Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 17
Narra Alexander.
Esa noche que me fui de fiesta con los chicos… fue un desastre.
No sé ni cuántos tragos me metí encima. Ni cuántas risas falsas solté. Ni con cuántas chicas bailé solo por… por distraerme. Por no pensar. Por no escuchar esa vocecita en mi cabeza repitiendo su nombre.
Omar y Esteban estaban igual que yo, brindando por cualquier estupidez, y yo los seguía. Cada vez que cerraba los ojos la veía a ella. Con ese vestido verde, sonriendo para alguien más, caminando hacia un coche sin siquiera mirarme. Esa sonrisa no era para mí. Nunca fue para mí.
Por eso seguí bebiendo. Quería que todo se apagara.
Creo que fue la primera vez en mucho tiempo que terminé con la cabeza apoyada en la mesa de un bar, con el mundo dándome vueltas. Y aun así… su cara no desaparecía.
A la mañana siguiente. Bajé como pude a desayunar, con las gafas de sol aún puestas porque la luz me mataba.
Omar y Esteban seguían riéndose entre ellos de lo de anoche, pero yo no les prestaba atención. Solo agarré un café negro y me quedé en silencio, intentando recomponerme.
Y entonces la vi.
Ella. Bajando las escaleras con esas carpetas en las manos y el cabello recogido. Con la misma delicadeza de siempre, con esa dulzura que me enferma y me enternece al mismo tiempo.
Pero esta vez… había algo distinto.
Su mirada.
Esa tristeza.
No era la primera vez que la miraba, pero nunca la había visto así. Era como si yo mismo le hubiera apagado la luz.
Y fue ahí, en ese instante, que lo supe.
"Yo no quiero que nadie la lastime. Pero el que la está lastimando… soy yo."
Respiré hondo, apartando la mirada. Porque también lo sé: no puedo corresponder a lo que siente. No puedo darle lo que espera de mí. No siento lo mismo.
Ella tiene que entenderlo.
Las cosas son así.
Por mucho que me moleste ver esa tristeza en sus ojos.
Por mucho que me duela más de lo que quiero admitir.
Todo el día intenté mantener la distancia.
No hacer ningún gesto. No mirarla demasiado. No darle falsas esperanzas.
Pero maldita sea… no fue fácil.
Cada vez que la escuchaba reír con los profesores o hablar con las empleadas, sentía que mis oídos la buscaban. Que mis ojos la seguían sin darme cuenta. Y al verla pasar frente a mí con la mirada baja, con esos ojitos apagados… algo en mi pecho se apretaba más y más.
Me refugié en mi cuarto, como un cobarde, encendí las cámaras —como siempre— y me dediqué a revisar las zonas de la casa para asegurarme de que todo estuviera tranquilo.
Y ahí la vi.
En un pasillo solitario, encogida junto a la pared, con las manos cubriéndose el rostro.
Llorando.
Casi se me cae el estómago.
No lo pensé. Ni por un segundo. Me levanté de golpe, tiré el móvil a la cama y salí. Bajé las escaleras como si el infierno me persiguiera, hasta que la encontré justo donde la había visto.
Me quedé parado un momento. No soy bueno para esto. No sé qué decir cuando alguien llora. Pero verla así… tan rota por mi culpa… me mataba.
Así que solo lo hice.
Me incliné y la abracé. Sin pedir permiso. La apreté contra mi pecho y apoyé mis labios en su cabeza, murmurando con un hilo de voz:
—Ya no llores, princesa…
Ella se quedó quieta, pero sentí cómo temblaba.
Me aparté un poco, lo justo para ver su carita húmeda, y con ambas manos le limpié las lágrimas despacio. Besé su frente.
—Ven… vamos. No quiero que te vean llorar así —le dije, tratando de sonar firme, aunque por dentro era un mar revuelto.
La guié hasta su habitación en silencio, cerré la puerta y volví a rodearla con mis brazos. Ella no decía nada, solo se dejó hacer, con esos sollozos suaves que me partían el alma.
—No llores… que me rompes el corazón —le susurré.
Y entonces la escuché.
—Tú ya rompiste el mío —dijo, tan bajito que casi no la oigo.
Se me detuvo la respiración.
—No… no, no me digas eso —contesté enseguida, casi suplicando, y la apreté más fuerte.
Me quedé así, con ella entre mis brazos, rodeándola completamente. Sintiendo su fragilidad, su calor, su tristeza.
—Mírame, Emma —le pedí—. No sabes lo difícil que es esto para mí. No quiero hacerte daño. No quiero verte así. Juro que lo último que quiero es romperte. No es que no te vea… claro que te veo. Eres imposible de ignorar. Pero tú… tú mereces algo mejor que un tipo como yo. Tú mereces a alguien que pueda amarte como tú sueñas. Y yo… yo no sé si soy ese alguien.
Ella me miró, con los ojos llenos de lágrimas, y no supe qué más decir.
Solo la volví a abrazar, fuerte, hasta que sus respiraciones se calmaron y dejó de llorar.
Porque aunque no pueda darle todo lo que espera, no puedo permitir que crea que está sola.
No mientras yo siga aquí.
Ella dejó de llorar lentamente. Su respiración se fue calmando, y en sus ojos todavía brillaba una mezcla de tristeza y sinceridad que me atravesaba el pecho.
—¿Cómo sabes que merezco algo mejor? —me preguntó con voz suave, casi como si fuera un secreto—. Porque, ¿sabes? Antes de llegar aquí, antes de todo esto... pensé que no merecía nada. Pero ahora tengo todo.
Se acercó despacio, hasta quedar tan cerca que casi podía sentir su aliento. Me miró directo a los ojos, con una expresión que me desarmó completamente.
—No te gusto ni un poquito, ¿verdad? No me quieres… y eso es lo único que quiero —susurró, como si fuera su verdad más dolorosa—. Déjate enamorar.
Mi corazón dio un salto.
Un grito silencioso surgió desde lo más profundo de mí, pidiéndome que la aceptara, que la besara ahí mismo, que no perdiera ni un segundo más.
Pero había otra voz, mucho más fuerte, que me decía que estaba perdiendo la razón, que no podía permitirme eso, que era imposible, que todo era un error, una fantasía de su parte.
—¿Por qué me miras así? —le pregunté, sin poder apartar la vista—. No lo hagas... no me dejas pensar.
Ella no dijo nada. Simplemente me abrazó.
Y ahí, parado, con sus brazos alrededor de mí, me quedé sin saber qué hacer.
Mi cabeza daba vueltas, mi corazón latía fuera de control y el mundo parecía detenerse por un instante.
¿Estaba realmente enamorado? ¿O estaba cayendo en algo que no podía controlar?
Solo sabía que en ese momento, con ella entre mis brazos, no quería dejarla ir.
Sentí cómo su cuerpo temblaba ligeramente entre mis brazos, y en ese instante entendí que no solo me necesitaba, sino que confiaba en mí con una vulnerabilidad que me desarmaba.
—Alex... —su voz tembló, pero sus ojos no se apartaron—. No tienes que tener miedo. No tienes que pensar en todo eso como un problema.
Intentó sonreír, esa sonrisa dulce e ingenua que siempre me hacía dudar de mi dureza.
—Solo déjate llevar. No hay nada más real que esto que siento contigo, aunque no sepa qué es.
Mi mente luchaba contra mi corazón. Quería negarlo, alejarme, poner distancia. Pero mis manos la rodeaban con más fuerza, y sin darme cuenta, la atraje un poco más cerca.
—No sé si estoy listo para esto... —susurré, incapaz de ocultar mi inseguridad—. No sé si puedo corresponderte, pero... —mi voz se quebró ligeramente—... tampoco quiero perderte.
Ella me miró con esa mezcla de ternura y esperanza que era imposible ignorar.
—Entonces empieza conmigo —dijo—. Enséñame, guíame, acompáñame. No necesito un amor perfecto, solo necesito que seas tú.
Sentí que mis defensas caían una a una. No podía más. Casi sin pensarlo, acerqué mi rostro al suyo, buscando su mirada, intentando encontrar alguna respuesta.
En ese instante, supe que estaba cayendo, y no quería detenerme.
Sus manos estaban temblando entre las mías. Yo también temblaba por dentro, aunque no quisiera admitirlo. La tenía tan cerca que podía contar cada pestaña, cada lunar de su cara, cada suspiro que soltaba mientras me miraba con esos ojos grandes y llenos de ilusión.
Levanté una mano y, con cuidado, tomé su rostro entre mis dedos. Lo acaricié despacio, rozando su mejilla, y me incliné hacia ella hasta que nuestras narices se tocaron. Podía sentir su respiración contra mis labios, caliente, dulce… peligrosa.
—Eres preciosa —susurré, casi sin darme cuenta de lo que decía—. Y claro que me gustas…
Su boca se entreabrió, esperando. Era tan fácil solo… cerrar la distancia. Tan fácil.
Pero no lo hice. Me detuve, cerré los ojos, y solté un largo suspiro antes de apartarme despacio. Mi corazón latía tan fuerte que dolía. Pero no podía, no debía.
Me aparté, negando con la cabeza y bajando la mirada. Tomé sus manos entre las mías, intentando ser más frío de lo que realmente me sentía.
—Emma… —empecé con la voz baja y firme—. No está bien. No así.
Ella parpadeó, confundida.
—Pero… —intentó decir, pero levanté la mano suavemente para detenerla.
—Escúchame —dije, sentándome con ella en la cama, todavía sosteniéndole las manos—. Lo que sientes ahora… puede que no sea lo que piensas. Puede que solo sea ilusión. Yo… yo también siento cosas cuando estás cerca, pero no estoy seguro de que sea lo correcto.
Ella bajó la cabeza, pero yo continué. Tenía que hacerlo. Tenía que ser claro.
—Mírame —le pedí, y cuando levantó sus ojos otra vez, vi lágrimas contenidas brillando—. Puede que esto sea solo porque nunca has tenido a alguien que te cuide antes. Puede que me veas como algo que no soy. Y yo no puedo aprovecharme de ti, de tu inocencia. Yo te veo como… —tragué saliva— como una hermana, Emma.
Su expresión se endureció un poco, dolida.
—Pero… tú dijiste que te gustaba… —susurró.
—Claro que me pareces hermosa —contesté enseguida, casi con desesperación—. Es imposible no verlo. Pero… eso no significa que podamos.
—Es que tú no me entiendes, yo… —empezó de nuevo, pero esta vez fui yo quien la interrumpió.
—Emma, basta. —Dije firme, aunque me dolió en el pecho—. No quiero hacerte daño. No quiero confundirte más. Prometí a tus padres que te cuidaría. Y te prometo que voy a estar aquí para ti, siempre. Pero no de esa manera.
Ella se quedó en silencio, mordiendo su labio con fuerza. Se apartó apenas, como procesando mis palabras. Yo apreté sus manos una última vez y solté un suspiro pesado.
—Sé que esto duele ahora —añadí con suavidad—. Pero créeme, es lo mejor. Lo correcto.
La miré un momento más, con un nudo en el estómago, antes de soltar sus manos y levantarme, dejando un silencio denso entre nosotros.