno, observando cada detalle frente al espejo.
—Te queda de ensueño —decía Lourdes mientras le acomodaba los tirantes a uno de color malva con detalles bordados.
Graciela se miró seria, analítica.
—Está lindo —dijo finalmente—, pero prefiero que lleguen a la altura exacta de la rodilla. Ni más arriba, ni más abajo. La proporción es todo— su conocimiento al vestir la había catapultado como Graciela, quien siempre había tenido un gran toque especial para verse perfectamente.
Lourdes asintió, comprendiendo el mensaje. No era vanidad: era criterio.
Catalina, desde la sombra, apretó los dientes. Tomaba fotos sin parar, pero no podía dejar de mirar. Cada vez que Graciela se probaba otro vestido y daba su veredicto, era como una clase de estilo y sobriedad.
—Este está muy bien, pero los tonos tan brillantes me parecen más adecuados para eventos de día. Para una cena de gala prefiero algo más sobrio, como el azul marino o el gris perla —decía Graciela mientras se deslizaba dentro de una nueva prenda.
—Tienes toda la razón, por eso siempre has sido la mejor, seguiré buscando—
Cuando Lourdes le mostró un vestido verde con vuelos suaves en las mangas y la falda plisada, Graciela lo sostuvo en el aire, lo observó detenidamente y sonrió. Se lo colocó con ayuda de una asistente. Al mirarse al espejo, sus ojos brillaron.
—Este está perfecto —dijo con voz emocionada—. Entre todos, este me ha encantado—
—El verde siempre ha sido tu color —afirmó Lourdes, dándole un guiño.
Completaron el conjunto con accesorios dorados: un par de pendientes finos, un brazalete sutil y un pequeño bolso de mano con detalles florales.
—Mírate —dijo Lourdes—, pareces lista para presidir una embajada—
Graciela rio con suavidad. En cada uno de los vestidos probados hubo una crítica, una observación, una lección. No era superficialidad: era identidad, era elegancia con propósito.
—Se me había olvidado lo bella que soy— dijo con una mueca.
Lourdes lo entendió todo, ella tenía el autoestima baja y todo por la aventura de Pepe.
Luego hablaron de telas: del lino y su carácter noble, del crepé y su caída perfecta. Graciela rechazó un vestido con demasiados brillos.
—Este no me representa. No necesito que me vean por los brillos, sino por cómo camino —explicó.
Lourdes sonrió con aprobación.
—Eso solo lo pueden decir las mujeres que ya no necesitan impresionar a nadie. Tú inspiras, Graciela. Por eso estoy aquí—
Mientras ambas seguían compartiendo consejos y confidencias, Catalina recibió un mensaje de su hijo.
—Mamá, basta de fotos. ¿Qué haces espiando a Graciela?—
Pero Catalina no respondió. Tenía la mandíbula apretada y los ojos vidriosos. Ver a Graciela tan animada, tan viva, tan elegante, la hizo sentirse opacada. Ella, que había intentado durante años ganarse el favoritismo social, ahora veía cómo Graciela recuperaba su trono sin siquiera esforzarse. El salón de la casa brillaba de energía, y no por los candelabros: por la presencia de dos mujeres que sabían quiénes eran.
Lourdes, mientras preparaban el último vestido —un conjunto de dos piezas en color hueso, ideal para meriendas al aire libre—, le dijo a Graciela:
—¿Sabes qué noto? Que estás renaciendo—
—Lo estoy —dijo Graciela sin dudar—. Y este nuevo guardarropa es solo el principio—
—¿Tienes algún plan? —preguntó Lourdes con picardía.
Graciela se giró hacia el espejo y ajustó el broche de su blusa.
—Sí. Pienso volver a ser vista. Y no solo por mi ropa, sino por mis decisiones—
Las dos mujeres se quedaron en silencio unos segundos, comprendiendo el verdadero significado de esas palabras.
Catalina, desde su rincón, no pudo soportarlo más. Salió de su escondite con pasos firmes y se dirigió al salón.
—¿Qué es todo esto? —dijo con la voz dura.
Graciela la miró sin perder la compostura.
—Esto, Catalina, es una mujer recuperando su lugar—
Y sin más palabras, giró sobre sus tacones, el vestido verde ondeando detrás de ella como una bandera de victoria.
—Yo quiero también uno de esos vestidos — dijo molesta.
Lourdes estaba esperando ese momento —Tendrá que cancelar el vestido antes de retirarme, no abrimos cuentas a desconocidos—
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.