¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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Afuera está el paraíso
Empiezo a quitarme la ropa mientras los otros observan con los brazos cruzados y las risas contenidas. Vale, esta vez me quedaré con los calzoncillos porque la última vez hasta de estos fui despojado. Evito pensar en el hecho de que me están viendo desnudo, dirigiendo mi duda a lo que sea que Carla hará para neutralizar a mi madre. Lo más probable es que ya esté cerca de ella, engañando a las sombras, caminando con cuidado desde mi habitación a la cocina, desde la cocina a la sala, y desde la sala hacia detrás del sofá, donde seguramente mi mamá sigue viendo la TV, o tal vez continúa enviando teorías a su grupo de "los padres contra el virus".
Me imagino a Carla aprovechando la concentración de mi madre en el teléfono para acercarse con el spray en las manos. Mi madre, quizás sintiendo el peligro, se voltea dominada por la curiosidad. Entonces, cuando gira la cabeza, se encuentra con la máscara de gato y sus luces destellantes. Intenta correr y gritar, pero Carla es muy ágil y le cubre la boca para rociarle el spray del sueño. Mi madre cae rendida en las artes del descanso, y Carla la arrastra hasta llevarla a su habitación, así cuando despierte pensará que todo fue un mal sueño.
Ja, realmente no sé si habrá ocurrido así, pero imaginar la escena me ayudó a olvidar que me estaba vistiendo frente a tres invasores de la privacidad. Tal vez Carla ya la encontró dormida y le roció el spray a mi madre para asegurarse de que siguiera en el sueño profundo, o quizás fue mi madre la que terminó dejando inconsciente a Carla con un puñetazo. Sea como sea, ya estoy vestido.
—¿También me dormirán? —Es que la última vez lo habían hecho.
—Los ángeles nunca duermen —Iván parece un matón con los brazos cruzados.
—¿Alguna vez has visto a un ángel? —Las preguntas de Francisco son tan capciosas.
Bueno, uno de mis amigos que me acompañaba en las piruetas del monopatín se llama (o se llamaba) Ángel, pero no creo que era muy ángel que digamos, pues le quitaba los dulces a los niños y salía corriendo, y no aparecía hasta el día siguiente.
—El único ángel que vi no parecía uno —relato mis experiencias.
—Ahora mismo estás viendo uno —Marcos se señala a sí mismo.
—No creo que seas un ángel —refuto la consideración del idiota.
—¿Por qué? —Marcos entrecierra los ojos, confundido.
—Porque los ángeles no besan a los perros muertos.
Marcos sacude sus brazos, sorprendido. Estoy seguro de que no se esperaba mi respuesta, ni tampoco Iván y Francisco, que están carcajeando como locos.
—¡Hey! —los calla Marcos, apenado— ¿¡Ven lo qué hacen!? Ahora él cree que yo beso a los perros por su culpa.
—¿Y no los besas? —Trato de seguir el alboroto en los dientes de Iván y Marcos, que parecen asfixiarse entre sus risas.
—Vamos chaval, no tú. —Marcos se acerca, y parece que le está doliendo mis palabras, y ¿está llorando?—. Tú eres mi amigo favorito. Dime que es mentira, que no piensas que realmente beso a los perros.
—No chaval, solo bromeo. —Él me abraza, los otros siguen riendo.
Así nos encuentra Carla, entre risas, llantos y disculpas. Se quita la máscara de gato solo para virar los ojos y capturar a Marcos entre sus brazos, y él en serio está llorando en su hombro. Ella acaricia sus cabellos y sus orejas, y hasta le da en besito en la frente.
—Vamos Marcos. —Carla me mira mientras trata de calmar, en la medida posible, al que besa perros—, no empieces con tus arranques.
Él se aleja, se seca las lágrimas y sonríe como si nada hubiese pasado.
—¿Y bien? —Me mira. Vale, este chico es más que extraño— ¿Todo listo?
Yo afirmo, levantando mis cejas. Iván y Francisco ya no ríen, están igual de serenos que Marcos.
—No del todo —refuta Iván, arrojándome una máscara.
No la puedo atajar en el aire, o sea, lo mío nunca fue el beisbol. La recojo del suelo y la contemplo: es una máscara led con el rostro de un coala. Las luces que destella son... ¿Rojas? ¡Pero yo odio el color rojo! Vale, tendré que conformarme. La llevo a mi cabeza, alargo la tira y me la pongo. Por alguna razón, más allá de los ojos artificiales, todo se ve verde, incluso los espacios oscuros.
—¿Cómo llegaremos al paraíso? —Es una duda que quería aclarar desde el momento en que mencionaron a los ángeles.
—Como todo el mundo entra —dice Carla, un momento después de ponerse la máscara de gato. Iván, francisco y Marcos también se las ponen—. Muriendo.
El hoyo de la pared se traga el cuerpo de Carla, luego el de Francisco y posteriormente el de Marcos e Iván. Soy el último que ingresa, tratando de no pisotear el afiche de Scarlett J que aún sigue tirado en el suelo. La otra habitación, la de Asha, ya no está oscura gracias a la visión nocturna de mi máscara de coala. Me escurro por el agujero y al aterrizar al otro lado tropiezo con varias cabezas de peluche que cuelgan del techo.
Avanzo y las aparto de mi camino, considerando el hecho de que algún día Asha también cuelgue mi cabeza como la de sus peluches. Ja, espero que no. Los otros siguen en línea recta, saltan por encima de la cama y se escurren por otro hoyo en la pared. Sigo su rastro y entro por segunda vez en un hoyo, esta vez uno que conecta la habitación de Asha con una sala de estar. El hueco está en el techo, así que yo bajo con cuidado para no hacer mucho ruido. Los otros, sin embargo, hacen un alboroto que de seguro aturde a los sordos.
—Tranquilo —dice Francisco—. Mis padres están igual de dormidos que tu madre.
Recorremos los pasillos de su apartamento, y ya en su habitación nos encontramos con su cama hecha a un lado, y en el lugar que seguramente ocupaba hay un hoyo. ¡Otro hoyo! Ellos se lanzan y obvio tengo que imitarlos. Caigo estirado en una cama junto a un chaval que duerme profundamente, con flores dibujadas en marcador negro. Me alejo para no despertarlo.
—Me gusta dibujar el rostro de mi hermano cuando duerme. —Carla se acerca a mí y a su hermano—. Él odia las flores, pero las encuentra en su cara cada vez que se mira en el espejo antes de ducharse. —Sonríe—. Si te duermes pierdes —resalta mientras se aleja.
El otro hueco se encuentra tras un televisor que tampoco está en su lugar. Al lado encuentro el que seguramente es el cuarto de Marcos, porque hay un montón de figuras de perros. Él me mira como si todos aquellos retratos tuvieran una explicación razonable.
—Me gustan los perros —dice tras su máscara—. Pero no como Carla se empeña en decirlo.
Y así seguimos el sendero, entre hoyos y habitaciones que parecen pertenecer a esquizofrénicos. En la de Francisco encontré muchas luces de Navidad colgando de las paredes. Y en la de Iván, bueno, su habitación parece la más normal de todas. Su apartamento conecta con un sótano que, algunos pasos más adelante, devela un último hoyo... un hoyo que da al exterior.
Me detengo antes de salir. Un suspiro me recuerda que no estoy soñando. Avanzo, con los ojos aguados.
El viento fresco y la llovizna nos dan la bienvenida. O sea, ¡Estoy afuera! ¡AFUERA! Impresionado, acaricio los arbustos muy crecidos y humedecidos por la tormenta, e incluso me tiro al suelo a dar vueltas como un barril. Lanzo una carcajada y creo que muy fuerte porque los chicos me ordenan callarme. Lo hago, pero celebro en mi algarabía interna.
Hay un portón delante, y estoy seguro de que es el mismo que vi anoche en las pantallas de vigilancia. Está oxidado y abandonado como todo el lugar. Del otro lado de las rejas y el cerco eléctrico, por encima, está la calle pavimentada y solitaria, esperando por mí, por mis pies y mis saltos. Siento que las lágrimas se deslizan bajo la máscara de coala cuando Marcos y Francisco abren el portón, y yo salgo por primera vez en mucho tiempo más allá de las fronteras del edificio.
Toco el asfalto y lo siento cálido a pesar de que está mojado por la lluvia. Lluvia que me moja, que moja a Marcos, a Carla, a Francisco y a Iván. Lluvia que llora conmigo de felicidad, que lava mis recuerdos del encierro y me proclama como un hombre libre.
—Bienvenido al paraíso. —Las palabras de Marcos terminan causándome temblores.
Jamás pensé que en plena cuarentena, en pleno encierro, en pleno fin de mundo, yo iba a estar en medio de una calle, lejos de las reglas de mi madre y muy cerca de cuatro ángeles que me enseñaron el paraíso después de vivir en el infierno. Y si ya morí, espero nunca volver a la vida.